“Viajar es un ejercicio con consecuencias fatales para
los prejuicios, la intolerancia y la estrechez de mente”.
Mark Twain
Visito las escuelas en bicicleta. Es un disfrute para los sentidos. El encuentro con los niños y los maestros me permite conocer sobre el terreno lo que se hace en las aulas. No llego manivacío, les llevo mecato y les regalo un cuento. Con esto rompo el hielo y me entero de sus proyectos, de sus avances y de sus carencias. Luego me desplazo a una de las casas de la vereda donde puedo dialogar con los padres, generalmente las mamás, que se las arreglan para brindarme un jugo, una aguapanela con limón o un tinto.
Les hablaré ahora de una de las escuelas a mi cargo. Esta escuela se había convertido en un enigma para mí: parecía invisible. Siempre que la visitaba nunca encontraba niños ni maestra. En una de mis primeras visitas me contaron que estaban en los cultivos de pinos; donde escucharían el murmullo del viento cuando pasa entre las coníferas, dialogarían con la naturaleza, aprenderían sobre ecosistemas, respirarían aire puro y sentirían el silencio que se aprieta entre los árboles. Luego palparían la piel de la tierra, caminarían descalzos, se acostarían y se dejarían llevar por sus balbuceos y sus olores. Según me enteré, mucho después, querían constatar varias hipótesis sobre los tipos de bosques, el tamaño de los árboles, de sus hojas y su relación con la calidad del aire, con la humedad y el origen y cuidado de los nacimientos de agua. Argumentos en pro y en contra de que se siguiera favoreciendo su expansión como fuente de explotación maderera, les permitiría –sobre el terreno- sopesarlos.
Días después regresé: de nuevo la escuela estaba vacía. ¿Se habían ido? ¡Era una escuela fantasma! Los vecinos dijeron que los niños se habían ido a caminar con su maestra por un bosque nativo. Iban aperados de termómetros, lupas, recipientes para toma de muestras, bolsas plásticas, un cuaderno y un lápiz. Sería un viaje para conocer toda la riqueza biodiversa que existe en nuestro trópico y podrían hacer contraste con su viaje anterior al bosque de pinos. Las palabras fotosíntesis, caducifolio, perennifolio, bosque primario, bosque secundario, reforestación, polinización, hospederas, simbiosis, hongos, entre otras, caerían entre los rayos filtrados por la luz solar.
No me gusta anunciar mi visita a las escuelas, me gusta llegar de sorpresa para ver a los niños y a los maestros en acción. Esto evita las presiones innecesarias y me permite observar la realidad de lo que trabajan en las aulas, conversar con los niños y con los padres. No me daría por vencido, quería darme cuenta qué era lo que sucedía en esa escuela que se tornaba inasible. De nuevo tomé mi bicicleta y me encaminé hacia Hueco Oscuro, así se llama la vereda. Ahora sí, pensaba mientras pedaleaba, seguro los encontraré. Al aproximarme a la enorme casa que hace las veces de escuela lo único que escuché fue el rumor de un riachuelo y los cantos de los pájaros que saludaban la mañana; de niños y de maestra, ¡nada!
Por los vecinos pude enterarme que estaban de visita en un trapiche panelero. Al parecer, querían conocer de cerca todo el proceso de los productos derivados del cultivo de la caña y sobre el manejo que se les da a sus residuos. De paso probarían el guarapo y alguna receta casera para la delicia de los niños.
Ya estaba inquieto, quería hablar con esa maestra viajera y con aquellos niños que vivenciaban la escuela fuera de sus paredes. Madrugué un poco más. Sentí el olor del café recién colado, lo fui paladeando lentamente mientras mis ojos se deleitaban con la policromía de la naturaleza y la alegría de las aves que celebraban el prodigio de un nuevo día. No es la tercera, la cuarta es la vencida, me dije y llenando mis pulmones del regalo de los árboles tomé camino hacia la escuela enigmática.
De nuevo, ¡nada! Solo el silencio de la escuela vacía. Ahora resultaba que se habían ido a una finca para compartir un platillo en fogón de leña, todo por invitación de Juan Diego, uno de los niños. Quería que sus compañeros conocieran su casa, su huerta y sus aves de corral. Luego me enteré que el platillo sería gelatina de pata. Días antes una vaca se había desbarrancado y aprovecharían el melado de panela para cocinarlo con los cartílagos y así aprender a hacer y degustar este apetecido manjar.
