Para mí una sociedad mejor es una sociedad capaz de tener
mejores conflictos. De conocerlos y de contenerlos.
De vivir no a pesar de ellos, sino productiva e inteligentemente en ellos.
Que sólo un pueblo escéptico sobre la fiesta de la guerra,
maduro para el conflicto, es un pueblo maduro para la paz”
Estanislao Zuleta
“Colombia es el segundo país latino con mayor índice de acoso escolar en los colegios y, según la prueba PISA, el 32 % de los estudiantes del país reportó sufrir cualquier tipo de acoso donde estudia. Además, en 2020 se registraron 51 casos de suicidio en menores de edad, relacionados con situaciones de acoso escolar”. Situaciones de violencia a las que nos hemos acostumbrado y que, cada vez más, laceran nuestra cotidianidad: un estado de exasperación en el que cada uno está a la espera de asestar un golpe al otro. En el que se aplaude la viveza, se abuchea la debilidad y se apoya la llamada ley del más fuerte.
Las niñas se lanzan insultos mutuamente, de repente se entrelazan a los golpes. Sus compañeros del colegio no hacen nada para separarlas. Las rodean para contemplar y disfrutar el espectáculo. Varios estudiantes sacan de inmediato sus dispositivos electrónicos para grabar el suceso y compartirlo en las redes. Se escuchan gritos que atizan la contienda. Una pequeña, de escasos diez años, entra en un estado de frenesí: salta y ríe como si estuviera frente a un número sorprendente del circo. Ocurrió en un colegio del área rural del Valle del Cauca. En días recientes fue en un colegio de Antioquia y en otro de Bogotá.
Son las “pequeñas violencias” que no hacen más que replicar nuestra incapacidad como sociedad para alcanzar lo que el actual gobierno ha denominado la paz total. Están presentes –en los hogares, en las escuelas, en los barrios, en el transporte, en sitios públicos, en las calles- se han tornado incontrolables porque el estado, primero en dar ejemplo, fue permeado y terminó consintiendo diversas expresiones de violencia y la ley -norma intocable en cualquier sociedad- se convirtió en un resorte que se jala y tuerce al amaño de quién tiene la mayor porción en su mano. La ley no es negociable. Es el imperativo de las sociedades que brillan por su cultura ciudadana. ¿Podemos llegar a ese ideal de sociedad? No es imposible, pero requiere un cambio profundo que empiece desde las altas esferas gubernamentales.
De la mano con la atención a las raíces del problema de la violencia –la tenencia de la tierra, la sustitución de cultivos ilícitos, la presencia del estado con educación, salud y apoyo a los emprendimientos, por solo nombrar algunas, es clave recuperar la credibilidad y el acatamiento a unos principios básicos para la convivencia. Una tarea educativa en la que deben trabajar de la mano el estado, la escuela y la familia. Una labor en la que los medios de comunicación cumplen un papel trascendental.
¿Los niños y jóvenes que grabaron la riña en las afueras de su colegio expresaron arrepentimiento? ¿Hubo un acto de reparación? ¿La grabación fue censurada por los espectadores? Todo lo contrario: dos horas después se había viralizado. Los autores ganaban aplausos, se hacían visibles y eran reconocidos por su “proeza”. Aquellos han colmado la demanda primaria y masiva, de divertir y dar placer, de posibilitar una evasión fácil y accesible para todos. Se aprende lo que se ve y esto es lo que diariamente observan en sus celulares: jóvenes y adultos dispuestos a grabar las escenas más dolorosas, que para ellos son risibles; las más repugnantes, ahora son apetecibles. Las atentatorias, son aplaudidas como heroicas y las violentas como excitantes. Vivencias masoquistas y sádicas, en las que el dolor se vive como placer, desapegadas del respeto por los otros, del significado sagrado de la vida. Este es el punto: la normalización de la violencia es su implícita aprobación.
