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Delirio americano

Centrándome en el asunto del “arte de la víctima”, creo que Granés señala una tendencia que merece ser criticada, aunque se equivoca de responsable. Porque sí, hay algo que merece ser visto con cuidado sobre la forma como se ha querido cerrar el asunto del pasado en varios de los países latinoamericanos como un pasado de victimización.

Libro "Delirio americano"

Cubierta de "Delirio Americano" del autor colombiano Carlos Granés

Reseña escrita por José Antequera Guzmán, Director del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación. 

Carlos Granés ha escrito Delirio americano reconstruyendo una historia cultural y política de América Latina para cuestionar la naturalizada celebración de lo que llama “arte de la víctima”. 

Según Granés, hay un hilo rastreable entre la concepción de América Latina y la búsqueda de identidad como reivindicación frente a los Estados Unidos, el nacionalismo, el uso del indigenismo en el arte legitimador del poder político, el populismo y su explotación de ese y otros elementos del pasado de la región, el posicionamiento del populismo de izquierda y su recurso a un pasado de “victimización” y el advenimiento, en consecuencia, de una ideología y de un arte de la víctima progresista que deben ser cuestionados, entre otras, por lo que significan para la democracia. Porque son la demostración del desprecio y la pretensión de uso de lo democrático que atraviesa nuestra historia y que desemboca en un presente en el que “el discurso moralista se apoderó del debate público”. 

En su reconstrucción, brillante y muy interesante, hay un vacío transversal de fondo. En eso que Granés llama el populismo latinoamericano, más que la influencia de Perón, que seguro ha existido en alguna medida, ha pesado la necesidad legítima de tantos proyectos políticos en la región de desbordar los límites de la militancia y así disputar en serio el poder por una vía diferente a la de la lucha armada. 

Ha sido una línea política democrática la determinante en la defensa y avance de la democracia en términos electorales en Uruguay o en Chile, la que permitió la reducción inmensa de la desigualdad en Bolivia con el MAS o en Brasil a partir de los gobiernos del PT, por vías electorales. Una línea democrática que empujó en Colombia la elección popular de alcaldes y la necesidad de una constituyente desde la Unión Patriótica, en una disputa real con la línea guerrerista que comandó a las FARC durante años; y que después del genocidio no ha hecho otra cosa que demandar justicia ante el Sistema Interamericano de derechos humanos, que no es precisamente un invento populista. 

Sí, de Fidel Castro y Hugo Chávez se habla mucho en América Latina. ¿Quién es responsable de eso? ¿La izquierda populista de la que se dice que les tiene como referentes y que tiene más mártires por la democracia que gobernantes en su panteón, o los medios de comunicación que han magnificado las alarmas ante el supuesto peligro de que cualquiera, desde Jacobo Arbenz, conduzca a la región al estalinismo?

Centrándome en el asunto del “arte de la víctima”, creo que Granés señala una tendencia que merece ser criticada, aunque se equivoca de responsable. Porque sí, hay algo que merece ser visto con cuidado sobre la forma como se ha querido cerrar el asunto del pasado en varios de los países latinoamericanos como un pasado de victimización. Pero es falso que la teología de la liberación o las ideas del EZLN expresadas por subcomandante Marcos hayan sido las que “mundializaron” los fundamentos de un reclamo de victimización que ciertamente se ha popularizado al punto de su banalización. 

Es cierto el ataque a millones de personas inermes como parte fundamental de las estrategias antinsurgentes e insurgentes en la región. Millones han sido víctimas, literalmente, de las estrategias de tierra arrasada o de quitarle el agua al pez, costos necesarios de la revolución o del progreso. No puede ser que los que han denunciado eso, los curas que han construido bancos de datos determinantes de los informes de las Comisiones de la Verdad o el vocero de los pueblos indígenas de la selva Lacandona en México, hayan tenido que callarse para no desatar la tendencia que se ve, entre otras, en el “arte de la victima”. 

Habría que ver, por ejemplo, qué tan determinantes han sido las políticas de tratamiento del pasado que han confundido la creación de esquemas de justicia transicional con la reducción de la experiencia vital de quienes son víctimas ante el derecho, a la experiencia de dolor y el sufrimiento como núcleos de transmisión de lo memorable. ¿Eso de que “la pelea entre cultura y capitalismo se acabó” tendrá algo que ver?

Sí, la democracia necesita de una comprensión abierta sobre el pasado. Con reconocimiento de los hechos que conceden la condición de víctima a una persona, pero también con reconocimiento de otros valores como la transgresión y la resistencia frente al autoritarismo. Más cierto aún es que la democracia necesita, no sólo una concepción crítica del pasado con el señalamiento de responsables, sino una concepción autocrítica de la historia que no ha tenido espacio en el relato que hoy se cuenta sobre lo que somos y sobre lo que hemos vivido, y que eso tendría que tener implicaciones de apertura en el arte. 

Tenemos que emprender el diálogo público y abierto sobre visiones que hemos naturalizado: sobre la política que considera a la cultura como entretenimiento que debe monetizarse; sobre la cultura que considera a la política como guerra de relatos. Sobre la memoria que hoy significa reconocer la relevancia de la experiencia de sufrimiento y el imperativo de su rechazo, pero sin eclipsar la complejidad de la experiencia histórica a favor del arte sin apellidos. 

Con Antonio Gramsci reafirmo que una cosa es recordar y otra pensar, y que la cultura y la memoria son para lo segundo. No hay discusión en eso. 

Equipo de redacción El Comején.

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