Todas las guerras son diabólicas, las de ayer, las de hoy, las de siempre. Los habitantes de los territorios en Colombia lo saben muy bien, pues llevan décadas sufriéndola en carne propia sin recibir la solidaridad reflejada en políticas claras de paz por parte de ningún gobierno. Por ello, escuchar a un personaje tan guerrerista y contumaz como Iván Duque repudiar ante la ONU la invasión rusa a Ucrania y hablar de paz y democracia sin apenas sonrojarse, además de ser un chiste de mal gusto, genera una profunda indignación, no solo en las víctimas, sino en todo aquel que conozca la forma tan descarada como su gobierno ha cercenado la paz y se ha dado a la tarea de incendiar el país.
Que en un territorio fértil para el cultivo de la hoja de coca, rico en petróleo y recursos naturales se junten la guerrilla, los paramilitares, las multinacionales y el Ejército, es para echarse a llorar. Esto pasa en el departamento de Arauca. En esa zona que linda con la región del Apure venezolano, la firma del Acuerdo de Paz no se ha sentido. Por el contrario, la guerra que libran el ELN, -instalado en la región hace más de treinta años bajo el amparo de la Guardia Nacional venezolana, (acampa a sus anchas al otro lado de la frontera)- y el Frente Décimo de las disidencias de las Farc al mando de Gentil Duarte, unido a la presencia represiva del Ejército Nacional, hacen de esta región un campo de guerra en el que quien se defiende de inmediato es atacado por cualquiera de los actores en conflicto y declarado objetivo militar.
Ejercer el liderazgo en la región es una tarea de valientes. La defensa de los recursos, la tierra y la dignidad, supone poner la cabeza a las puertas del cadalso, porque ninguno de los actores perdona que se defienda el derecho a la vida. Como si no fuera poca la violencia que siembra la guerra del Estado a la insurgencia, el enfrentamiento de las guerrillas por el control del narcotráfico deja un reguero de muertos que horrorizaría a cualquier demócrata, menos al Gobierno Duque y su ministro de Defensa, lógicamente.
Los líderes sociales en peligro
Son muchos los líderes y defensores de derechos humanos que han sido asesinados, desplazados y estigmatizados por plantarle cara a esta guerra tan larga y a la vez tan ignorada. Sonia López, la presidenta de la Fundación Joel Sierra (corporación de defensa de derechos humanos que aglutina organizaciones campesinas, indígenas, sindicales, comunales, juveniles y de mujeres en Arauca), lleva toda su vida sufriendo y buscando soluciones a esta guerra, pues desde el vientre ya tuvo que sentir la tensión que genera encontrar un lugar dónde vivir en paz.
Sus padres, una pareja de campesinos santandereanos, iniciaron el éxodo hacia Arauca buscando un pedacito del mundo en el cual criar a sus hijos alejados de la violencia y así llegaron a Fortul. Ellos fueron de los primeros colonizadores en una región donde estaba todo por hacer y para hacerlo, se unieron al proceso asociativo de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC) buscando un plan de vida en comunidad que ofreciera un futuro digno a sus hijos.
Mucho antes de nacer, el futuro de Sonia López ya estaba ligado a la vida asociativa y al proceso comunitario. Primero, acompañando a sus padres y luego, desde los nueve años, como parte de la Asociación de Jóvenes Campesinos. Una vez instaladas las multinacionales petroleras en la zona, con el constante accionar paramilitar y ante los asesinatos selectivos de líderes de la Fundación Joel Sierra; Sonia, junto a un grupo de jóvenes en su intento porque con el asesinato de sus líderes no muriera también la Fundación, asume la defensa de los derechos humanos de sus asociados y luego de un trabajo arduo y una trayectoria en el liderazgo social por varios años, cogió las riendas de la Fundación hasta llegar a ser presidenta.
Arauca parece tierra de nadie y a la vez todos los actores violentos se creen los únicos con derecho a permanecer en pie en ella. Son los líderes inermes como Sonia y otros tantos titanes los que ponen el pecho a esa guerra de todos contra todos en la que, cuando el Estado hace presencia, lo hace para disparar a todo lo que se mueva asesinando inocentes sin ningún miramiento. Los amenazan la guerrilla y los paramilitares y, por si fuera poco, el ejército no deja de poner los ojos en ellos. Los acusan de guerrilleros y cuando sus nombres aparecen en audios de wasap en los que los insurgentes los amenazan, o publican sus fotos en panfletos que circulan por toda la zona declarándolos objetivo militar, miran para otro lado ignorando sus denuncias.