María Camila regresó del colegio con el rostro labrado de arañazos y se encerró en su cuarto a llorar. Lloró sin pausas, un dolor sin orillas, no por los golpes sino por la humillación. Esa mañana, y por cuarta vez, su caricatura dibujada en el tablero había sido el hazmerreír de sus compañeros: una ballena con su nombre y su rostro atortugado, se burlaba de su aumento de peso en vacaciones. La rabia, otras veces contenida, le explotó en las manos y se trenzó a puños, puntapiés y tirones de pelo con Estefanía. El martes despertó deprimida y sin valor para volver a soportar el escarnio de sus compañeros. Le suplicó a su mamá que la cambiara de colegio.
Como María Camila son cada vez más los estudiantes a los que el sistema escolar enferma o expulsa. El malestar y la hostilidad caracterizan ahora la convivencia en las aulas, espacios donde las riñas, el robo, el bullyng, el matoneo siembran miedo, desconfianza, angustia y echan abajo la salud de la escuela. Estudiantes y docentes respiran un estado de zozobra, alerta y defensiva, obligados a anticiparse a los ultrajes, con un ambiente enrarecido y adverso para el estudio. En esas condiciones transgredimos el pacto sagrado de no dañar el cuerpo, de la palabra como límite, que exige respeto y refrena al agresor, saltamos peligrosamente a la violencia física, a la eliminación del otro. Es una cadena de nunca acabar, que se convierte en una patología social: las pequeñas violencias echan raíces y conforme avanzan las edades, se despliegan y trasladan de la niñez a la adolescencia, de allí a la adultez.
En este marco, el gran aporte de la escuela consiste en acoger una masa amorfa de seres inicialmente extraños- que se viven entre sí como amenazantes y competidores- y llevarlos a declinar el egoísmo individual para fraguar el bien común. El ingreso a la norma le da existencia a la comunidad escolar, como un principio organizador de la convivencia: regulador del juego y de las interacciones, instaurador del orden -tan útil y necesario-, cuidador de las libertades y garante de la integridad individual. Es el paso de iniciación para entender la trascendencia de la ley en la vida pública.
El escenario de la escuela es ideal para urdir esas interiorizaciones, pero pierden su efecto si nuestras autoridades tuercen la ley y no pasa nada. Si en sus casas los niños y jóvenes viven en medio de “pequeñas violencias” estimuladas por las redes sociales: el papá que impone su ley en la casa a golpes, el padrastro que hace de las suyas con los pequeños, bajo la mirada cómplice de la mamá; el joven que traslada su tinglado a la sala de la casa y se la pone de ruana sin que nadie pueda decir nada; las representaciones “jocosas” en las que se refuerzan concepciones de la sociedad machista y los “diferentes” –por su rasgos físicos, sus creencias, su vestir, sus aficiones o su orientación sexual- son motivo de burla y segregación.
¿Por qué no poner a favor de la vida la construcción de una cultura ciudadana en la que reencantemos la existencia, el cuidado mutuo y el valor de las normas y las leyes? Es urgente extender un vivero de palabras donde reverdezcan la tolerancia, la responsabilidad compartida; la preservación de los bienes públicos. Despojémonos de expresiones tóxicas, racistas, discriminatorias, y concedámonos por fin, el merecido gozo de visibilizar nuestra colorida diversidad. Platiquemos el lenguaje de la paz en el que la escucha, el diálogo, la disertación y el pensamiento crítico vayan de la mano. Acojamos las bondades de las tecnologías para la investigación y la experimentación, que nos acerquen al conocimiento de experiencias de otras latitudes y sean útiles para atender situaciones similares en las regiones.
Todo esto no es nuevo: está en el espíritu de nuestra constitución. Solo necesita ser empoderado por todos y cada uno de los colombianos. Una tarea educativa en la que- sin distingo- debemos ponernos la camiseta. Una labor lenta, persistente de sanar, recuperar tejido social y empezar a ser parte de la siembra ciudadana por la paz total.