Ella, esa madre soltera a la que nadie ha regalado nada. Ella, la que conoce el hambre y la exclusión en una sociedad en su mayoría machista, clasista, racista y violenta. Ella, que sabe lo que significa para una mujer negra y pobre acceder a las oportunidades de educación, salud y trabajo. Ella, la víctima de un Estado que amenaza, que desplaza y que asesina. Ella, la sobreviviente a un atentado criminal. Ella, la minera, la lidereza, la empleada del hogar, la mujer que con mucho esfuerzo se hizo abogada para defender la dignidad de los suyos y de su territorio.
Ella, la negra de Yolombó, será la encargada de devolverle la decencia y darle sentido al cargo de vicepresidenta en Colombia, -esto, lógicamente, si la mano negra que aprieta el gatillo o saquea los votos, es neutralizada en su intento por impedirlo-.
Con el mero hecho de ser honesta y pudorosa en el manejo del poder, Francia Elena Márquez Mina superará con notables el bajísimo listón que deja Martha Lucía Ramírez, la corrupta y tristemente célebre primera mujer colombiana en llegar al segundo cargo del país. Sin pisar Harvard y sin ser la heredera natural de una casta de oligarcas políticos, es una activista que desde los 14 años defiende el medioambiente y la vida, que se ha esforzado por superarse, por estudiar y por aprender.
Su experiencia en la vorágine burocracia es débil, pero si se deja asesorar de los mejores, si se rodea de técnicos y especialistas con el conocimiento requerido para los menesteres de su oficio, y no se desvía de la coherencia y honestidad con la que hasta el momento ha hilado su liderazgo, seguro que sentará las bases para que la inequidad, la desigualdad y la muerte dejen de ser los únicos accesos posibles para el grueso de los colombianos.
Con Francia llegarán los colores, la música, la cultura negra, los atuendos tradicionales y ese lenguaje inclusivo que tanto escuece a los medios tradicionales, a la gente de bien y a ese país centralista, patriarcal -y muy a su pesar, criollo- que cuando no se mira el ombligo, desde la difusa panorámica de su club social fija la vista en Miami, en su imaginario delirante de sentirse siempre “de mejor familia”. Ese centro que desprecia las regiones con sus tradiciones, con sus infinitas formas de entender la vida, con su diversidad, con sus luchas por no dejarse desaparecer del mapa, con su cosmogonía, con su amor y respeto por sus territorios y sus mayores, ese que tan fácilmente adoptó el lenguaje sicarial, es el mismo que niega, se burla, critica y menosprecia al que incluye a los ancestros de los negros, de los indígenas, de los labriegos de la tierra y, en su infinita ignorancia y en su arribismo demencial, desconoce que, en últimas, son sus mismos ancestros.
La abolición de la esclavitud no liberó del todo a los negros en Colombia, porque si bien la compraventa de su humanidad dejó de existir en 1851, la mentalidad del hombre blanco (criollo) nunca superó del todo su libertad, y con desprecio creó un abismo de desigualdad entre los territorios negros y los latifundios blancos, que el conflicto interno y la tecnología pusieron sobre nuestra mesa reflejándonos una realidad tan triste como desalentadora.
Una de las grandes enfermedades que padece Colombia es el racismo y el clasismo estructural que nos aísla y nos separa como si no fuésemos todos hijos de la misma tierra. En esta esquina del mundo existen muchos códigos no escritos tan arraigados y absurdamente naturalizados en el imaginario, que repetidos de generación en generación son la gasolina de la aplanadora estatal que margina y violenta sistemáticamente a esos “nadies” que quiere visibilizar Francia y que tan bien describió Eduardo Galeano en El libro de los abrazos.
Los colombianos nos hemos carcajeado hasta la saciedad de la condición de los afrodescendientes, de los campesinos, de los raizales, de los indígenas, de los palenqueros, de los feos, de los gays, de la comunidad trans, de los pobres. Hemos asumido como “humor” la ofensa, la crueldad, la caricaturización y los estereotipos atacando en la dignidad a nuestros hermanos y nos hemos hecho tanto daño que desalambrar ese camino de agravios y exclusión es la gran tarea que nos debemos como sociedad, y que muy seguramente, con una mujer como Francia Márquez en la vicepresidencia y en un ministerio de igualdad, podremos, en un futuro próximo, llegar a acariciar.
La igualdad que promulga la Constitución lleva treinta años esperando a que la dotemos de contenido real, a que la saquemos a la calle, a que nos la apropiemos, porque no podemos seguir tratándonos de forma distinta como si cada estrato social, cada condición sexual o cada color de piel con el que nacemos fueran irreconciliables o intocables. ¡No, ya basta! Necesitamos igualdad, erradicar lógicas coloniales y patriarcales que nos han minado como seres humanos y nos han degradado como sociedad. Los nadies están cansados de las infinitas formas de violencia con las que arrogantemente se les ha estigmatizado y menospreciado, negándoles las oportunidades de ser, de estar y vivir dignamente.
Gustavo Petro, Francia Márquez, y todos los líderes a lo largo y ancho del país que creen e integran el proyecto del Pacto Histórico tienen en sus manos nuestros sueños, nuestro anhelo de equidad y el futuro de una juventud que extenuada se pierde en la desesperanza. En cuatro años no se pueden cambiar todas las cosas, pero sí se pueden cambiar muchas cosas. Sembrar la semilla de la transformación y transgredir la lógica de la muerte, del despojo, de la miseria, de la mezquindad, de la forma en como hemos entendido el hacer y el quehacer de la política, es sin duda ese gran reto que nos compete a todos como sociedad y que no podemos seguir aplazando.
La Colombia profunda está viviendo un momento de ilusión que tiene grandes probabilidades de materializarse el 29 de mayo, cuando el progresismo abra paso a la reparación histórica de los nadies en forma de respeto a su vida y a sus derechos humanos, mediante las oportunidades de educación de calidad, salubridad, desarrollo, empoderamiento y reconocimiento en la sociedad porque, después de tantos años de guerra y genocidio, se nos está abriendo una posibilidad para creernos que no todo está perdido.
Todavía tenemos algo por hacer y es salir a votar para conseguir el triunfo en la primera vuelta y llevar a esa negra hermosa y valiente de corazón bonito a la vicepresidencia de Colombia. Aprovechemos la enorme posibilidad que tenemos de achicar el mar de diferencias que nos separa y atrevámonos a esa juntanza que tanto necesitamos. Pensémonos en colectivo y sin tregua generemos la dinámica de la vida que tanto se nos ha negado. Sintámonos familia para que algún día los descendientes de esta Patria Boba puedan, por fin, creerse que Colombia es el “mejor vividero del mundo”. Entre todos unamos fuerzas para empujar ese carro por el que llevamos años cruzando los dedos y clamando al cielo para que no se desbarranque.