Los atentados
Para Arauca el 2022 comenzó negro. Desde el pasado 2 de enero el ELN y las disidencias libran una batalla sanguinaria que siembra muertos por doquier, (algunos ni siquiera identificados) sin investigaciones concluyentes. La presencia del Estado en la región se concentra en proteger las explotaciones petroleras y la frontera, pero la defensa de la ciudadanía y el apoyo movimiento social es nulo. El Ejército estigmatiza y está en la zona para realizar perfilamiento y seguimiento descarado a los líderes. Allanan sus casas, las sedes y cuando éstos denuncian, como el 19 de enero cuando estalló un carro bomba en Saravena frente al edificio en el que se resguardaban de las balas 56 líderes con sus familias; y que servía de sede a siete organizaciones sociales amenazadas, entre las que se encuentra al Fundación Joel Sierra, no tomaron ningún tipo de acción para proteger a nadie.
La intimidación que ejercen las disidencias se está viendo materializada en asesinatos de líderes sociales, de miembros de juntas comunales, de dirigentes de proyectos productivos y de organizaciones comunitarias y sindicales. Nada más en lo que va corrido de este año se han registrado 150 homicidios, entre ellos ocho líderes y un firmante de Paz. Vidas fragmentadas, familias dispersas y proyectos vitales en el limbo de la desesperanza es lo que está dejando esa “paz con legalidad” que tanto predica el Gobierno central.
Para salvar su vida -luego del atentado con carrobomba en el que por poco pierde su vida-, la líderesa Sonia López tuvo que sacar a sus hijos de la región y salir del país. Desde el exilio en Europa no paró en la denuncia de la grave situación humanitaria en su región. Aunque son muchas las organizaciones internacionales que se empeñan en apoyar, acoger y facilitar los medios para la difusión de las violaciones a los derechos humanos, los gritos de auxilio siguen cayendo en tierra árida porque la situación en Colombia, de momento, no cambia.
En la reivindicación del atentado por parte las disidencias de las Farc, todos los movimientos sociales fueron acusados de pertenecer a la estructura urbana del ELN y, en un subterfugio macabro, pidieron disculpas a la población civil por los innumerables daños causados en las tres cuadras a la redonda afectadas por la detonación. Exculpación siniestra, que trata a las organizaciones sociales como sujetos beligerantes y a los defensores del territorio y los derechos humanos como enemigos que no hicieran parte de la población civil. Y, como todo lo que está mal tiende a empeorar, en breve, las multinacionales petroleras Serracol Energy -antigua Occidental-, Parex, Ecopetrol y Znith Energy presentes en la zona, comenzarán la explotación de tres nuevos proyectos petroleros en el departamento, algo que, como respuesta lógica, derivará en el recrudecimiento de la tensión en el territorio.
De momento, Sonia ha logrado salvar su vida gracias a la acción rápida de la Red de Hermandad y Solidaridad con Colombia que la trajo en una gira de sensibilización internacional. Su exilio ha sido temporal porque en su plan de vida no contempla otra actividad que no sea el trabajo en pro de la comunidad y en defensa del territorio y sus recursos. “En Colombia están mis hijos, mis padres, mi familia, mis amigos y toda la gran red que conforma el movimiento político de masas. Yo soy lo que soy gracias al proceso organizativo en tantos años de trabajo en los que he aprendido que el territorio va más allá de un pedazo de tierra, sino que es todo lo que construimos a diario, lo que no se ve, pero que se siente y que en últimas le da sentido a la vida” – afirma Sonia.
Abandonar el proceso social sería para la líder como olvidar a todas las víctimas asesinadas, a los que dejaron su vida por otros, a los desaparecidos y a los detenidos en su búsqueda de la paz. Su compromiso ético y político con la memoria de los muertos y con la lucha de los vivos que apuestan por la transformación de la realidad violenta, es más fuerte que el miedo a un atentado.
“Utilizamos el humor y las ganas de estar juntos para resistir, para que nada nos asuste y el terror no nos aísle, nos paralice o nos divida, porque eso nos haríamos vulnerables ante el peligro. Los sicólogos, los trabajadores sociales o los terapeutas durante todas las muertes y los atentados hemos tenido que ser nosotros mismos, agarrándonos de esa red de apoyo y de escucha que creamos y por la que no concibo otra alternativa distinta a estar en la región. A veces no es tanto la escucha, a veces sólo estamos ahí para abrazarnos y sentir eso que sana y da fuerzas para seguir”.
Los tres hijos de Sonia, al igual que ella, nacieron y hacen parte del proceso comunitario. Saben de los riesgos que ello acarrea, pero, aun así, son jóvenes que están dispuestos a tomar las banderas de sus padres, de sus abuelos, de sus ancestros y de todas las víctimas de esta guerra que no acaba. Saben que a ellos les deben el continuar en el empeño por llevar paz al territorio, por contribuir a que los actores enfrentados se sienten, dialoguen y lleguen a acuerdos de convivencia, porque heredaron la certeza de que la vida es posible y la esperanza de que la dignidad humana se nos debe hacer costumbre.