Hace días, y tal vez meses, quería realizar una “toma de la palabra” en mi pueblo. Había pensado en diferentes formatos para llevar la palabra a comunidades campesinas, en su mayoría, productoras de panela en este inmenso y siempre dulce municipio de San José de Pare, clavado en Boyacá, Colombia. Pensé en ferias, maratones literarias y al final, después de una noche pensando, se dio: Festival de literatura Toma de la Palabra. Porque siempre un festival permite celebrar y tomar, y el nombre se fue dando con diferentes interpretaciones y adaptaciones a la necesidad misma del que iba escuchando de la realización del festival.
Este festival fue y es una respuesta, una subversiva acción por la paz, por la construcción social y el tejido de letras que se toman para salvar los días y la vida. Y fue una toma de la palabra en un municipio cualquiera de un país acostumbradísimo a las tomas armadas, a las tomas con ráfagas de balas y cilindros bomba entrando; se fue dando así, fluyendo, con donaciones de Ediciones Exilio que permitieron dejar poesía y letras a los campesinos y, los niños, con una sonrisa de letras; y se fue dando con el escritor Juvenal Nieves Herrera, tomando de la palabra para contar a jóvenes, docentes y niños; cómo ha escrito la identidad de su pueblo, el recorrer de sus letras y el soñar de sus versos.
Así, sumando fuerzas con la biblioteca, la institución educativa y los caminos rurales llenos de inquietos e inspiradores lectores, se fue tejiendo la primera de lo que espero sean muchas “Tomas de la palabra” no solo en San José de Pare, sino en el país que ya está harto y asqueado con otras tomas y que, por el contrario, nacen en él. Semillas de niños que quieren ser poetas, pintores y campesinos, y esto, en un país que parecía estar para siempre condenado, parece buscar luces, dar luces y dar frutos.
A mí este festival me salvó de la vida, de los días inexplicables y me dio risas, historias y lágrimas. Por eso, desde el dolor de mis huesos después de caminar más de seis veredas y con el alma tranquila escribo este texto, que no es otra cosa que un agradecimiento a la vida, a los días malos, y al revolotear del colibrí; también libre y soñador, en un país que se llena de letras y se toma de la palabra para salvarse desde antes de cien años de soledad, desde un pueblo que se toma de la palabra para salvarse de la cotidianidad de las mieles de la caña, y que desde allí parece librarse de la armas y de las malas prácticas que parecían tomarlo.
Creo en la multiplicación del mensaje, en la suma de esfuerzos y en el tejer constante del mundo desde pequeños y olvidados territorios; porque el mundo, el mundo grande, nace acá, desde las pequeñas historias y pequeños pueblos que tienen problemas mundiales y soluciones también, por qué no decirlo, mundiales. Eso nos ha enseñado lo que va de pandemia. Todo es mundial, incluso la celebración de un pequeño festival, de un territorio que solo está en los corazones que lo han visitado o vivido.