En el año 1973, Larry Harlow, uno de los soneros más grandes de todos los tiempos interpretaba en Nueva York una salsa de timbales robustos y metales afilados con los que pretendía protestar por la invasión gringa en Vietnam.
Hace unos diez años en el Poble Espanyol de Barcelona, yo bailaba y cantaba esa canción como si la supiera de siempre. Cantaba con los ojos cerrados mientras la brisa fresca del verano acariciaba mi rostro. Cari-Caridad era más que una canción. De repente mis pies se movían solos, mi alma flotaba, estaba conectado con el nombre de esa abuela que nunca volví a ver.
Caridad, la que pudo ser mi abuela, pero no fue, nació en Baranoa, un pueblo a cuarenta minutos de Barranquilla que durante el siglo veinte no conoció el agua potable. Caridad para mí siempre fue vieja, arrugada, robusta, piel curtida y el pelo plateado y ensortijado. Nunca lo sabré, pero tal vez sus ancestros nacieron en el Congo, Senegal o Angola.
Caridad contribuyó –por llamarle de algún modo– a mi abuela con la crianza de mi madre y sus otros tres hijos. A mi mamá la ayudó veinticinco años después con mis cuidados de recién nacido. Cuando ya no podía trabajar más, sin pensión decente ni ningún tipo de seguridad social, su hija Consuelo la reemplazó hasta envejecer.
Solo cuando viajé a Francia por primera vez, cuando recorrí ese museo del expolio a cielo abierto que es París, pude empezar a entender la colonización que llevo por dentro, esa que me supera y me enceguece, de la que sigo siendo víctima y victimario. Esa colonización que ha determinado mis gustos, mi forma de ser y de hablar. Ese racismo y clasismo que atraviesa lo material y lo espiritual, mis monedas, mi acento, mis pasaportes, mi bandera, mi historia, mis creencias, mi música, mi dignidad.
El hijo de Consuelo tenía mi edad, pero nació mucho más pobre y con un problema en la pierna derecha que le impedía caminar con normalidad. Me consta que mi familia le daba regalos, le compraba medicinas, le pagaba las operaciones y le apoyaba con algo para la educación. Como siempre ha hecho la clase media y la acomodada, casi sin darnos cuenta, nos beneficiamos de esa familia de negros y les dimos cosas que nos sobraban… meros actos de caridad.
El sábado por la noche en vísperas de las elecciones legislativas en Colombia puse la melodía de Larry Harlow a guisa de protesta contra la ocupación de Ucrania y contra los guerreristas de la OTAN. He bailado solo en casa pensado en los nadie, en el hijo del hijo de Consuelo que nunca conocí porque la vida no dio para más. Y tiene gracia que se llame Francia, como aquel país expoliador que me recordó no votar por compasión, por piedad, misericordia o postureo. El pasado domingo voté por las negras a las que mataron defendiendo la tierra antes de que yo naciera. Voté por las mujeres violadas, perseguidas y despojadas. Por las víctimas de la guerra. Por las que me criaron por unos pesos. Por las que me amaron sin que yo fuera su hijo. Por las que me ayudaron a descubrir que soy porque somos. Voté por Francia, la Márquez, por el símbolo, por la utopía, por Baranoa y sus cien años de caridad.