Una de las contradicciones más evidentes de la conducción de la globalización por la ideología neoliberal tiene que ver con las políticas migratorias. Mientras que propugnan por la “libre” circulación de bienes, servicios y capitales, a la par niegan la libre circulación de ciudadanos, dejando ver que la supuesta “libertad” que invocan sus pregoneros no es más que una farsa que solo sirve a quienes controlan el capital, no a los asalariados que lo reproducen. Una muestra de ello son las constantes quejas que se han exacerbado en la última década por parte de los países de la Unión Europea por el aumento constante del flujo migratorio en sus fronteras e incluso, los roces entre los Estados que la integran debido a esta situación. Peor aún, actualmente se busca instrumentalizar a los migrantes para atizar las diferencias con Rusia y así seguir las políticas expansivas de la OTAN, ya no en las fronteras, sino dentro de los Estados que una vez hicieron parte de la Unión Soviética.
En el tema migratorio la Unión Europea ha mantenido una política que puede calificarse cuanto menos como hipócrita. Por un lado, sus Estados miembros han causado, sido cómplices o exacerbado conflictos en el África subsahariana, en Libia, en Siria, en Irak y en Afganistán. Por otro lado, han cerrado el paso a quienes intentan huir de esas crisis originadas en sus respectivos países. El caso de Libia es un claro reflejo de ese doble rasero. En dicho país antes de la guerra impulsada por países comunitarios como Francia, uno de cada tres habitantes era migrante de la parte subsahariana del continente. La estabilidad de la Yahamariya no solo desincentivaba la migración propia, sino que servía como barrera para que las personas desplazadas por conflictos en países como el Congo, Sierra Leona, Burkina Faso o Mali, en vez de arriesgarse a pasar el Mediterráneo prefirieran quedarse a trabajar en Trípoli o Bengasi. Gadafi en una de sus últimas apariciones públicas lo advirtió: si Libia se desestabilizaba, Europa tendría que afrontar las consecuencias migratorias que eso originará. Aun así, tales advertencias fueron ignoradas y los líderes europeos prosiguieron con la destrucción del país, sin importarles la suerte de su gente.
La situación siria ha sido similar. Sabiendo del incremento exponencial de la inmigración africana a partir del 2011, nada los contuvo para financiar a diversos grupos yihadistas y facciones ultraconservadoras, en una guerra que echó de sus hogares a casi la mitad de población del país. Ante tal situación, jamás se buscó una solución que involucrase a las partes participantes del conflicto para comprometerlas a garantizar el derecho de retorno, como en teoría lo establecen los principios Pinheiro y los principios Deng, sino que la solución facilista fue darle dinero a Turquía para que construyera campos de refugiados dentro de su territorio, a la par que tenían cercas eléctricas en las fronteras búlgaras y griegas.
Ahora el escándalo viene de Polonia y de los países bálticos, quienes acusan a Bielorrusia de querer inundarlos de migrantes debido a que este último país ha simplificado la política migratoria con cerca de 76 países, entre ellos, Irak, Afganistán y Siria. Esto ha posibilitado que lleguen decenas de vuelos a Minsk provenientes de países en conflicto, llenos de personas que huyen del infierno de las guerras atizadas por Europa. Es la misma acusación que en su momento hicieron muchos países americanos frente a Ecuador por la política migratoria, que en manos de Correa eliminó los visados a extranjeros. En un mundo globalizado el escándalo no debería ser que se eliminen los visados, sino que aún se soliciten. No debería haber seres humanos ilegales, lo ilegal debería ser tratar a los humanos peor que a las mercancías. La Unión Europea al cuestionar la política migratoria de terceros países ante su fracaso frente al tema, viola principios fundamentales del Derecho Internacional, como es la no injerencia y la autodeterminación de los pueblos. Su incapacidad de controlar sus propias fronteras no puede ser una excusa para generar tensiones con sus vecinos.
