Trabajo cerca del sector de la hostelería desde que tengo memoria profesional. He lidiado con cocineros, camareros, mixólogos, runners, organizadores de caterings, productores de vino y cerveza y un largo etcétera dentro de la industria. Aun así, lo más cerca que he estado yo misma de trabajar como hostelera ha sido un periodo de dos años durante los que me dediqué a recorrer restaurantes presentando y sirviendo una propuesta gastronómica y de bebidas itinerante.
La experiencia no solo fue dura; créanme, fue muy dura. Ya no por las jornadas interminables, el constante vaivén físico y la presión de maquinar a contrarreloj para que todo salga perfecto, sino por la enorme carga emocional que supone trabajar a disposición de la gente con elementos tan delicados y perecederos como son los alimentos y las bebidas artesanas. La hostelería debería tener su propio y particular día de la salud mental.
El alcohol es el anestésico ante la angustia laboral. Ese demonio silencioso al que nadie quiere referirse, pero cuya aura latente lo envuelve todo; la ansiedad y el alcoholismo unidos de la mano.
La salud de aquellos que nos sirven me inquieta terriblemente; y me sobrecoge todavía más la sensación de que poco importa dentro y fuera del sector. El pasado 10 de octubre se celebró el Día Mundial de la Salud Mental, un tema al que le doy vueltas a menudo, especialmente por mi cercanía con la industria y más aún desde mi aventura hostelera; tras pasar horas hablando con gente del gremio y tras comprobar en carne propia lo que conlleva su día a día.
Gran parte de las personas que llevan cierto tiempo trabajando en la industria hostelera han experimentado un problema de salud mental de mayor o menor grado; puede tratarse de un episodio de ansiedad, estrés continuo o una depresión no siempre abordada de la mejor manera. ¿Quién cuida de la salud mental de los que nos sirven? ¿Cuántas veces nos planteamos las consecuencias que sufren aquellas personas que se someten a un estrés diario prolongado?
La jornada de un trabajador de la hostelería puede alargarse más de nueve horas diarias. Dentro del gremio hay mucha presión, exigencia y en muchas ocasiones el ambiente interno de trabajo es además hostil y poco conciliador. Sumar a esto que la clientela sea excesivamente demandante y poco simpática, y ya tenemos todos los ingredientes para generar una bomba emocional que va cargándose lentamente hasta explotar, no siempre de manera predecible.
Me preocupa el papel que desempeña el alcohol en todo esto. Yo, gran defensora de su consumo cultural y ocioso controlado, he visto el abuso en este sector a niveles que rozan la locura. El alcohol es el anestésico ante la angustia laboral. Ese demonio silencioso al que nadie quiere referirse, pero cuya aura latente lo envuelve todo; la ansiedad y el alcoholismo unidos de la mano. Alcohol siempre, mal gestionado: sentimientos a flor de piel y síndrome del borracho depresivo.
La propia autoestima del sector es además muy baja. La hostelería se vende mal al presentarse como un gremio lleno de balas perdidas que han optado por hacer lo que hacen por pura inercia, porque no les quedaba otra opción en la vida. Ser camarero se ve como algo sumamente básico, ser cocinero es someterse a la esclavitud, y ya ni hablemos de ser sumiller o bartender, ¿por qué nadie en su sano juicio querría dedicar su vida a cuidar, limpiar y servir?
Otra cosa es el mundo de los sueños en los que se asientan los restaurantes estrellados, donde la aspiración a llegar a ser alguien dentro de este competitivo mundo es un todo, pese a que el trato al personal da para escribir todo un estudio sociológico, no precisamente alentador. Mismo perro, distinto collar.
La vergüenza emocional
Añadamos a todo este panorama el hecho de que la salud mental sigue siendo un tema tabú, no sólo en el entorno laboral, sino incluso en los hogares. El estrés y la asfixia emocional ante situaciones que pueden rozar el límite y que con el tiempo también suelen perjudicar la salud física y el estilo de vida, no se consideran como un tema de relevancia, especialmente en una industria agotadora, precaria y tantas veces desagradecida, cuyo mayor placer parece ser poner a prueba la resiliencia de las personas.
He escuchado testimonios de hosteleros que ni siquiera se refieren directamente a un problema de salud mental como tal, a pesar de que sí muestran claramente que el estrés o el agotamiento han afectado de alguna manera a sus vidas, y esta situación continua les ha derivado otros problemas como la mala nutrición, el dolor físico, la calidad del sueño o el abuso de alcohol o sustancias.
La hostelería se vende mal al presentarse como un gremio lleno de balas perdidas que han optado por hacer lo que hacen por pura inercia, porque no les quedaba otra opción en la vida.
¿Lo peor? Es difícil escapar de ese círculo vicioso, es una trampa dulce que absorbe mucha energía, que busca alivio en el desahogo fácil y la pérdida de consciencia. ¿Cómo se pueden tener hábitos saludables si se pasa días, semanas o meses bajo un constante sometimiento al estrés?
Honestamente, no quiero llamar a esto cultura del trabajo. No se puede hacer oídos sordos a la falta de recursos emocionales, es deber de todos condenar esta situación, gritarla a los cuatro vientos, decir basta. La salud mental en la hostelería no sólo debería importarnos por empatía con otros seres humanos, sino porque se trata de las personas que nos cuidan frente al acto de comer y de beber.
Siempre que voy a alguna cafetería, restaurante o bar, no puedo dejar de pensar en lo que ha sido la jornada de la persona que me está sirviendo. Me gustaría decirle que yo también estoy para servirle, que lo siento como mi responsabilidad como clienta y como persona.
Cuiden sus cabezas y sean amables, pues cada uno está lidiando su propia lucha interna diaria, y un gesto de gratitud puede marcar la diferencia entre un día duro y uno muy duro.