Un coronavirus particular dio un “salto de nivel” e invadió el mundo de los humanos en noviembre de 2019, según dicen, en Wuhan (China). Numerosos estudios nos muestran que desde que los seres humanos nos empezamos a apartar de la naturaleza (negar nuestros instintos, alejarnos de la tierra, promover el individualismo, etc.) este tipo de eventos ha generado cada vez mayor malestar y enfermedad. Y de acuerdo a la experiencia comprobada, entre más nos separemos de la natura, más estragos causarán esos “bichos” dentro de nuestro cuerpo individual y social.
Dado que es un virus desconocido, que hace sufrir y genera muerte en forma indiscriminada a los seres humanos; mientras lo conocemos y tratamos de “domesticar”, se ha acudido al confinamiento voluntario y obligatorio de cientos de millones de personas para realizar el distanciamiento social, atenuar la velocidad de contagio y darnos tiempo para crear los antídotos (medicamentos, vacunas, tratamientos, etcétera) En eso estamos.
Una parte de la sociedad se ha paralizado por efecto de la cuarentena. Y entonces, salen a relucir situaciones que antes no percibíamos. Los trabajadores de la salud y de los alimentos, que antes del paro forzado eran casi invisibles, menospreciados y mal pagados, son calificados de “héroes” por hacer lo que siempre han hecho. Los médicos, enfermeras y, entre sectores populares, los médicos tradicionales, los homeópatas y “brujos” empiezan a ser mejor valorados por su función protectora y curadora. Pero, además, los campesinos, granjeros, pequeños y medianos productores del campo, recicladores y recolectores de residuos, los transportadores y repartidores, son ahora considerados en forma diferente.
Es por ello que debemos replantearnos todo; entender que las tecnologías creadas por los seres humanos, así como sirven para oprimirnos y dominarnos, pueden convertirse en herramientas de liberación si las utilizamos como se usa el azadón, la pala o el machete, o sea, conectadas con la tierra, con la producción de alimentos, con el cuidado del bosque y el agua y, sobre todo, con la construcción de relaciones de colaboración y reciprocidad entre los humanos.
El gobierno les llama trabajadores de los “servicios esenciales” e incluye también a quienes atienden otras áreas de la producción. Son los que mueven las grandes fábricas de alimentos y sus componentes (algunos tóxicos); los de la energía eléctrica y el agua; los pocos que vigilan y mantienen las máquinas que son el soporte tecnológico del sistema de comunicaciones y del sector financiero. Y necesariamente debe mantener activos a los burócratas, jueces, periodistas e influenciadores de opinión, fuerzas militares y todos aquellos que tienen la función de evitar que la gente “piense por sí misma”, como decía Estanislao Zuleta y, sobre todo, que no actúe por iniciativa propia, que espere órdenes, que obedezca por su propio bien.
Pero hay otros seres “esenciales”. Los llamados habitantes de la calle que antes de que los apresaran para “cuidarlos” en albergues, debieron sentirse en el paraíso cuando empezó la cuarentena. Fueron dueños de las calles por un tiempo. Hoy corren más peligro de morir por el coronavirus estando hacinados en esos sitios (igual que los presos), porque les han violentado su forma de vida. Ellos ya practicaban o padecían el distanciamiento social: pocos se les arrimaban. Y es que la humanidad, en su carrera por separarse de la naturaleza segrega a quienes se niegan a seguir ese camino. Los indigentes y vagabundos, muchos de ellos rebeldes e incomprendidos en sus familias o ambientes sociales, sobreviven en esas fronteras, al margen de la civilización que niega la vida real y la vuelve virtualidad.
Quienes trajeron la enfermedad de Oriente a países europeos eran turistas, comerciantes internacionales, ejecutivos de transnacionales. Luego, los migrantes latinoamericanos transportaron el virus a nuestros países. Ahora, desde hace varias semanas, la pandemia afecta a los sectores populares en las grandes ciudades de los EE.UU. y de Latinoamérica. En estos últimos, el confinamiento de la población ha llevado a que en los países de la periferia capitalista aparezca el problema del hambre. Millones de personas que viven al día y no pueden obtener recursos propios, quedan a merced de la ayuda del Estado o de la caridad cristiana. Y así, la cuarentena de los pobres y de los hambrientos se convierte en “casa por cárcel”. En Colombia, los trapos rojos colgados en las puertas y ventanas de habitaciones en barrios populares son la comprobación de ese drama.
Ante esa realidad, frente al peligro del hambre y de la revuelta espontánea –que sería fácilmente controlada y derrotada por las fuerzas represivas– en muchas partes de América Latina han empezado a surgir iniciativas que se apoyan en las ideas de los sectores sociales más preparados para enfrentar un evento extraordinario como el que estamos viviendo. El espíritu de los pueblos indígenas del sur de México, de los Mapuches de Chile y de los Nasas del Cauca; el sentido común de los viejos campesinos que todavía quedan por allí, así hoy muchos de ellos estén arrumados en las ciudades; y la rebeldía invisible y negada de los habitantes de la calle, se están empezando a juntar para impulsar iniciativas de nuevo tipo en las grandes ciudades, no para huir hacia los campos y aislarse en la pureza de las montañas y desiertos, si no para retar el poder del capital en su propio territorio y en medio del estado excepcional de confinamiento.
Ese espíritu de lucha está siendo renovado por la conciencia de que, frente a hechos extraordinarios, los pueblos y los trabajadores deben diseñar estrategias y comportamientos extraordinarios. También se alimenta del conocimiento adquirido en las batallas de los últimos dos siglos y medio, desde la Revolución Francesa, y por el avance de las ciencias que nos enseñan que el llamado progreso es reversible (se puede convertir en retroceso o retraso). Es por ello que debemos replantearnos todo; entender que las tecnologías creadas por los seres humanos, así como sirven para oprimirnos y dominarnos, pueden convertirse en herramientas de liberación si las utilizamos como se usa el azadón, la pala o el machete, o sea, conectadas con la tierra, con la producción de alimentos, con el cuidado del bosque y el agua y, sobre todo, con la construcción de relaciones de colaboración y reciprocidad entre los humanos.
Un nuevo tipo de filosofía empirio-escéptica inspira esos esfuerzos. Sabemos que hay que desaprender para volver a aprender. Dice Boaventura de Sousa Santos que se necesita “un conocimiento prudente para una vida decente”. Ya no luchamos para controlar el Estado, porque sabemos que esa vía fracasó por querer construir “desde arriba” y a punta de decretos. No obstante, hay que generar una fuerte presión social y política sobre los gobiernos para que protejan la vida y asuman su responsabilidad frente a la crisis sanitaria y humanitaria. Pero, definitivamente, nos toca construir otro tipo de poder, desde lo profundo de la sociedad, apoyándonos en la necesidad de sobrevivir y de reconectarnos con la naturaleza.