Respecto al tema bielorruso, Europa utiliza la crisis para tratar de desestabilizar al Gobierno de Alexander Lukashenko, al que denominan “el último dictador de Europa”. Las desavenencias de Occidente con este gobierno no se originan en los métodos autoritarios que puedan tener ni en el hecho de que lleve 27 años en el poder. Ellos son íntimos de las monarquías del Golfo donde las violaciones de derechos humanos y el autoritarismo no tiene parangón, y tienen a una monarca que lleva 69 años como jefa de Estado de uno de los países que hasta hace unos meses era parte de su organización y nunca hicieron cuestionamientos. Las desavenencias con Bielorrusia son por su estrecha alianza con Rusia. Saben que es el último “Estado Tapón” frente al propósito de la OTAN de arrinconar a quien otrora fue el líder del Pacto de Varsovia.
Por otra parte, aunque muchos de quienes sentimos algún tipo de nostalgia por lo que en su momento fue el primer Estado obrero y campesino del mundo, a veces caemos en el error de creer que el Gobierno de Putin, por el hecho de revivir parte de la simbología soviética, aún representa en algo los valores que ondearon en el Kremlin desde el 8 de noviembre de 1917. Olvidamos que el ex KGB no es más que el heredero del borracho Yeltsin, nombrado a dedo en el cambio de milenio para tratar de legitimar el régimen de los oligarcas que saquearon el patrimonio público que con tanto esfuerzo se labró en cada plan quinquenal. Empero, las desavenencias entre Rusia y la OTAN no son en absoluto por aspectos ideológicos. La alianza atlantista y la Unión Europea solo sigue órdenes de Washington. Para Estados Unidos los rusos tampoco constituyen un adversario en lo ideológico, de hecho, el estilo de Trump y el de Putin no divergían mucho. Aun así, hay dos temas que impiden que entre la Casa Blanca y el Kremlin haya algún tipo de afinidad: La competencia global por la industria armamentística y la disputa por el mercado energético, en especial el mercado del gas.
Esas diferencias son las que han llevado a que, por un lado, Washington se oponga firmemente a la construcción del gasoducto Nordstream II entre Rusia y Alemania y por otro, haya impulsado “revoluciones” de colores en diversos estados ex soviéticos para deponer a gobiernos afines a Moscú y poner sus fichas serviles a Occidente. La última jugada en 2014 en Ucrania les salió mal, ya que los servicios secretos rusos, conociendo la podredumbre y la corrupción de las tropas locales, logró tomar Crimea sin disparar un solo tiro. La península que había sido transferida por Jrushchov de Rusia a Ucrania volvió a ser reintegrada a su antigua metrópoli. Hoy, a la par que se generan roces en la frontera de Bielorrusia con Polonia, también hay grandes movimientos de tropas en el Este ucraniano y en la frontera de Rusia con los territorios rebeldes de Donbast y Nonetsk. El Gobierno de Moscú no permitirá más avances de la OTAN y sus aliados en sus áreas de influencia. El golpe de Estado en Ucrania en 2014 fue una línea roja que sobrepasó Occidente. Incumplió la promesa que en su momento le hizo Reagan al traidor Gorbachov de que la alianza no incorporaría a países que, para ese entonces, eran parte del Pacto de Varsovia. No solo se incluyeron tan pronto cayó el Muro de Berlín, sino que también la expansión abarcó a países que eran parte integral del territorio soviético, como es el caso de los Estados bálticos, y atrajo a su área de influencia a otros del sur, como el caso de Georgia.
Finalmente, las acusaciones que desde la Unión Europea se le hacen a Bielorrusia no distan mucho de las que desde el Reino Unido se le hacen a Europa. Miles de migrantes que intentan cruzar el Canal de la Mancha para llegar a playas inglesas desde las costas de Bretaña y Normandía, sin que Francia intente impedirlo, es un hecho que muestra cómo se instrumentaliza la restricción a la libertad de circulación humana para sacar réditos políticos.