De nuevo tomé el camino de regreso. La verdad, iba muy contento. Esta no era la típica escuela de puertas cerradas en las que se repetía lánguidamente la lección. Esta era una escuela itinerante que se dejaba retar por las espinas punzantes del saber. Debía tener paciencia, cualquier día los sorprendería antes de partir o quizás cuando estuvieran de regreso en el sabroso balance de otro viaje.
No había de otra, debía llegar temprano, antes de comenzar la jornada, para unirme a una de sus clases festivas. Los tenues rayos del sol dejaban ver el revolotear de las mariposas, el frescor de la mañana me permitió disfrutar de los altibajos de la carretera. Tomé con ahínco la pendiente: ¡esta vez no se me escaparían! Entré a la escuela misteriosa, me desplacé por sus corredores; de sus vigas de madera colgaban helechos, anturios, cintas, sábilas y plantas florecidas que la llenaban de colorido. Sentí el olor de las hierbas plantadas en su huerta. Ya era la hora del inicio de la jornada. Nadie aparecía. ¿Y ahora qué?
Una vecina que me había visto llegar trajo un plato con un pocillo humeante de tinto, una arepa recién asada y un huevo frito.
-Profe, me dijo, hoy los niños tampoco vienen. Pero, siéntese y descanse.
– ¿Y por qué no tienen clase?, pregunté.
-Tienen clase, pero han decidido aprovecharla para acompañar a los familiares de don Erasmo, un líder social que fue asesinado por la cuadrilla de un paramilitar que apodaban El Puerco. Don Erasmo se destacaba por su liderazgo en favor de todas las causas que beneficiaban a su comunidad y hoy justamente se cumplen tres años de su muerte.
– ¡Ah!, por ese motivo no tienen clase, insistí.
-Claro que sí, profe, clase de humanidades.
– ¿Cómo así?, pelé mis ojos.
-Los niños tomarán, según acordaron con la maestra, flores de sus jardines y acompañarán a los seres queridos de Erasmo. Aprenderán principios básicos de solidaridad, de respeto por la vida y al recordar a este líder se comprometerán a continuar su legado como guardianes de los bosques, del agua, de la vida, de la tierra. Por instantes me sentí el más frío de los académicos. Me acababan de dar cátedra de cuidado, de empatía y de hospitalidad, en pocos segundos.
Todo estaba dicho. La maestra y su escuela móvil me tenían ya gratamente impactado. Sin embargo, quería escuchar de los propios labios de la profe qué sustento teórico y metodológico le daba a lo que estaba logrando con esta comunidad rural. Esa mañana volví a madrugar, llegué antes de las siete de la mañana. La maestra llegó con pasos pausados. Vestía yines, una camiseta de color lila y un sombrero alón. Con una amplia sonrisa me saludó.
-Señor rector, ¿qué vientos lo traen por acá?
-Varios vientos me han traído en otros días, pero no la he podido encontrar. Cuénteme, ¿de dónde esta idea de una escuela trashumante?, ¿en qué momento usted siente que esas continuas salidas le aportan al proceso formativo de los niños?
-La escuela debe estar, ante todo, viva, conectada con las necesidades de su entorno y con los proyectos personales de los niños. Con esa idea me trazo una agenda de trabajo de largo alcance, hago un cronograma para la semana y llevo la escuela a los espacios donde podamos aterrizar las teorías y poner en práctica los conocimientos. Esta escuela es Freire, es Freinet, es el aprendizaje activo, el creciendo y aprendiendo juntos de Vigotsky.
En tan pocas líneas de nuevo me dejaban callado. Me sentía anonadado. Como para calmar las aguas que me hacían poner colorado, osé preguntar:
– ¿Y en qué momento hacen investigación, entran a las grandes autopistas de la información, se nutren de las experiencias de otras comunidades del país y del mundo?
-Sin investigación y sin intercambio de saberes no es posible hacer reverdecer el conocimiento. Tenemos el laboratorio de la tierra a nuestras anchas, lo demás es confrontar ideas, conocer experiencias exitosas, replicarlas y compartir nuestros avances con otras comunidades de aprendizaje. Todo ello es posible por las redes virtuales. Un día cualquiera no salimos, nos quedamos en la sala de sistemas y realizamos trabajo investigativo: búsqueda de fuentes, triangulación de información, conceptualización y formalización de los hallazgos. Otro día tenemos clase virtual, con experiencias de profundización o en la búsqueda de insumos que les permitan socializar los resultados de sus investigaciones.
