He tenido la suerte de rodearme de personas con muy buena memoria. Gente que recuerda fechas con exactitud pasmosa, que es capaz de recrear colores, olores y sonidos, cuando yo, a duras penas, puedo grabar nombres. Lo mío puede ser selectivo, para eliminar recuerdos. Aunque también es verdad que, en muchas ocasiones, dejo que sea la pereza mental la que me gane. Mi cerebro vago se resiste, sobre todo, a recordar el pasado muy pasado. Con la memoria reciente vamos bien, pero no preguntes por detalles de muchos años atrás porque colapsa. Sin embargo, cosa curiosa, te puedo describir dónde estaba y qué hacía cuando me enteraba del asesinato de un personaje público en Colombia. Supongo que crecer en un país en el que las masacres determinan tus escasos conocimientos geográficos y en el que los cementerios están llenos de lápidas célebres, hace cortocircuito hasta en las mentes más proclives al olvido como la mía.
De pronto salen a la luz testimonios que abren la caja de Pandora para reconocer, públicamente, magnicidios que siguen doliendo. Pero no creemos. Volvemos a cerrar los ojos ante lo evidente y preferimos quedarnos con la primera versión que teníamos sobre aquel crimen.
Te puedo contar el frío que me recorrió el cuerpo aquel 13 de agosto por la mañana cuando en la radio anunciaban el asesinato de Jaime Garzón. Te puedo explicar que me quedé en shock ese viernes por la noche cuando en la tele pasaron el momento exacto en que dispararon contra Luis Carlos Galán. Te puedo decir que era un lunes por la tarde cuando me llamaron del periódico para interrumpir mi día de descanso y pedirme que volviera a la redacción, porque habían asesinado a Gilberto Echeverri y a Guillermo Gaviria.
Tantas fechas y tantas vidas truncadas que, si pudiéramos hacer una caricatura de todas nuestras violencias, habría que dibujar una línea de tiempo ramificada en miles de posibles realidades paralelas. No puede contarse la historia lineal de una tierra que ni siquiera deja pelechar a sus hijos, porque cuando tienen voz para gritar, ya los están matando.
Así que, volviendo al tema de la memoria, la condena por coleccionar obituarios se paga con la curiosidad por descifrar los crímenes. Y aquí es donde entran en juego las suposiciones populares que damos por ciertas y las hipótesis con fundamento que nunca llegan a un tribunal, porque ya se sabe que la impunidad es nuestra más fiel justiciera. Queremos saber quién decidió la hora final de aquel que tanto salía en las noticias y, como necesitamos justificar, somos capaces de creer cualquier teoría conspiratoria. Y pasan los años y las leyendas urbanas hacen su trabajo y se propagan rumores y creamos perfiles de posibles asesinos.
Nos tocará aceptar que aquel al que no queremos oír tiene una de las piezas que faltan en el rompecabezas de la historia reciente del país.
No hay quien desmienta nada. O sí. De pronto salen a la luz testimonios que abren la caja de Pandora para reconocer, públicamente, magnicidios que siguen doliendo. Pero no creemos. Volvemos a cerrar los ojos ante lo evidente y preferimos quedarnos con la primera versión que teníamos sobre aquel crimen. Nuestra verdad vale más que LA verdad, porque llevamos años alimentándola con lágrimas o con rencores.
La indolencia, como la falta de memoria, parece ser selectiva. A algunos matones los justificamos sin necesidad de que expliquen nada, pero a otros no les damos ninguna oportunidad para reconstruir los detalles de su barbarie. Y no porque nos falte morbo, sino porque preferimos seguir creyendo que nuestros esquemas son los únicos, correctos y posibles. Pero resulta que el panorama es mucho más poliédrico de lo que nos gustaría. Son miles y miles los nombres de personas que ya no viven por culpa de una bala o una bomba, y es amplia la variedad de ejércitos con uniformes de distintas banderitas, pagados por diferentes bolsillos.
De manera que, para hacer memoria, toca despojarse de prejuicios, olvidarse de los cuentos que nos creímos hasta hoy y sentarnos a escuchar. Y nos tocará aceptar que aquel al que no queremos oír tiene una de las piezas que faltan en el rompecabezas de la historia reciente del país. Y que ese otro, que también empuñó un arma, pero pertenecía a otro bando, también tiene otras piezas del mismo rompecabezas.
Dejar hablar para poder escuchar, escuchar para hacer memoria y hacer memoria para esclarecer la verdad. Así de complicado y así de necesario. Me niego a creer que no seamos capaces.