Buscando información para entender mejor lo que está pasando con la digitalización de la humanidad, encontré una entrevista hecha a Bertrand Russell en 1952. “Es extremadamente difícil para cualquier persona entender los enormes cambios que ha sufrido el mundo en las últimas décadas, es un mundo profundamente diferente al mundo en que nacimos”, decía Russell en la entrevista. El filósofo y matemático, premio Nobel de literatura, activista de la paz mundial y una de las voces más influyentes de su tiempo, advertía que el mundo occidental no solo había cambiado por completo gracias a la tecnología, sino que además esos avances tecnológicos lo llevaban al borde de su destrucción – se refería a la amenaza nuclear –. Me sorprendió que una reflexión tan elemental de 1952 pudiera calzar tan bien en nuestra hipercompleja realidad del 2022.
Pensé entonces que la sensación de estar al borde del apocalipsis es algo siempre presente en Occidente. Quizás la diferencia entre 1952 y 2022, mutatis mutandis, es que hoy tenemos certeza del fin gracias a que la realidad está confirmando los peores augurios de la ciencia. Otra conclusión que se puede sacar de lo dicho por Russell es que los avances tecnológicos más importantes suelen llevar a grandes disrupciones y profundos dilemas éticos y existenciales. Twitter es el ejemplo del momento.
Elon Musk pagó 44.000 millones de dólares por esa plataforma digital. Una suma de dinero tan absurda que corresponde a todos los billetes de 1, 5 y 10 dólares que hay en el planeta. A pesar de ser una compañía que funciona a pérdida, como muchas de las grandes plataformas digitales, el hombre más rico de la tierra se obsesionó con poseerla. No es una cuestión de dinero, aseguró el nuevo dueño de Twitter, dándonos aún más razones para preocuparnos.
Sin embargo, la frivolidad en la que se envuelve la realidad contemporánea ha concentrado las críticas y la atención en el carácter y la personalidad de Elon Musk, cuando el problema no es que él haya comprado Twitter. El problema es vivir bajo un modelo económico que permite semejante concentración de dinero y poder en manos de un puñado de hombres, que permite que el sector más importante de la economía sea regido por el monopolio y la ley del más fuerte, y que una sola compañía privada defina el debate público global y local.
No es gratuito que las fortunas de los hombres más ricos y poderosos del planeta estén asociadas o tengan su origen en el mercado o la tecnología digital. Amazon, Apple, Microsoft, Tesla, Meta, Google (Alphabet), concentran más poder que muchos Estados y se comportan casi como uno más de ellos. La base de su riqueza y su poder no está en los productos o dispositivos que venden, sino en los datos que acumulan y en su capacidad de usar esos datos para influir en nuestro comportamiento. A medida en que más actos de nuestra vida cotidiana, privada y pública, individual y colectiva, se desarrollan con ayuda de soluciones digitales, aumenta el tráfico de datos hacia estos gigantes tecnológicos y con ellos su poder. Un automóvil de Tesla funciona como un dispositivo que captura datos, al igual que cuando buscas algo en Google, o navegas en Facebook. Esos datos son privatizados de inmediato y quedan a la absoluta disposición de las compañías quienes pueden venderlos a terceros o usarlos por su cuenta. Ante la ausencia de regulaciones fuertes, este modelo de negocios se ha prestado hasta para la manipulación de elecciones en los Estados Unidos. A mediano plazo, este modelo de acumulación de datos y de la tecnología para analizarlos en pocas manos, puede llegar a generar una dependencia tan grande que atenta contra la soberanía de los Estados y la estabilidad democrática y económica de las sociedades.
Twitter es parte integral del debate político. Hay países que son administrados por sus presidentes vía Twitter, como el caso de El Salvador. Que una persona, cualquiera que sea, basada en sus propios intereses y convicciones, tenga la posibilidad de decidir quien participa o no del debate y que aparece en tu pantalla cada vez que entras a Twitter, es un riesgo que no debemos tomar. Se necesitan mejores regulaciones, pero también se debe actuar de inmediato en otras vías. Una forma es generando mayor diversidad en el mercado, de tal manera que los datos no se concentren en una sola compañía, y hacer uso de plataformas que promuevan la construcción de ecosistema digitales más saludables. Para incentivar el uso de esas plataformas alternativas se necesita del impulso inicial de grandes figuras que lo hagan atractivo. Si el gobierno de Colombia, en cabeza de Gustavo Petro y Francia Márquez, asumieran esto como parte de su programa de cambio y abrieran cuentas personales y de las entidades públicas en Mastodon, como lo han hecho recientemente algunas instituciones de la Unión Europea, generarían una movilización mayor hacia el uso de esta plataforma alternativa. El solo hecho de instalar la idea de que existen alternativas, que no estamos condenados a la esclavitud digital, sería ya un avance. La soberanía digital debe hacer parte de las propuestas de los gobiernos alternativos que también deben empezar a dar respuestas concretas en ese campo.
En el fondo, se trata del mismo ciclo de cambio que comentaba Russell en 1952. Avanzamos como humanidad, alcanzamos descubrimientos e invenciones que ponen a la sociedad patas arriba y nos llevan al límite de nuestra existencia. La pregunta ha sido siempre sobre los intereses que predominan en cada nueva fase y marcan el rumbo del desarrollo. Al inicio del capitalismo, en las primeras décadas luego del surgimiento de la fábrica, el trabajo infantil era algo normal, las jornadas laborales eran de 16 horas y no existía nada de lo que hoy llamamos derechos laborales o seguridad social. Eso llegó con el tiempo y tras la lucha popular que logró imponer regulaciones fuertes y posicionar todo un conjunto de nuevos derechos. Debemos hacer lo mismo en el campo digital, a pesar de que estamos muy tarde.