Hace un par de años publiqué un ensayo titulado “Que no nos gane el miedo. Pacíficamente rebelémonos”. Y en estos días he estado pensando mucho si el miedo que sentíamos antes es el mismo miedo que sentimos ahora. Entiendo que sí, que básicamente los miedos son dos: el dolor y la muerte. Y que solemos reaccionar a él de maneras muy distintas. Lo digo pensando sobre todo en tres pandemias médicas o sociales que la mayoría de nosotras y nosotros ya hemos vivido: el terrorismo, la plaga del sida de los 80 -90 y el machismo. Pandemias que hoy, frente a lo que estamos viviendo, parece que casi hayamos olvidado.
El 19 de junio de 1987 la banda terrorista ETA puso una bomba en un estacionamiento de unos grandes almacenes de Barcelona (llamados Hipercor) y mató a 21 personas e hirió a 45. El 11 de marzo del año 2004, diecisiete años más tarde, el grupo terrorista Al Qaeda hizo saltar por los aires tres trenes en la madrileña estación de Atocha, asesinando a 191 personas e hiriendo a 1.700 (170 muertos y 1.655 heridos más que en Hipercor). El 17 de agosto del año 2017, trece años después de Atocha y treinta después de Hipercor, en la Rambla de Barcelona una camioneta arrolló durante 530 metros todo lo que tenía enfrente y en el paseo marítimo de Cambrils, al sur de Catalunya, unos desquiciados trataron de descuartizar o matar a todas las personas que encontraban. Murieron 24 personas (167 menos que en Atocha y tres más que en Hipercor); pero las noticias, las fake news, los comentarios, las imágenes y los vídeos inmediatos y a menudo irresponsables que enviamos y recibimos en las redes sociales, la impunidad de la prensa más rastrera y la globalización del atentado generaron mucho más miedo del que habíamos tenido en los dos atentados anteriores. Vivíamos otro momento de conexiones tecnológicas, la noticia dio la vuelta al mundo con mucho más ímpetu y rapidez que los dos atentados anteriores. Y de nuevo, como sucede ahora, el miedo se convirtió en una herramienta económica del poder cada vez, aparentemente, más precisa y certera. Decía en aquel ensayo sobre la resistencia pacífica que “hay que pensar en las oportunidades de negocio y enriquecimiento salvaje que se esconden detrás de todos los miedos que la sociedad en la que vivimos nos inculca y nos fomenta. Permítanme poner como ejemplo de esta estructura, que crece de manera salvaje, los tres atentados que padecimos en España y nuestras maneras de reaccionar a cada uno de ellos, para dejar constancia de cómo va cambiando lo que estamos convencidos que debería darnos miedo y cómo se puede hacer negocio con estos cambios”.
Y de nuevo, como sucede ahora, el miedo se convirtió en una herramienta económica del poder cada vez, aparentemente, más precisa y certera.
¿Y el sida? ¿Se acuerdan de cuando murió Rod Hudson en 1981 y el sida se convirtió en una amenaza mundial? ¿Probablemente la peor pandemia que viviremos jamás? Desde entonces la enfermedad ha matado a 35 millones de personas… ¡35 millones! Y durante muchos años (muchas de nosotras y nosotros lo recordamos bien) las enfermas y los enfermos, portadoras y portadores, estuvieron brutalmente estigmatizados, apartados, casi apestados y juzgados por sus conductas íntimas y privadas.
Las víctimas del machismo no las sumo porque es un recuento imposible. Pero sin duda han sido más, muchísimas más que 35 millones. Y me refiero al machismo como una pandemia porque podemos deducir que es, sin duda, contagioso si no se ataja a tiempo. Francamente contagioso y heredado por las sociedades y los núcleos familiares.
¿Qué ha cambiado desde que comenzamos a contar todas estas víctimas, sobre todo cuando las víctimas eran de países primermundistas? Sin duda la impunidad de la prensa se ha convertido en uno de los grandes negocios del mercado internacional. Extender el terror es ganar dinero. Las mismas corporaciones que fomentan la publicación del pánico nos venden consoladores para combatirlo. Y hoy, el dinero y el poder que siempre han tenido las clases sociales con más privilegios; se venden al mejor postor y ni siquiera nos parece un acto de corrupción (como no nos lo pareció, durante siglos, que aquellas clases sociales ostentaran aquel poder). No, nos parece corrupción. Nos parece casi la fatalidad insuperable del destino.
Hoy sucede algo muy similar. Pero nuestra indignación contra el miedo se ha convertido en una obediencia casi ciega. Claro que hay que hacer caso a las autoridades sanitarias, claro que hay que tratar de cuidarse para cuidarnos. ¿Pero donde quedó todo lo que éramos capaces de pensar ante el miedo y las pandemias hace apenas 10 semanas? ¿Dónde estamos aquellas personas que éramos? ¿O es tan radical este miedo a la muerte que hemos olvidado que el terror es el negocio más lucrativo del mundo y nosotras y nosotros somos ahora sus clientes perfectas? Recordemos el poder que tiene quien genera, propaga, hace negocio para protegernos del miedo. Recordemos los peros y los hastaaquís que hemos puesto a todas las pandemias del mundo cuando las considerábamos racistas, xenófobas o clasistas. ¿Dónde está aquella certeza de que el miedo es un negocio? Claro que hay tenerlo, la evidencia cae por su propio peso, pero no podemos permitir que nuestro miedo se convierta en mercancía a la venta al mejor postor. No podemos convertirnos en clientas y clientes del poder de una manera tan macabra. Tendremos que volver a ser ciudadanía.