En un acto cómplice,
mi dedo pulgar y mi dedo índice,
sin presión alguna,
se juntaron.
Con el discernimiento propio de los amantes,
la última falange del mal llamado gordo
inició el camino del círculo
sobre la yema del señalador.
Ante la ausencia de una enciclopedia de gestos
por país,
por región,
por comunidad o
por edad,
mi boca hizo de trajinante de significados,
mi boca indicó,
acompañándose de mis ojos y de mi cabeza,
la tierra hoyada que nos legó el aguador.
Soy capaz de reconocer mi ignorancia,
cuando echo,
en un artificio de variables,
las migas de pan que sobran.
Pero,
no,
mis intenciones.
Soy capaz de reconocer mi ignorancia,
cuando intento otorgarle valores absolutos
al algoritmo que nos separa.
Pero,
no,
mis intenciones.
Si bien Dracón nos condenó a muerte,
la errancia nos mantuvo vivos.
Vengo de una familia enraizada y temeraria
albergo, en mí,
un estigmatizado y
selecto grupo de vicisitudes;
y sé que cuando surcan,
cultural y físicamente,
como una más,
los espacios sin vino de tu mar helado,
un faro se enciende
en noches de ayuno.