Esa “oposición inteligente”, reunida alrededor de esa “corriente filosófica” llamada uribismo, y que a largo de los cien días del nuevo gobierno no ha bajado en las redes sociales al presidente de los colombianos de guerrillero y a la actriz Margarita Rosa de Francisco de drogadicta, le importa un carajo el país y los 21 millones de pobres que creó durante los últimos veinte años en el poder. Le importaba un carajo Gustavo Petro y le importa un carajo su liderazgo. Por lo tanto, no va a reconocer nada: ni la propuesta de “paz total” como eje central que direcciona una reforma tributaria que busca sacar de la pobreza a esos 21 millones colombianos que hoy pasan hambre y viven del rebusque, ni el bono de 500 mil pesos a unos viejitos que no tuvieron la oportunidad de cotizar para una pensión, ni la regulación de los precios de los productos que cada día suben desorbitantemente en el mercado, ni muchos menos la negociación de paz con el Ejército de Liberación Nacional y las bandas criminales organizadas que cada veinticuatro horas asesinan a un par de colombianos.
Solo hablan, hablan y hablan. Critican y dicen bobadas (huevonadas, diría el exsenador Benedetti). Despotrican y hacen creer que están haciendo verdaderas denuncias cuando en realidad están llevando a cabo una metódica “oposición rastrera”. Solo bastaría con escuchar al congresista afro (¿o quizá indígena?), cuyas intervenciones en ese recinto de la democracia carecen no solo de argumentos, sino que también ponen en evidencia la aberrante creencia de que cuando más se grita es porque se tiene la razón. Sus palabras tienen la misma profundidad que los discursos de Cantinflas: son superficiales y apasionados. No dicen nada. El congresista afro (¿o quizá indígena?) gesticula, manotea, se agita como un loquito, se le salta la saliva de las comisuras de los labios, pero no concluye porque no tiene nada que concluir: solo dice incoherencias, frases sueltas donde el nombre de Gustavo Petro es necesario meterlo en cada dos o tres oraciones para intentar darle algo de credibilidad a sus disparatados, cantinflescos y ridículos discursos.
En realidad, a la llamada oposición le importa muy poco hacer el ridículo. Y en todo acto de ridiculez está la ausencia del sentido común. Acercarse a la candela cuando se tiene un enorme rabo de paja es temerario e insensato. Petro lleva solo cien días como presidente y en ese tiempo ha intentado arreglar un sinnúmero de problemas legendarios presentando ante el Congreso de la República nuevos proyectos de ley que buscan hacer de Colombia un país más incluyente, menos pobre y, por supuesto, menos violento. No han entendido, después de casi 60 años de conflicto armado, que la pobreza es la llama que aviva cualquier guerra, que la pobreza, como afirma Bernard Shaw, no es solo un problema de los pobres sino de toda la sociedad.
Más de 21 millones de personas sin poder satisfacer las necesidades básicas es indignante en un país tan rico como lo es Colombia. No sé si es pecado permitir que la pobreza se haya convertido en una plaga que mata los sueños y lleva a la miseria, pero sí creo que debería constituirse en un delito cuando una clase política insensible y egoísta legisla para mantener unos privilegios que heredaron de la Colonia. Cuando los propietarios de este enorme platanal permiten que la pobreza escale a altura inimaginables y el precio de un huevo alcance los 700 pesos, se está abonando el terreno para la violencia en todas sus formas. Es entonces cuando nos volvemos testigos de los atracos que a diario sacuden las calles del país, de los asesinatos por el robo de un celular, del secuestro del empresario o del político, de la extorsión y otras expresiones delictivas que han venido constituyéndose en lugares comunes en los espacios noticiosos.
La pobreza existe porque hay quienes, desde el poder, la permiten. Y la permiten porque se lucran de ella. No solo pagan a sus empleados salarios de miseria. No solo los explotan laboralmente. No solo abusan de su poder de empleadores, sino que también los amenazan con echarlos si denuncian el maltrato o si votan por el candidato que no satisface sus intereses políticos. Es estúpido, pero así es. En esa cadena de problemas y malestares que padece el país, creados desde la tradición y la institucionalidad del Estado, y por una sociedad profundamente conservadora y religiosa, se intenta buscar luego la fiebre en las sábanas. Se intentan buscar a un culpable en quien depositar las culpas. Es entonces cuando escuchamos a los políticos que representan al establecimiento decir que la culpa de los problemas que afectan a la gran mayoría de los ciudadanos es de los campesinos que protestan, es de la guerrilla que secuestra, es de los estudiantes que hicieron añicos los vidrios de una estación de transporte, es de Petro que dijo, es de los transportadores que se fueron a paro.
Doscientos años de pobreza, profundizados en los últimos veinte por los mismos que hoy desde la oposición dicen tener la formulita para sacar a Colombia de la postración en la que la sumieron, es un chiste. La gran mayoría de los colombianos son pobres porque el 90% de las riquezas del país están en manos de un 10% de la población. El resultado de esa profunda exclusión son los inmensos cinturones de miseria que crecen alrededor de las grandes urbes del país y que solo alcanzamos a ver cuando la inseguridad se nos mete en la casa.