En ese momento entraron varios niños a la escuela. Llegaban conversando animadamente.
-Alirio, Elizabeth, Ricardo, Ana, buenos días. Nos acompaña el señor rector.
-Cuéntenme, ¿qué planes tienen para hoy?, pregunté, luego de darle la mano a cada uno.
Todos querían decir algo. Opté por darle la palabra al más pequeño y locuaz.
-Nos vamos a una finca que tiene un apiario. Vamos a conocer todo sobre las abejas. Será una experiencia fenomenal.
– ¿Te sientes a gusto en esta escuela de Hueco Oscuro?, le pregunté a una de las niñas.
-Cada día me levanto con la expectativa de lo que vamos a hacer. No veo la hora de llegar a mi escuela, de ir por distintos rumbos para aprender.
En ese momento llegó un niño de unos once años, de pelo rubio y crespo, con ojos pícaros y unas pecas que parecían salpicaduras de la tierra. Se acercó al corrillo y al escuchar la charla, con sus ojos inquietos nos hizo entender que quería hablar. La maestra lo animó.
-Amílcar, qué quieres aportar.
-No maestra, solo quiero decir que mis compañeros y yo tenemos en nuestras casas árboles que hemos sembrado con nuestras manos. Es hermoso ver cómo van creciendo con nosotros, más adelante nos regalarán sus frutos y su sombra. Tenemos nuestras huertas y animales de corral: gallinas, codornices, conejos y cuyes, que alimentamos con lo que nos da la tierra. En la escuela hemos aprendido a valorar nuestro territorio y a mostrar con orgullo como, desde ya, podemos aportar a los emprendimientos familiares.
La niña que había permanecido en silencio, decidió hablar. Era especialmente bella. Mestiza, de ojos oscuros, cabello largo y pómulos abultados.
-Profe, la salida de ayer al museo fue espectacular. ¿Cuándo compartiremos lo que investigamos en Internet?
– ¿A qué museo fueron?, pregunté a la niña.
-Fuimos al Museo Arqueológico Sol de Luna que queda en Pavas; doña Luney, que cuidadosamente ha ido reuniendo piezas de cerámica y líticos, nos explicó el significado y la historia que hay detrás de cada uno de estos objetos.
– ¿Por qué te gustó tanto la salida?
-No sabía que tuviéramos tan cerca un sitio que sirviera de memoria histórica de los pueblos que habitaron estas tierras. Desde pequeña me han fascinado las piedras, creo que en su estar enterradas y en su fragmentarse, en su estar rodando, se van curtiendo de historias que les dan formas diversas y extrañas. Nunca olvidaré una frase de doña Luney: “Imposible amar lo que no conocemos”. Muchas preguntas me quedaron y ahora trato de aclararlas, indagando en bibliotecas y portales de Internet.
-La próxima semana –anunció con alborozo la maestra- visitaremos una maravilla natural inusual: el acueducto del corregimiento de Pavas. Es un acuífero del que manan catorce manantiales que provee del líquido vital a sus pobladores. Esto es posible por los campesinos y pobladores de la región que cuidan los bosques nativos y están pendientes de estar reforestando. Con ello aseguran el agua para sus cultivos, sus animales y sus proyectos productivos.
-Profesora –intervino la otra niña- deberían cambiarle el nombre a la vereda. Todo aquí es verdor, aromas de la tierra, vestidos coloridos del follaje, luz tenue en las mañanas y refulgente al mediodía. Esta es una vereda llena de vida. Debería llamarse “Pueblito Iluminado”. Y nuestra escuela, que es alegría, destello y punto de encuentro anhelado por todos nosotros, merece ser llamada “La escuela encantada”. Al unísono se escuchó un ¡sí, sí, sí!, de los niños, que retumbó en lo alto de la montaña.
Al desandar el camino decidí bajar de la bici. Necesitaba caminar y llenarme del aire que se respiraba en esta escuela viajera. Recordé esa vieja expresión: “No esperes el paraíso, lo llevas contigo”. Esa maestra en verdad hacía de su escuela una fiesta del conocimiento.