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Titanomaquia: la cultura de la guerra o la no repetición

En Colombia hace muchos años no vivimos, sobrevivimos, parece que no nos damos cuenta. Esto afecta nuestra evolución, prohíbe cualquier reflexión crítica y bloquea la riqueza que pueda emanar de la diversidad cultural.

Ilustración de Camila Marín para EL COMEJÉN

Ilustración de Camila Marín para EL COMEJÉN

Hablar sobre la paz en Colombia se ha vuelto un tema repetitivo y mundano.  Pero ante la situación actual del proceso de paz que, aunque tiene mucha aceptación y apoyo internacional, dichos acuerdos han sido frustrados y difíciles de implementar al interior de Colombia. ¿Por qué? Esa pregunta nadie puede responderla; somos un país lleno de odios, envidias y frustraciones, que necesariamente no se desprenden de un conflicto interno de sesenta años.  

Somos una sociedad “fundamentalista e integrista” por linaje. Opuesta a toda evolución, que insiste en la apelación por la tradición, la cerrazón, el conservadurismo y el apego al pasado. Somos intolerantes, dogmáticos, combativos e intransigentes. Cualidades de las culturas inmersas en la ortodoxia, aunque nos creemos avanzados y modernos. Somos la suma de esa conquista y colonización, que marcó para siempre nuestra forma de ser, de mestizarnos y de apropiarnos de la realidad que nos rodea. No estamos polarizados, es una expresión que se queda corta, estamos “radicalizados”.

Es fácil culpar al conflicto de nuestras enfermedades sociales. Hemos sido históricamente una sociedad de castas, corrupta, de doble moral, que promueve la separación social, reacia a los cambios e inmovilista.  Y aunque muchos componentes de la sociedad no fueron afectados directamente por el conflicto interno, pero sí por la cultura de la corrupción y la doble moral que nos acompaña desde la conformación de la república, existen voces que intentan socavar los esfuerzos de paz, con el único propósito de destruir lo poco que se ha avanzado. 

Es duro admitir que muchos de nosotros no fuimos afectados por la guerra directamente en las ciudades de Colombia, pero no podemos hablar de una ignorancia al respecto. Los gobiernos, los medios de comunicación y nuestros círculos sociales se encargaron de velarnos una realidad, que sí vivían millones de colombianos y era la guerra. La verdad nos la contaron a medias desde siempre.  Mientras muchos teníamos una vida relativamente tranquila y con comodidades, había una Colombia que se desangraba y eso fue lo que se destapó con la firma de la paz. 

Por eso nos duele ver esa realidad, por eso seguimos insistiendo que la culpa es del “otro”, no de nosotros mismos, insistiendo en una confrontación inútil, una guerra de sombras.  Esas sombras salieron y se mezclaron en nuestra sociedad y es lo que no queremos aceptar.  Que esas sombras existen y son iguales a nosotros, como si nos miráramos en un espejo. La verdadera paz se encuentra en aceptar eso que surgió de los acuerdos de paz, y que se llama componente humano. 

Colombia se comporta como Grace Stewart (Nicole Kidman), la protagonista de Los otros, la magistral película de Alejandro Amenábar, uno de mis directores preferidos iberoamericanos. Una mujer que se rehúsa a ver la realidad al finalizar la Segunda Guerra Mundial. No permite que la luz traspase las ventanas de su casa, porque no acepta los estragos que la guerra dejó en su vida. Para poder enfrentar esa realidad tan dura que es la guerra, sin maquillar con ninguna palabra la “muerte”; ella se apega a la religión y al pasado, lugar dónde se siente segura y protegida. Al igual que Stewart, alguna vez tendremos que dar una mirada a esos álbumes post mortem. Es la única forma que tendremos de seguir adelante y cerrar las heridas, para eso necesitamos evolucionar.  Mientras no se haga, Colombia seguirá siendo una sociedad enferma, llena de encono y cerrazón, opuesta a toda evolución. Amenábar deja claro que son las mujeres las que pagan el precio más alto de la guerra. Entonces tendremos que replantearnos esa realidad de género en la sociedad colombiana.

Nos ha costado trabajo deconstruir esa cultura de la guerra y construir una cultura de paz. Y cuando digo esto me refiero a todos. A mi sombra, a mi reflejo en el espejo, a todos. Somos una sociedad tan mezquina, que nos duele aceptar a los políticos y líderes que comandaron esa firma de paz. Muchos apoyamos el no en el plebiscito y ahora estamos arrepentidos.  ¿Por qué no lo hicimos antes, por qué no fuimos nosotros los que participamos si éramos tan hábiles, por qué no construimos esos puentes?  Nuestra sociedad es violenta y eso es lo que nos duele, somos mercenarios, tenemos la marca en nuestro ADN. 

Pero está siendo mucho más difícil afrontar esa realidad, ese reflejo que vemos de nosotros mismos, teníamos esa guerra oculta a los ojos de muchos, como si ese tema fuera algo lejano que no nos competía. ¿Qué es más fácil, destruir los acuerdos para tapar esa realidad? La paz se hace entre guerreros y así la debemos aceptar. Nos están ofreciendo a todos una oportunidad histórica, de tener una vida mejor y no nos gusta, por el contrario, nos duele.

