“Mientras las piedras dormían en el río,
nuestra gente moría en el olvido”.
Haikú de Carlos César Silva
Llegué a Valledupar acompañado de Yihad y Alexander, luego de pasar varios días en la Sierra Nevada de Santa Marta. Venía, como dicen en mi tierra, “livianito”. La caminata de un poco más de siete horas; las pausas para dejarse tocar por los prodigios de la naturaleza; ese mosaico de distintas tonalidades de verdes, ocres, marrones y de aguas cristalinas que corren entre lechos de piedras, de árboles milenarios y casas con techos cónicos de paja. Observar el rostro terroso y tranquilo de nuestros hermanos nativos y sus rituales que nos hacen sentirnos partícipes de la eclosión de vida que es la Tierra. Bajaba descargado, pero lleno de preguntas. De los susurros del bosque, del manto sereno de las noches regresé a la algarabía de la vida citadina, a la fiesta eterna de Valledupar.
Todos asociamos a Valledupar con la “cuna del vallenato”. Músicos de renombre, acordeones, parrandas y festivales impregnados de colores, de cánticos y de bohemia. Valledupar ha puesto presidentes y los gobernantes de turno se han cuidado de tomarla en cuenta en sus repartijas burocráticas. Sin embargo, esas influencias en el poder central, esos altos cargos gubernamentales, no corresponden con la prosperidad económica que debería tener el departamento. Pareciera que con la rumba y los jolgorios quisieran tapar problemas sociales de larga data. Servicios básicos como agua potable, alcantarillado y acceso a hospitales en pleno siglo XXI siguen siendo reclamos de la población.
Esta percepción pude corroborarla con Carlos César Silva. Abogado, gestor cultural y escritor, que expresa su amor por su territorio, pero no se anda con ambigüedades para señalar las carencias de esta región manejada hábilmente por caciques electorales que rápidamente echan en el saco del olvido sus promesas de campaña. “Claro, dice Silva, nos enorgullecemos de nuestros juglares del vallenato, de los cantautores que nos han puesto en el mapa nacional e internacional, pero nuestro ramillete cultural no es solo el vallenato.”
Al analizar el manejo de las regalías por cuenta del llamado “oro negro”, Silva cuestiona sin rodeos: “Las enormes sumas de dinero que han entrado a las arcas del departamento son incompatibles con las condiciones de vida de los cesarenses. Además, nuestros mandatarios han sido negligentes a la hora de gestionar los proyectos y no han tenido una priorización del gasto, pues han invertido más en cemento que en educación, salud, cultura y agua potable. Por eso en el Cesar abundan el desempleo, la inseguridad, el atraso tecnológico, la sed, la desesperanza”.
Desde hace varios años, en encuentros públicos y en sus artículos, Silva ha venido insistiendo en la necesidad de una clase política que deje sus mezquindades e invierta, de verdad y no de papelillo, en obras de infraestructura y en proyectos que le apunten a “una revolución cultural” en la región: “Aumentar la educación técnica, apostarle a la innovación, invertir en obras de infraestructura, implementar medidas que disminuyan la tramitología, conceder incentivos financieros a las MIPYME. Se trata de articular de manera efectiva la infraestructura, los servicios y los programas culturales con todos los sectores para conseguir la transformación estructural de Valledupar a partir de su esencia misma. Además, debemos aprovechar al máximo nuestras riquezas naturales, pues tenemos el potencial para afianzarnos como un foco de turismo sostenible. Vamos a convertir a Valledupar en una ciudad turística, educada, ecológica, amable, universal”.
Para Silva, el referente de las siete comunidades indígenas que representan las raíces ancestrales del Cesar –arhuacos, kamkuamos, wiwas, koguis, yukpas, chimilas y el pueblo barí– debería trascender su visión exótica y recoger su legado para convertir el departamento en líder como protector de la vida del planeta y gestor de energías limpias.
