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Bogotá: ciudad de la furia

Nosotros necesitamos una vivienda digna, y es que la mayoría de nosotros no podemos volver por allá por las amenazas, si uno llega allá lo matan. Lo que queremos es una reubicación aquí en Bogotá.

Indígenas desplazados en Bogotá

Campamento de indígenas Emberá en Bogotá. Imagen de Camilo Insuasty

Bogotá ha estado más fría que de costumbre, tanto que ni el más cachaco, ni el más nostálgico de los cielos grises se siente a gusto con ello. Quizá sea el calentamiento global, pero son tan fuertes los aguaceros que las calles quedan vacías. Los vendedores de paraguas hacen su agosto. Los trancones son interminables.

Así transcurre el día a día en esta ciudad de la furia: miles de pensamientos se entrecruzan violentamente, los hombres parecen hormigas y siempre hay algo en el aire: una atmósfera cautivadora y caótica. La indiferencia es la constante, por no decir que se trata de la esencia. Una permanente ebullición en medio de las cada vez más cotidianas tormentas eléctricas.

Abstraído y con los pies mojados subía y bajaba calles casi que al azar. A lo lejos, en medio de la jungla de cemento, una tenue humarada se asomaba tímidamente: era una ciudad dentro de la ciudad. El plástico negro de los improvisados cambuches formaba todo un telón de fondo, la ropa seguía colgada en los tendederos a pesar de la intransigencia de la lluvia. Eran tantas las minúsculas casas de plástico, que se veían varios callejones dentro de ese extraño entramado en el Parque Nacional, en el centro de Bogotá. Cada casa tenía una olla y cada olla estaba encendida, como en la tradición del campo, a la más pura leña. 

Entré en aquel territorio cercado por cintas amarillas y caminé dentro de las callejuelas. Una mujer junto a su pequeño de tan solo unos meses alzó su penetrante mirada y me dijo unas palabras en un dialecto indígena que nunca había escuchado. Aún me pregunto por lo que me dijo. Me topé entonces con tres muchachos que pasaban el rato bajo un árbol, viendo la lluvia caer. Acordamos una corta entrevista y para mi sorpresa fueron bastante receptivos y abiertos.  

– ¿Aquí están los emberá, cierto? 

-No, aquí habremos al menos unas 14 comunidades, nosotros venimos del Chocó. 

La conversación fluyó bajo el paraguas y el ruido de los vehículos que transitaban por la séptima. Uno de los jóvenes, el mayor, sirvió de intermediario con los otros dos; por que un periodista con esta pinta, sin credencial ni chaleco, era algo poco común. “Lo que pasa es que, por allá, por el río, las cosas se pusieron como calientes. Nosotros venimos desplazados. Allá teníamos cultivos para comer lo que no hay acá”. 

La lluvia se intensificaba por momentos mientras el pequeño de 14 años trataba de encontrar las palabras adecuadas. La ciudad le parece difícil, especialmente porque no hay trabajo para alguien como él: un niño. Mientras tanto, el otro joven de 20 años interrumpía con determinación a su compañerito. “Nosotros necesitamos una vivienda digna, y es que la mayoría de nosotros no podemos volver por allá por las amenazas, si uno llega allá lo matan. Lo que queremos es una reubicación aquí en Bogotá”. 

Cuando le pregunté cómo le pareció la ciudad, el joven, locuaz y pícaro, afirmó que “bacano, pero lo malo es que hace mucho frío, se pega hasta en los huesos. Hay pocos alimentos, no hay un techo seguro, los niños sufren mucho, llevamos más de un mes aquí”. 

Me causó curiosidad que el joven quisiera establecerse del todo en la gran ciudad. ¿Por qué? “Yo no puedo volver, si me entiende, yo soy desmovilizado. A mí me cogieron a los doce años, entonces no puedo volver porque en mi comunidad todo desmovilizado que llegue lo van matando”. La crudeza de sus palabras se confabulaba con la tranquilidad de su vocalización. 