Tenemos que convivir con estos hombres y mujeres que quisieron dejar las armas porque estaban cansados de la guerra y ya no creían en ella. Ellos los “otros”, también tienen que convivir con nosotros, seguro tampoco es fácil para ellos. Hubo abusos de ambos lados y eso también nos duele. No podemos seguir haciendo caso de los melancólicos de la guerra, de los que lucharon y quieren seguir insistiendo que no son culpables, con el único objetivo de tapar sus pecados ante la sociedad.  Por eso es mejor sostener la teoría de la confrontación, para que nada se desvele. Por eso es mejor que la luz no entre por las ventanas. 

La cultura de la guerra continúa en la psique de los colombianos; no es sólo física, también es psicológica y cultural. No podemos seguir contaminado la mente de las nuevas generaciones con el único objetivo de ocultarles una realidad histórica, para que no sepan que nos equivocamos. Lo que debemos enseñarles es la “no repetición” de estos hechos, con nobleza, humildad y sin miedo.  Construir una cultura de paz, una nueva sociedad, un hermoso legado. Una amnistía general podría ser una nueva forma de empezar, de partir de cero.

Durante años, Colombia ha vivido al son de guerras de palabras, recuerdos magullados, identidades falsas y asesinas, autoritarismos, crisis sociopolíticas, económicas y medioambientales. Abrir el camino para un futuro mejor no es errar.

En esta titánica saga colombiana, muy similar a un choque, los héroes han desaparecido; dando paso a demagogos, corruptos, medusas, brujas, hechiceros, montañas de basura, criminalidad, monstruos, escorpiones, sacrificios humanos y maleficios del Hades. Sí, la maldad se pasea por nuestras calles, penetra nuestra vida a diario, y sin embargo creemos que sostener el choque entre titanes es nuestro destino.

Después de casi sesenta años de un conflicto interno, y de cinco años de una firma de la paz, del final de los combates, es triste observar que el país no está en modo de “posguerra”. De hecho, la guerra continúa y las lecciones que deberían haberse aprendido no se pudieron enseñar. Precisamente porque no se llevó a cabo una verdadera pedagogía de la paz. A pesar del trabajo y las iniciativas de algunos grupos e individuos, que apuestan por la convivencia y un sistema sociopolítico, que asegure la unidad entre las diversas voces de los colombianos, todavía no vemos el camino despejado.

Una cosa es silenciar las armas, hacer desaparecer las fronteras terrestres y mentales, tratar de provocar felicidad, prosperidad; y otra es restablecer el contacto entre comunidades y crear vínculos sólidos, más allá de la disensión y las divisiones. En otras palabras, es aceptar una nueva realidad y acoger a los que abandonaron la confrontación, como si fueran los nuestros, no los otros.  

Cómo pensar vivir una catarsis saludable, cuando el Titán de la guerra convive entre nosotros y constituye el telón de fondo de la Colombia contemporánea. Esta cultura se impone como la realidad de la vida diaria, física y virtual. Con su séquito de genios y demonios enciende espíritus, siembra discordia y devasta vidas. Arghh… como dice mi sobrina cuando algo no le gusta.

Ese círculo vicioso de opresores y oprimidos, acaparadores de poder, indigentes, chivos expiatorios… no, no, mil veces no. Esa no es la Colombia que yo quiero. Cada momento que pasamos bajo la influencia de la cultura de la guerra se profundiza la brecha entre todos los colombianos.  Santifica el asesinato de similares y diferentes, trivializa la muerte, como si la vida no fuera un derecho inalienable. Y perdemos un tiempo valioso para reinventarnos y evolucionar. 

Esta cultura de la guerra también nos afecta como individuos, nos deprime muy profundamente, con todos los efectos psicológicos que esto produce y que no quiero nombrar. En Colombia hace muchos años no vivimos, sobrevivimos, parece que no nos damos cuenta. Esto afecta nuestra evolución, prohíbe cualquier reflexión crítica y bloquea la riqueza que pueda emanar de la diversidad cultural.

Mientras la cultura de la guerra siga arrasando en los corazones de los colombianos, los criminales seguirán perpetrando sus crímenes, las víctimas seguirán muriendo por nuestra negligencia y omisión.

Mientras exista esta cultura, continuará la destrucción de nuestros propios dioses.  Mientras la hegemonía cultural sea la de la guerra y no la de la paz, no seremos capaces de mantener la esperanza ante los inexplicables laberintos del pasado. Y mucho menos podremos con el insoportable presente que soportamos cada día y que cada día se vuelve más insoportable. Necesitamos transformar el dolor, en un recuerdo fundacional, necesitamos solamente retener la principal lección de la guerra, de cualquier guerra: que no vuelva a suceder.

Enfrenta la realidad, Comején. Como ella

Activista Trans. Natural de Panamá. Padre venezolano y madre colombiana. Adelantó estudios de leyes y filosofía hasta que descubrió que lo suyo era el baile y la bohemia. Decidió entonces echarse a la calle. Su vida transcurre entre Cali y Buenaventura. Integrante de la última linea.

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