Cada vez que escribo soy otro. A veces escribo y soy más obstinado, rebelde, y dedicado. A veces termino sin terminar, sin sacarle todo a la página, pero no es por otra cosa; no termino por la incapacidad que tengo de continuar en ese pasaje, porque siempre hay un escrito más grande que uno. Pero en finitas cuentas siempre soy otro, me llamo de otras formas, me gustan otras ciudades y anhelo, a veces, lo que ayer había añorado. Me encuentro con mis amplias contradicciones que solo suponen eso: cada vez que escribo soy otro. Me buscan otras luces y en otras ocasiones; encuentro raíces podridas de los argumentos que, para mí, ya no están tan vigentes y antes me encantaban.
Estas afirmaciones las hago luego de este atroz acto de leerme, y leer cómo escribía hace años. Quizá este ejercicio sea un intento por penetrar la soledad y encontrar que dentro de uno siempre hay miles. Y encontrar en este ejercicio matutino, sorpresivo y de amplia necesidad, que, por ejemplo, he escrito peor que ahora, y que algunas veces lo hice mejor; que a veces tengo voz, a veces voces, a veces uno se vuelve canción y otras largas jornadas uno es un silencio infinito de palabras que nadie lee y que nadie dice. Soy la madrugada en la que lloro y escribo, en la que me siento abrumado por tanta guerra en lo cotidiano; soy esa misma puta madrugada en la que frustrado y sin dolor vigente, me acuerdo que ayer dolía algo y hoy ha vuelto a tragarme, a golpear el fondo de algo dentro de mí, que poetas amigos han llamado alma. Soy otra madrugada en la que me despierto y no pienso en nada más, solo en cómo dos dedos diferentes a los míos han pasado por mi cuello y espalda y han dibujado palabras, versos, árboles, infinitas vainas que solo han estado en esa madrugada y en estas palabras que recuerdan lo fugaz de las vidas y lo eterno que es el recuerdo. Soy eso, pero ahora soy otro, más liviano, me doy cuenta.
Luego me leo con angustia, asombro y naturalmente estoy con otros sentimientos encontrados a flor de piel, a flor de verso. Me leo y retumban las voces a las que les debo los textos, me leo y veo a mi padre muriendo. Me leo y me veo corriendo descalzo, soñador y saltarín por extensas praderas llenas de hormigas, mariposas, azulejos, cucarrones, perros, vacas y olvidos creciendo, y cuando al fin abrazo mi infancia en ese recuerdo comprimido en palabras, abrazo la infancia de los que amo, abrazo en las letras las infancias que construyeron la mía. Me leo y repaso mi vida: escribo para vivir y ser otro. He escrito, sobre un “yo” no constante, interrumpido, flexible, fugaz, enclenque, fortalecido por un “nosotros”, vigente, robustecido y creciente. Cuando escribo renuncio de manera decidida a quedarme con un “yo” de siempre.
Escribo para morir, para no teñirme ni ceñirme. Escribo muriendo, dejándome caer en un hondo valle desconocido y allí, conociendo que he sido, pero reconociendo que ya no soy más, porque desde la escritura he renunciado a miedos y me he casado con otros que mañana ya no estarán. Aun en este intento por escribir no sobreviven muchas cosas de mí, de ese que empezó escribiendo: cada vez que escribo, soy otro.