“Un tiempo eso era relajado, teníamos cultivos, plátanos, bananos. Teníamos pescado, gallinas, todo para sobrevivir e incluso teníamos educación. Todo cambió cuando empezó a llegar esa gente armada, empezaron a reclutar muchos niños, nos llevaron a las malas. A mí me reclutaron y por allá duré como tres meses hasta que me capturaron los del ejército y luego terminé en el Bienestar Familiar. Fui reclutado por un miliciano conocido de por allá”. El maldito conflicto. Por más de que huya de sus historias, estas siempre me alcanzan en cada rincón, en el campo o en la ciudad,  conversando con un joven o con un anciano. 

Sentía que el muchacho tenía mucho por contar de esa amarga experiencia, pero escrudiñar en su pasado me hacía sentir como un buitre –muchas veces algo inherente a este oficio- así que decidí cambiar el rumbo de la conversación. 

“Gracias a Dios aquí voy a terminar el bachillerato, quiero un futuro mejor. A mí me gusta mucho el fútbol, yo estaba entrenando, pero…” el joven detiene su relato y se torna pensativo. Después de pausa el joven reanuda diciendo que es hincha del Atlético Nacional, manifestándolo con orgullo y con una gran sonrisa. Mientras tanto, el más pequeño, el de 14, solo quiere trabajar en lo que le salga. En ese momento empieza a sonar el cielo, se avecina la tormenta eléctrica y mientras ellos hablaban yo observaba alrededor: platos, juguetes, ropa, leña. Las lonas diseñadas para salvaguardar lo mejor posible del despiadado frío bogotano. 

Termina nuestra improvisada charla, ellos ríen jocosamente y desde mi más profunda impotencia solo me restaba desearles buena suerte.  Cómo evitar los pensamientos de todo lo que podría ocurrir con estos muchachos si las oportunidades, tan escasas en este quimérico país, no se les presentasen. Drogadicción, delincuencia, pobreza, prostitución, trabajo infantil. Cualquier cosa. Y es que no es como pregonan los más encarnizados defensores del libre mercado, de que solo es cuestión de echarle verraquera, de que el mundo no le debe nada a nadie, de que usted es pobre porque quiere. Es el resultado de una violencia sistémica que se ensañó contra el indígena, el negro, el campesino, la mujer; una maquinaria de guerra que desplazó a millones desde sus tranquilos hogares con sus gallinas y sus plátanos, al frío de las ciudades grises y apáticas. Ya hay bastantes diagnósticos sobre la violencia en Colombia. Ya se ha interpelado lo suficiente, pero poco cambia. 

Veo a lo lejos la tenue humarada de la leña consumiéndose bajo la lluvia. A todos los que veo en la séptima los atañe el afán del día a día, el afán de llevar a sus casas eso denominado dinero. En medio de todo, la apatía se entiende. Cada uno anda en lo suyo, sobreviviendo en la ciudad de la furia. Busco en las noticias y encuentro mensajes contradictorios: por una parte, el Distrito ha destinado $1.895 millones para la atención de la comunidad emberá. Por otro lado, manifiestan: “Esperamos no llegar al desalojo de estas personas, como lo señaló el inspector de policía, sino que se pueda llegar a un proceso de concertación”. Y es que cuando de desalojos se trata, esta ciudad saca la casta.

Me voy con los zapatos empapados y los pensamientos aturdidos. La noche será fría, pero germina una convicción poderosa e indestructible: no se puede cambiar el mundo, pero se pueden cambiar mundos. Quizá algún día no solo sea un billete o una moneda lo único que pueda aportar. Después de todo, ayudar sin restricciones es lo que más sentido le da a la existencia. Que ese, junto al periodismo, sea el propósito. 

Bogotano de nacimiento, pastuso de crianza. Comunicador social y periodista egresado de la Universidad Central de Bogotá. Maestrante en Política y Relaciones Internacionales de la Universidad de la Salle. Autor de crónicas, reportajes, cuentos, perfiles y entrevistas desde diferentes espacios como el Congreso de la República, el Centro Nacional de Memoria Histórica, la Comisión de Seguimiento, Impulso y Verificación a la Implementación del Acuerdo de Paz y en portales independientes.

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