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Hay razones para celebrar

El proceso de paz con las FARC ha repolitizado a la juventud colombiana y ha conectado a una gran parte de la ciudadanía con la idea de cambio. El gran paro nacional era algo improbable antes del 2016.

Protestas en Cali, Colombia

Protesta en Cali, Colombia. Imagen de Ana de Poética

En Colombia nadie sabe a ciencia cierta cuántas vidas nos ha costado la guerra y todavía no paramos de contar los muertos de la paz. Apabullados por un torrente interminable de malas noticias la decepción parece estar al orden del día. Cinco años después de la firma del acuerdo de paz entre el Estado y las FARC resulta cada vez más difícil encontrar razones para el optimismo, pero las hay y son poderosas.

Yo soy uno de los que tuvo la suerte de salvar el pellejo. Muchos de mi generación de activistas no lo lograron. La vida y el cariño de mucha gente hicieron que, después de rebotar en Argentina, mi humanidad encallara en las gélidas costas de Oslo, casi al mismo tiempo que el Estado y la sociedad civil noruega le apostaban todo su prestigio internacional, su capacidad diplomática y su infatigable solidaridad, a la paz de Colombia. El exilio, paradójicamente, me arrojó a uno de los centros de gravedad de la política de mi país y pude ser testigo, de primera línea, de la transformación de las ciudadanías colombianas en el exterior.

En Noruega, Colombia saltó al centro de la agenda política, se puso de moda. El cineclub y el grupo de literatura que se reunían mensualmente en mi casa se transformaron, gracias al entusiasmo de muchos, en el Grupo de Apoyo a la Paz en Colombia (Støttegruppen for fred i Colombia). En poco tiempo nuestras agendas se fueron llenado de constantes reuniones con la cancillería noruega, con las organizaciones de la sociedad civil interesadas en Colombia, estudios de televisión, solicitudes de la prensa, conferencias, visitas a las delegaciones negociadoras en La Habana y hasta la edición de un libro con el que quisimos explicar a los noruegos nuestra propia visión del conflicto. Ocurrió lo mismo en todo el mundo. Combos de amigos, estudiantes, obreros, artistas, académicos, amas de casa, emprendedores, negociantes, rebuscadores y toda clase de sobrevivientes del naufragio colombiano del siglo XX, se metieron de cabeza a apoyar el proceso de paz.

En las reuniones de coordinación, mucho antes de la pandemia y de Zoom, las pantallas de nuestros ordenadores se llenaban con rostros conectados a la idea de un país mejor desde Australia hasta Estados Unidos. Desde los más ceñudos y sesudos militantes de toda la vida hasta los más entusiastas y desparpajados personajes que, por pura sensatez y amor a la vida, entendieron que la paz era el único camino. Organizaciones como la nuestra en Noruega fueron brotando en capitales de todo el mundo y en impredecibles pueblos apartados de cualquier rincón del planeta. Los colombianos en el exterior nos reconocimos en la idea un nuevo país, nos encontramos para algo más que la rumba, el estudio o el camello. El proceso de paz fue un portal que nos conectó irremediablemente a nuestra propia ciudadanía, una conexión decente, válida y potente, para verter sobre nuestra adolorida patria el cúmulo de experiencias, conocimientos y ganas de hacer que los migrantes cargamos a nuestras espaldas. La esperanza de un país más justo y en paz sacó del letargo a cientos de miles de ciudadanos, que por fatiga o decepción, no esperaban ya nada de su nación. Como nunca antes en mi ya largo recorrido de activista pude ver a cientos de miles de personas sumándose al esfuerzo de transformar nuestra sociedad, dentro y fuera de Colombia.

Los que vivimos los años de Álvaro Uribe como presidente recordamos muy bien el miedo que paralizaba a los colombianos. Cuando la gente en lugar de aplaudir las marchas se escondía y se encerraba, cuando las madres en lugar de bendecir a sus hijos antes de la protesta intentaban por todos los medios que no marcharan, cuando al unísono la gran prensa nacional nos sentenciaban a todos los activistas como terroristas y los líderes sociales eran asesinados sin que se dijera nada en los medios, cuando la comunidad internacional hacia mutis por el foro, cuando hablar de política, paz, medio ambiente o derechos humanos era cuestión de algunos pocos atrevidos. La soledad era enorme, las frustraciones eran más, la cuesta era más empinada y la meta estaba más lejos.

Esos tiempos han quedado atrás. El proceso de paz con las FARC ha repolitizado a la juventud colombiana y ha conectado a una gran parte de la ciudadanía con la idea de cambio. El gran paro nacional era algo improbable antes del 2016. La paz nos ha movilizado y la potencia de lo que se ha puesto en marcha tiene el tamaño de un nuevo país, de una nueva sociedad. Por eso llueven balas, por eso encarcelan, por eso reprimen, por eso el desespero de los poderosos que tienen las manos untadas de sangre y sus maletas llenas de cocaína. Puedo dar fe de eso con el ejemplo de lo que el proceso de paz hizo con los colombianos en Noruega y en el exterior. Nos convirtió en una comunidad de afectos, desmoronó muchas de las barreras, de las prevenciones y nos conectó para siempre.

En la conmemoración de los cinco años del acuerdo de paz entre el Estado colombiano y las FARC llegan buenas noticias. La antigua guerrilla será sacada de la lista de organizaciones terroristas de los Estados Unidos. El secretario general de la ONU visita al país y por primera vez el peso de la comunidad internacional arrodilla al Uribismo y los hace jurar, así sea en vano y en boca de un presidente desprestigiado, que reconocen el acuerdo de paz y que están comprometidos con su implementación. Ahora todo parece estar servido para que sean los ciudadanos en las elecciones del 2022 los que, después de haber visto el poder constructor de la paz y el afán destructor del uribismo en el poder, tomen una decisión definitiva sobre el futuro. Pero, sin importar lo que nos traiga la política, debemos celebrar estos cinco años del acuerdo de paz con la certeza de que la sociedad colombiana se ha transformado para bien, aunque falte mucho más.

Desde la popa del Titanic. Historiador colombiano residente en Noruega.

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