Seguridad y movimiento son una de esas parejas a las que no les hace falta hablar para comunicarse porque les basta una mirada para saber lo que el otro está pensando, o cómo van reaccionar en determinada situación. Son cómplices. Pero en estos días están distantes, no se entienden bien. Necesitan pensar y replantearse los términos de la relación, como cualquier pareja. El campo semántico de su amor, habitado por libertad y tiempo, está invadido por la ansiedad y el miedo.
Moverse durante la pandemia es realmente difícil. A mí me cuesta mucho salir en estos días. Siento que me falta el aire y en la fila del supermercado me dan ganas de llorar, cosa que me resulta especialmente incómoda porque no puedo evitarlo, y porque pienso que a estas alturas del confinamiento ya debería estar adaptada a la situación. De vuelta a casa, con las bolsas en la mano, pienso en lo mucho que temo y valoro esos minutos de libertad que tengo para comprar una barra de pan, y pienso también en que hay millones de personas en el mundo que no tienen esa libertad. Ni la tendrán, ni la tenían antes del confinamiento.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos señala que todas las personas tienen derecho a circular libremente, a elegir su residencia en el territorio de un Estado, a salir de su país y regresar al mismo. Lo dice en el artículo 13 y no puedo evitar la superstición. Es uno de los apartados con mayor posibilidad de interpretación, porque la libertad de movimiento no es un derecho absoluto. En una de sus aclaraciones determina que, si hay un brote vírico que ponga en peligro la salud pública, los gobernantes tienen derecho a confinar a los habitantes.
Es difícil discutir que durante la pandemia el confinamiento se impone para salvaguardar la vida. Pero me pregunto cómo se mueven en estos días las personas con discapacidad o las mujeres que viven con su maltratador. No tienen libertad de movimiento porque dependen del movimiento de otros. Y el movimiento de los otros está suspendido para salvaguardar la vida de todos.
Pienso en los presos contando mil veces sus pasos de ida y vuelta en una celda diminuta. En los vendedores informales que abundan en países donde la mayoría de la población vive de moverse día a día por las calles vendiendo trapos de cocina, café, dulces, empanadas o pañuelos desechables. Su movimiento constante, que muchas veces pasa inadvertido para los que podemos elegir, se convierte en un peligro cuando los demás nos quedamos quietos para salvaguardar la vida de todos. Maldita ironía.
Es difícil discutir que durante la pandemia el confinamiento se impone para salvaguardar la vida. Pero me pregunto cómo se mueven en estos días las personas con discapacidad o las mujeres que viven con su maltratador.
Seguridad y movimiento tienen entonces una gran pelea en estos tiempos. Como muchos animales, eligen la quietud para evitar el peligro o someterse pacientemente mientras son objeto de estudio. De momento, aceptan con resignación que las grandes compañías telefónicas autoricen los datos de movilidad de los usuarios para controlar la expansión del Covid-19. Pero continúan discutiendo si es conveniente que una aplicación en el teléfono móvil pueda tomar los datos de millones de personas, calcular el nivel de exposición al coronavirus y seguir detalladamente cada uno de nuestros pasos.
A falta de movimiento, la imaginación y la memoria se activan, como dijo el periodista francés Jean-Dominique Bauby, en su libro La escafandra y la mariposa. En 1995 Bauby sufrió, a los 43 años, un ataque cerebrovascular que lo dejó tetrapléjico y mudo. Solo podía parpadear con su ojo izquierdo, lo que en medicina llaman “síndrome del enclaustramiento”.
Bauby aprendió a comunicarse gracias a un método en el que su terapeuta pronunciaba el alfabeto y él parpadeaba al escuchar la letra que necesitaba para formar palabras, frases; y terminó por dictar un libro que fue publicado en 1997. El autor, totalmente paralizado, encontró su propia forma de moverse. Pocos días después de publicarse el libro, Bauby falleció por una neumonía.
Nos movemos para darle vida al tiempo. Al tiempo vivido y al que consideramos muerto, porque el movimiento genera cambios. Como dice el coreógrafo sudafricano Gregory Vuyani Maqoma, en la declaración oficial del Día Internacional de la Danza, que se celebra hoy 29 de abril, cuando escribo estas líneas. “Nuestra danza debe más que nunca dar una fuerte señal a los líderes mundiales, a aquellos a quienes se les confía salvaguardar y mejorar las condiciones humanas de que somos un ejército de pensadores furiosos y que nuestro propósito se esfuerza por cambiar el mundo paso a paso”. Bailemos, aunque sea en sueños. Porque si hay algo que tarda en moverse es el miedo.
Para leer durante la cuarentena recomiendo, como no, La escafandra y la mariposa del citado Jean-Dominique Bauby; y El nenúfar y la araña de Claire Legendre, otro relato autobiográfico sobre el miedo