Maurizio Sarri, técnico del Nápoles en 2017, sentenció lo que puede ser para un rival jugar en campo contrario: “No creo que haga falta mandar ningún mensaje para la vuelta. San Paolo va a ser un infierno”.
La realidad es que a nadie le gusta jugar de visitante. Josep Guardiola, por ejemplo, se quejaba de la altura del césped en diversos estadios en los que el tiki-taka del Barcelona de Messi, Iniesta y Xavino podía circular con normalidad lejos del Camp Nou. En América Latina, en las eliminatorias para los mundiales, más vale ir preparados para la guerra en campos contrarios. Los colombianos invitan a jugar en un estadio a casi 50 grados en mitad de la tarde y sin atisbos de aire refrescante; los argentinos rodean los hoteles del rival la noche antes del partido y no dejan dormir a nadie; los mexicanos les dan serenatas de mariachis de tarde, noche y madrugada a los rivales recién llegados; los bolivianos desafían las leyes de la naturaleza y hacen jugar a más de 3.000 metros de altura a deportistas que, habituados a jugar en Europa, apenas conocen los campos a 500 metros sobre el nivel del mar; y en Asunción, Paraguay, hasta la policía ha entrado a dar palos a los jugadores rivales.
La selección colombiana, por ejemplo, nunca podrá olvidar la eliminatoria del mundial de Italia 90. En 1989, tras permitir un juego brutal contra los colombianos, el árbitro chileno expulsó a Leonel Álvarez, dejó de pitar un penal a favor del combinado amarillo y, ¡en el minuto 94!, decretó pena máxima en favor de Paraguay. Los jugadores colombianos protestaron airadamente al árbitro y la policía paraguaya ingresó al campo de forma violenta para poner en cintura a los visitantes. Cuenta la leyenda que el colombiano Bernardo Redín se enfrentó con un fotógrafo y que el embajador de Colombia tuvo que intervenir para que el periodista no denunciara penalmente al vallecaucano. Relata Chilavert que antes de cobrar ese penalti —el primero de su carrera como especialista en la pelota quieta— René Higuita se le acercó e intentó desconcentrarlo. Vas a fallar, te voy a tapar el penal, decía Higuita. Chilavert entonces comenzó a reírse, para mayor enfado de René:
— ¿De qué te ríes? – Preguntó el colombiano
— Es que por fin encontré una persona más fea que yo – respondió Chilavert
¿Por qué entonces el periodismo se ha obligado a jugar en campo contrario durante los últimos 15 años?
El periodismo en medio de un basurero
Hace más de una década los medios grandes y pequeños, los expertos y los novatos, los periodistas famosos y los desconocidos solo tienen una respuesta: ¡Es que hay que estar donde está la gente!
Pero no es su campo natural. De hecho, el campo rival se ha convertido en el principal escollo para la libertad de expresión, ha sido la herramienta fundamental para establecer la pandemia de la desinformación y ha cooptado todo el negocio publicitario, lo que ha supuesto la crisis más importante de los medios de comunicación en su historia. Pero la respuesta sigue siendo la misma: ¡Es que hay que estar ahí!
Muchos se quejan de los insultos y agresiones verbales que reciben allí, en el campo contrario. De lo imposible que es establecer un diálogo, del ejército de bots que inunda esa supuesta discusión pública plural que algunos aún dicen que existe en el campo rival. Muchos periodistas también han informado cómo desde el campo contrario se han construido millones de mensajes y movimientos —trending topic— en contra de las mujeres, en contra de los migrantes, en contra de las razas y de las culturas, de la democracia. Otros y otras periodistas también han informado sobre cómo en el campo rival se ha alimentado el odio, la polarización, el rechazo al otro. Pero la respuesta sigue siendo la misma: ¿Cómo no puedes tener Twitter o Instagram?
Jugar en el campo contrario ha hecho que los periodistas se adapten a las reglas del rival. A sus formatos minimizados, a la polarización, a la guerra sucia para alimentar la audiencia. Pero en términos periodísticos, la credibilidad y la propia audiencia caen al tiempo que los medios aumentan su número de seguidores en Instagram y Twitter —ahora en Tik-Tok y Twitch—. ¿Aún se preguntan por qué no funciona su modelo de negocio? La calidad se ha convertido en muchos titulares de 280 caracteres, sin profundidad, perdidos en el scroll infinito del muro de una red social. Dentro de las noticias hay miles de errores, de faltas, de poco cuidado porque el periodista ya debe pensar en el siguiente tuit. No le importa el lector, pues el lector no leerá su noticia perdida en la maraña del mercado de las verdades. Piensa en titulares, o mejor en click-baits que atraigan al lector para que pase unos segundos en su campo. Pero en su campo todo funciona con las reglas impuestas del campo contrario. La distribución de noticias, los titulares, y hasta se usa el campo rival como fuente de información. Y la respuesta sigue siendo la misma: ¡Es que hay que estar donde está la gente!
¿Cómo puede el periodismo competir contra la desinformación en el mercado único de las verdades cuando las reglas las impone un ingeniero o un algoritmo, una única empresa sin consenso democrático alguno, sin ley que la regule? ¿Cómo puede competir el periodista en el terreno rival si el rival quiere quedarse con todos los recursos que necesita el periodismo para sobrevivir: la publicidad y la atención de los lectores? ¿Por qué han terminado los medios de comunicación por interiorizar y hacer suyas las reglas que hacen que el propio periodismo se autodestruya, tanto en calidad como en modelo de negocio? ¿Puede un periodista competir contra la desinformación —y vencer— en ese fangoso terreno rival si las propias reglas deontológicas lo dejan en desventaja ante el poder emotivo de las fake news? ¿Pueden en realidad sentirse cómodos los periodistas en ese mercado? ¿En realidad tenemos que estar allí?
El campo rival —Facebook Inc., Twitter, Tik-Tok y Twitch— es un infierno para el periodismo. Como San Paolo o Defensores del Chaco para los equipos rivales. Han cambiado las reglas del juego y definen el tráfico de la mayoría de la información periodística que circula por el planeta Tierra. ¿Por qué debemos aceptarlo? Si antes el monopolio de la información en gobiernos autoritarios era denunciado a todos los vientos, hoy parece que la concentración de los canales de distribución para los medios de comunicación de todo el mundo —¡en solo cuatro empresas privadas!— es una buena noticia para la libertad de expresión. Hasta los propios medios parecen haber interiorizado y asumido el mensaje. La realidad es que nunca en la historia de la humanidad la comunicación ha estado tan concentrada y, dado el salto tecnológico, tan controlada y supervisada. Pero la respuesta sigue siendo la misma: ¡No puedo creer que un periodista no tenga Twitter o Instagram!
En Nápoles, en Asunción, en La Paz o en Barranquilla, los equipos rivales juegan en condiciones muy adversas, pero aun así tienen posibilidades de sacar un buen resultado. Al fin y al cabo, es una disputa deportiva de once contra once. Con un poco de suerte y mucho trabajo se puede sacar un buen resultado.
Pero ganar en las redes sociales, en el lodo, en el basurero, en una pelea de David contra Goliat en la que, además, no se conocen las reglas del juego, es imposible. El futuro del periodismo pasa por exigir y pensar una nueva respuesta: ¿por qué debemos estar allí?
¿Por qué mejor no nos vamos?