«Créame, un día de estos lo saludo en la facultad de derecho y no me va a reconocer», me dijo sonriendo el oficial del ESMAD a cargo del operativo. A mi lado estaba el general Daniel Castiblanco, en ese entonces comandante de la policía de Bogotá. En la entrada del Ministerio de Educación Nacional nos felicitábamos por haber logrado una buena cooperación durante la «Marcha por la vida». Eran otros tiempos. En noviembre de 2006 el movimiento estudiantil empezaba otra transformación más en la forma de movilizarse. Había algo de coordinación con el ESMAD y un general nos atendía al teléfono. Se hablaba para evitar tropeles pero en realidad eso no servía de mucho. La «Marcha por la vida» se hacia para denunciar el constante asesinato de activistas estudiantiles.
A Julián Andrés Hurtado, representante en el consejo académico de la Universidad del Valle, lo mataron dos sicarios. Le dispararon en la cabeza el 4 de octubre de 2006. Lo mataron porque Julián lideró las protestas y denuncias por la muerte de otro estudiante, Jhonny Silva, asesinado por el ESMAD. El 24 de octubre de 2006, en la Universidad del Atlántico, explotó lo que inicialmente se identificó como 20kg de pólvora negra, matando a cuatro estudiantes e hiriendo a otros cuatro. La justicia colombiana encontró culpables de los hechos a los cuatro heridos y los condenó. Todo se presentó como un fallido acto terrorista de la guerrilla infiltrada en la universidad. Casi dos años después todos los presuntos culpables fueron liberados, al descubrirse que no fue pólvora negra, sino el explosivo militar C4 lo que mató a esos estudiantes. Fue un atentado.
Las FARC están empezando a hablar, hay que creerles, hay que rodearlos, hay que escucharlos. Están cumpliendo con su parte del acuerdo de paz. Es hora de que los militares y demás agentes del Estado también hablen.
Las reformas neoliberales y las privatizaciones del Gobierno de Uribe las impusieron a bala. Solo hasta ese noviembre de 2006, cuando fuimos a gritarle al gobierno que nos estaban matando, contabilizábamos 47 activistas asesinados en dos años. «La universidad en la mira», tituló la revista Semana. Los dirigentes estudiantiles, desplazados desde las regiones, habían tomado posesión de cada sofá o cama disponible en los apartamentos de sus colegas estudiantes en Bogotá. La matanza en escuelas, colegios y universidades fue a tal escala que Colombia aparece en el reporte «Educación bajo ataque» (2010), de la UNESCO, como uno de los peores casos de violación de derechos humanos a comunidades académicas en el mundo.
Durante décadas, de manera sistemática, el movimiento estudiantil y los estudiantes han sido objeto de una feroz persecución por parte de las fuerzas de seguridad del Estado. Las agresiones se han legitimado con el mismo argumento: la infiltración de las guerrillas en los campus universitarios. Como académicos, el movimiento estudiantil siempre ha respondido que en la Universidad se discute con ideas y argumentos, y que bajo esa regla la pertenencia o no a una organización guerrillera no es criterio de exclusión. Consagrados a la autonomía universitaria, los estudiantes han exigido desde siempre, al Estado y sus fuerzas militares, que la universidad se mantenga por fuera de la confrontación militar.
El movimiento estudiantil colombiano nunca fue mezquino con la insurgencia. Con el objetivo puesto en la paz del país siempre estuvo dispuesto a privilegiar los argumentos por encima de las armas, sin prejuicios. La exigencia de mantener a la universidad por fuera de la confrontación armada, amparados en el principio de la autonomía universitaria, también se hacía a las guerrillas. La autonomía universitaria, desde el movimiento de Córdoba en 1918, ha sido la piedra angular del movimiento estudiantil latinoamericano. Seguramente muchos comandantes guerrilleros les echaron el cuento a muchos activistas universitarios recitando frases del Manifiesto liminar «los dolores que quedan son libertades que faltan…».
Al profesor Jesús Antonio Bejarano Ávila lo mataron el 15 de septiembre de 1999. A «Chucho» Bejarano lo mataron en la facultad donde impartía sus cátedras, en la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá. Un profesor universitario fue asesinado a balazos delante de sus estudiantes en el campus universitario más importante en la historia del país. La insurgencia colombiana, la desaparecida guerrilla FARC, es la responsable de este asesinato. Lo han confesado.
Que una organización guerrillera sea la responsable de este crimen demuestra que la guerra en Colombia lo pudrió todo. Junto con la confesión del asesinato de Álvaro Gómez Hurtado se demuestra que los colombianos no sabemos cómo terminamos matándonos de esta manera tan bestial, con policías disparando contra ciudadanos a plena luz del día.
Las FARC están en deuda con el movimiento estudiantil colombiano. El adjetivo más pequeño que les cabe es el de hipócritas. En mi condición de activista estudiantil en el exilio, comprometido a fondo con el proceso de paz, no puedo dejar de decirlo. Para eso es el proceso de paz, para vernos de verdad en el espejo de la guerra. No podemos callar.
Las FARC están empezando a hablar, hay que creerles, hay que rodearlos, hay que escucharlos. Están cumpliendo con su parte del acuerdo de paz. Es hora de que los militares y demás agentes del Estado también hablen. Es hora de escuchar a los paramilitares que también quieren hablar. Saber la verdad y ser atravesados por sus dolores es la terapia necesaria por la que debe pasar la sociedad colombiana, si queremos llegar a la reconciliación. Solo los señores de la guerra ganan manteniendo la verdad oculta.