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La vejez como una meta

En estos días en los que mi madre me acompaña la observo y envidio su vitalidad. A su edad no toma medicinas, duerme ocho horas, apenas va al médico y nunca tiene afán. Ya no tiene prisa por hacer nada, por llegar a ninguna parte. La vida le ha enseñado que la opinión ajena no importa. 

Tercera edad

Imagen de Michal Jarmoluk en Pixabay

“En el tercer mundo la ancianidad no existe, solo existe la muerte. La invención de la ancianidad es la esencia de Europa”. (Los besos. Manuel Vilas). 

Una de las cosas que más le gusta a mi madre cuando viene a Madrid es ver a las señoras mayores en la calle. ¡Mírala! qué linda ella. Ay, niña, casi no puede ni caminar, pero ajá, va feliz y elegantísima, dice cuando nos cruzamos a una abuela con abrigo de peluche, pelo lacado y monedero bajo el brazo. El triunfo de la vida resuelta de camino al mercado. 

Mi madre dice que es maravilloso ver cómo la vejez se puede vivir en Europa. Le complace ver a mujeres de su edad solas en el metro; quiere decir que no le temen a la sociedad en la que viven. Ella sí. Bogotá es una ciudad peligrosa y su pelo blanco supone un extra de vulnerabilidad. No es posible hacer fila tranquilamente para comprar la lotería de Navidad, ni caminar por el centro de noche. 

A mí me gustaría poder hacer eso, dice mientras señala a un grupo de abuelos que conversan sentados en un banco del parque. Cada uno con su bastón y su caja de dientes. Se ríen a carcajadas, como los niños cuando juegan en el parque aun sin conocerse. Uno a esta edad no necesita mayor cosa, hija. Con poder salir libremente me bastaría, pero en Colombia la vejez puede ser como una cárcel. 

Sus palabras me conmovieron porque me recordaron la reciente columna de Alfredo Cohen, amigo y colaborador de EL COMEJÉN, No es un país para viejas. Alfredo escribió que no hay vacuna contra la soledad, la indiferencia y la falta de cuidados que padecen los adultos mayores hoy en día; refiriéndose a la vejez en España. Tiene razón, aquí ser vieja es duro, pero en Colombia es durísimo. Allí la vejez es un premio reservado para pocos. 

Envejecer es teso, hija mía. Pero yo no la veo vieja a mi madre, la veo grande, que es distinto. Admiro la sabiduría que le ha dado experiencia, pero, sobre todo, admiro que nunca haya perdido la capacidad de sorprenderse con las cosas más simples de la vida. 

Se ilusionó como una niña cuando fuimos al Jardín Botánico para celebrar su setenta cumpleaños. El espectáculo de luces de colores iluminando los árboles despertaba en ella el mismo entusiasmo que en mi hijo de doce años. La diferencia entre los dos estaba en que ella solo admiraba las plantas llenas de bombillas azules, mientras que él intentaba descubrir el mecanismo del alumbrado oculto entre las hojas. 

Mi hijo quería conocer el funcionamiento del extenso circuito de principio a fin. Quería revelar el secreto de la fantasía con la curiosidad propia de su edad, pero ella se entregó al placer de la contemplación como si fuera más pequeña que su nieto. ¡Qué bonito! Era todo cuando mi madre repetía a lo largo de la caminata, deteniéndose en cada detalle con asombro infantil. 

Yo, todavía despacio, voy camino a la vejez, o eso espero. Como un árbol cuyas ramas se mecen fuertes con la brisa de finales de agosto, cuando las hojas apenas empiezan a cambiar de color. Ese es el encanto del otoño. Una vez que ha vivido la plenitud del verano, la naturaleza despliega una gama armónica de amarillos, ocres, marrones y rojos profundos, tan distintos al inocente rosa o lila de la primavera. Pocas cosas me gustan tanto como ver las hojas caer al ritmo que marca el viento. 

Todavía me queda juventud suficiente para bailar y beber, pero siento en mi piel cada una de las señales que indican el implacable paso del tiempo. Ya sabes, ahora llevo las gafas agarradas con una de esas cadenitas que usaron las abuelas toda la vida, pero no porque estén de moda nuevamente, lo mío es presbicia. Una de las primeras señales de la irreversible madurez. Desde hace tres años tomo vitamina D por recomendación médica para no desbaratarme si me doy un golpe cuando llegue a los setenta; y si me voy de fiesta, prefiero que sea un viernes y no un sábado porque a partir de los cuarenta la resaca dura el doble que a los veinte. 

En estos días en los que mi madre me acompaña la observo y envidio su vitalidad. A su edad no toma medicinas, duerme ocho horas, apenas va al médico y nunca tiene afán. Ya no tiene prisa por hacer nada, por llegar a ninguna parte. La vida le ha enseñado que la opinión ajena no importa. 

Miro también a mi hijo, quien tiene prisa por crecer. Me tiene acosada con la idea de ir solo al colegio en metro. Le digo que no hace falta adelantarse al tiempo; que pronto haremos el recorrido juntos, y cuando me asegure que tiene claro qué debe hacer si se pierde podrá hacerlo solo. Pero la adolescencia, que lo está esperando a la vuelta de la esquina, es impaciente y arrogante. Tiene tanto afán que se enfada conmigo y me mira y me responde mal, otra clara señal de que el tiempo está pasando rápido. 

Le repito entonces las palabras que mi madre tantas veces me dijo cuando yo tenía la edad de mi hijo: yo confío en ti, pero no en los demás. Lamento no poder explicarle a mi hijo la carga de realidad que contienen esas palabras. Para entenderlas tiene que vivir la vida, ir en metro solo, enamorarse, bailar, beber, decepcionarse, trabajar, cumplir los cuarenta, y yo los setenta, para que pueda darme la razón. 

Me quedo con la tranquilidad que me dan las palabras de Rodrigo García en su libro Gabo y Mercedes, una despedida, el libro en el que narra los últimos días de vida de su padre, y en cuyas páginas me encuentro un párrafo que me reconforta cuando me veo escribiendo, nuevamente sobre mi madre y mi hijo. “Ningún director, escritor, poeta 

-ninguna pintura ni canción- han influido más en mí que mis padres, mi hermano, mi esposa y mis hijas. Casi todo lo que vale la pena saber se aprende todavía en casa”. 

Periodista

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