El nombramiento de Leonor Zalabata es, para Silva, el símbolo de un cambio de rumbo en las políticas de Estado. Ya no figuran las familias “prestantes” de Valledupar en el ramillete de nombramientos. Ahora es una líder indígena, “una hermana mayor… cuando ella habla, siento la cadencia, la pausa y la sabiduría de los ancianos de la tribu”, expresa con orgullo Silva. En su columna dedicada a Zalabata destaca: “Leonor es defensora de la vida, la paz y el medioambiente. Por eso recibió los premios Antonio Nariño y Anna Lindh. Irónicamente, su labor incansable ha sido más valorada a nivel internacional que en el país y en Valledupar”.
A Silva le duele el territorio. En sus líneas se siente la búsqueda incesante por un orden distinto, que supere los imaginarios de juerga, vicio y machismo que han marcado su tierra; del que no solo se han servido la clase política tradicional, sino los actores armados ilegales que han hecho presencia en la región.
Tuve el gusto de devorar, en una sola tarde, su libro de cuentos La cacería de los perturbados, publicado en 2021. Al empezar a leer sus relatos, mientras degustaba un tinto, sentí que el narrador tocaba mi espalda, transitaba mi piel y atenazaba mis entrañas diciéndome: «Se trata de ti, de mí, de todos aquellos que han sido mancillados, arrastrados por las diferentes formas de violencia en la que los colombianos hemos terminado enredados”.
El título del primer cuento parece un crudo retrato de la realidad que nos ha inmovilizado por tantos años: “El miedo se pudre en tu garganta”. Con sutileza literaria demuestra ese oscuro maridaje entre fuerzas del Estado, actores armados ilegales y terratenientes, y corrobora, en la voz de uno de sus personajes, una de las conclusiones del reciente informe de la Comisión de la Verdad: “Después del asesinato de mi papá tuve que desplazarme con mi mamá hacia Maracaibo. Al viejo no lo mataron porque tenía vínculos con grupos guerrilleros, sino para quitarle la finca y dársela a un ganadero de Valledupar”.
Silva deambula en nuestra cruda cotidianidad. En ocasiones su narración parece abofetearnos para recordarnos los excesos, la degradación que hemos consentido, la perversidad que se va al altar, o la que se sienta a manteles segundos después de haber participado de un hecho execrable; como la declaración de Guillermo, un paramilitar, ante el fiscal 139 en el cuento “El goce de los salvajes”. “Tras matar a la mujer y al bebé a punta de batazos, supe que ‘Pulga Arrecha’ obligó a don Crispín a firmar unos papeles y luego le pegó varios disparos en el pecho. Después mandó a tirar los cadáveres en el río Badillo y a servir el almuerzo”.
Hablar de lo que nos ha pasado, convertir nuestras vivencias, tragedias y pasiones en materia prima de la creación literaria es una manera de construir memoria histórica, impidiendo que el “agua de leteo” sea cómplice de quienes se han beneficiado de una manera torcida de hacer las cosas. Silva es concluyente: “El cambio debe venir desde el lenguaje, desde el discurso que les da soporte a las políticas públicas. La piedra angular de los cambios es la educación. Asegurar cobertura y calidad educativa en el campo; y que Petro, tal como se hizo en Brasil, haga realidad las universidades regionales, fortaleciendo la calidad educativa de las que ya existen. El Cesar tiene un amplio potencial turístico, debemos profesionalizar a todos los que participan de ese renglón económico, desde la ruralidad, los pequeños pueblos y la capital”.
Es gratificante encontrar a personajes como Silva, que no se conforman con una visión sesgada de su Valledupar y que empujan cambios desde lo cultural. Los cambios se pueden liderar desde arriba, pero es desde las regiones donde deben catapultarse los remezones que necesita el país. El ¡No más!, el ¡Basta ya!, no es ahora un grito de campaña. Es la deuda con los personajes que pueblan los relatos de Silva, de los miles de colombianos que esperan con anhelo poder pasar las páginas del horror y del olvido y surcar, con alas nuevas, el horizonte.