La situación de más de veinte mil familias que fueron acusadas injustamente de fraude por el Ministerio de Hacienda en los Países Bajos, ha ocupado portadas y páginas en los medios de comunicación más importantes de Europa y el mundo. El tema ha estremecido el ambiente político en una de las democracias más estables de la región, al punto de anunciar la dimisión de varios miembros del gabinete a menos de dos meses de los próximos comicios.
Con pruebas claras y contundentes, quedó claro que se afectaron de manera grave los derechos de miles de familias de origen inmigrante o con doble nacionalidad, especialmente de procedencia turca y marroquí. Estas familias fueron obligadas a devolver los subsidios para el cuidado de la primera infancia que les fueron otorgados por el Gobierno. Estas ayudan hacen parte del complejo paquete de medidas y subsidios que son facilitados para garantizar el bienestar y la estabilidad económica de los ciudadanos.
Todo esto, ha sido construido desde una concepción de la realidad bastante homogénea que jerarquiza y categoriza a los ciudadanos. El común denominador: los ingresos económicos. Una lógica de la que no se salva nadie y mucho menos la población inmigrante.
En los Países Bajos, los procedimientos y las reglas del juego para recibir este tipo de subsidios son muy claros. Acceder a estos subsidios depende de los ingresos y hay un sistema diferenciado para locales y extranjeros. Los subsidios destinados al cuidado de los menores están pensados para garantizar su acceso a la guardería, siempre que padres y madres continúen el desarrollo de sus actividades laborales, es decir, siendo económicamente activos. Estas medidas son de acceso a todos los ciudadanos con residencia legal en el país que cumplan con los requisitos.
A simple vista, cuando se observa el paquete de subsidios, ayudas y derechos con los que puede llegar a contar una persona que reside de manera legal en Países Bajos, se entiende porqué el índice de calidad de vida en el país es alto y aparece entre los tres primeros del ranking mundial. Sin embargo, como si se tratara de un iceberg, esto es lo que se observa desde la superficie.
Debajo, soportando esa gran estructura, hay un sistema de políticas muy pragmáticas creadas mediante indicadores tecnocráticos. Amén de un complejo sistema de derechos que se traduce en muchos beneficios para el ciudadano y, al mismo tiempo, acarrea responsabilidades. Todo esto, ha sido construido desde una concepción de la realidad bastante homogénea que jerarquiza y categoriza a los ciudadanos. El común denominador: los ingresos económicos. Una lógica de la que no se salva nadie y mucho menos la población inmigrante.
Tal como sucede en casi todos los países ricos de la Unión Europea, la población es notoriamente escalafonada. El sistema logra “medir el valor” que puede tener una persona con base a su productividad económica. Temas como el nivel académico y el área de trabajo pueden llegar a ser indispensables, por ejemplo, en procedimientos para adquirir la residencia permanente o para recibir beneficios fiscales. Estas son condiciones implícitas, son reglas que no siempre se encuentran escritas en la normativa y que muchas veces se ven sujetas a la discrecionalidad de las instituciones.
Sin embargo, este tema puede llegar a ser muy sutil. Es más fácil entenderlo desde la experiencia del inmigrante y cuando se tiene la oportunidad de compartir, coincidir e interactuar con inmigrantes de diferentes niveles socioeconómicos. Esa relación vital es lo que permite ver la realidad más allá de la superficie. En el subsuelo transcurre una realidad que es evidente, que el público sabe, pero no se menciona. El escándalo que hoy día sacude a Países Bajos es el resultado de decir en voz alta eso que se decía en voz baja. Aquello que sabemos que sucede en todos los países de la Unión Europea con los que migran, el flagelo que sufre el que llega.
La calidad de vida es alta en Países Bajos, los niveles de corrupción son pequeños y en general las reglas del juego parecen claras tanto para locales como extranjeros.
Desde la superficie se podría decir que el Gobierno de los Países Bajos ha dado un reversazo al asunto que ha perjudicado a miles de familias inmigrantes con residencia legal. Implica para el Gobierno pasar por la vergüenza de mostrarse como incompetente y corrupto. Reconocer públicamente que se ha cometido un error a todos los niveles, asegurar a los votantes que se revisarán y reformarán las medidas para garantizar que esto no vuelva a ocurrir. Asumir la responsabilidad gubernamental y crear mecanismos de indemnización y anunciar la dimisión de varios miembros del gabinete. En la base del iceberg, sin embargo, se encuentra una anomalía que se ha asumido públicamente, pero sin posesionarla como centro del debate: la estigmatización mediante políticas y medidas que vienen de las entrañas del establecimiento.
Un asunto que hace parte de ese repertorio de formas sutiles que suelen pasar desapercibidas en las sociedades llenas de privilegios. Aquellas en donde el tejido social no se fortalece, no hay sentido de comunidad y en las que cuesta llevar al colectivo a un análisis crítico que reconozca la manera como se están vulnerando los derechos de ciertos grupos sociales.
Aunque es cierto que la calidad de vida es alta en Países Bajos, los niveles de corrupción son pequeños y en general las reglas del juego parecen claras tanto para locales como extranjeros, detrás de escena hay un sistema que jerarquiza a la población y hace efectivas políticas que saben dónde apretar o dónde aflojar la tuerca, para evitar lo que más importa: la fuga de capitales.
Debo decir que como trabajadora social una de mis herramientas para comprender el contexto en el que me ubico, y en la que apoyo mis opiniones, análisis o ejercicios de investigación es la experiencia y la narrativa de quienes viven el contexto. En mi corta experiencia en los Países Bajos, trabajando con mujeres migrantes de diferentes niveles socioeconómicos, puedo sostener que las políticas de subsidios en el país terminan siendo estigmatizantes aún cuando no se proclamen como tal.
El Gobierno ha sabido actuar de forma “correcta” pero, los vergonzosos hechos que salieron a la luz requieren un tratamiento más profundo y tomar medidas que transformen las dinámicas estructurales y generen compromisos de no seguir afectando a los más vulnerables.
Comentarios como “es mejor no recibir subsidios del gobierno, aunque los necesites” son bastante frecuentes y la percepción generalizada de que acceder a este tipo de beneficios resulta en muchos casos equivalente a “ser fichada” y aumentan las posibilidades de que “te pongan problemas con la declaración de impuestos”, “te ganes una multa” o “te obliguen a devolver dinero”. Dinero que en algún momento se recibió, porque haciendo uso de sus derechos fue solicitado, el gobierno lo asignó y luego por algún motivo o cambio en la ley y sin importar las condiciones económicas en las que se encuentren las personas, se vieron obligadas a devolver. Fue lo que sucedió con las familias que hoy protagonizan el escándalo en Países Bajos.
El debate sobre este asunto tendría que ir a un nivel más profundo. Hasta el momento el manejo político y mediático de la situación ha sido responsable y pragmático. El Gobierno ha sabido actuar de forma “correcta” pero, los vergonzosos hechos que salieron a la luz requieren un tratamiento más profundo y tomar medidas que transformen las dinámicas estructurales y generen compromisos de no seguir afectando a los más vulnerables. Es un debate que acarrea costes elevados, que difícilmente las fuerzas políticas están dispuestas a pagar en este momento. Tendremos que esperar a los comicios de marzo próximo para saber si la ciudadanía presiona y toma cartas en el asunto.