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Entre flores y derechos. La falsa dicotomía

Yo me cansé de disculparme, de sentirme equivocada, de pensar que ser sensible me convertía en un referente negativo del empoderamiento femenino. Que debía mostrarme fuerte, que no me temblara la voz, ni se me salieran las lágrimas para poder ser una lideresa, un “cuadro” político, porque debía ser ejemplo de cómo se templa el acero.

Imagen de kalhh en Pixabay

Imagen de kalhh en Pixabay

El dolor que muchas mujeres hemos sentido, sino todas, se dibuja en la piel. Atraviesa como una daga el pecho. Se aferra a los sentidos, y en ocasiones obnubila nuestra capacidad de aprehensión del mundo. Intento no definirme desde él, desligarme del miedo que los vejámenes de la violencia machista han infundido en la cotidianidad de quienes desde dentro o fuera del sistema sexo/género hemos decidido nombrarnos e identificarnos desde lo femenino, desde el ser mujer, pero también, en quienes no creen en esa condición binaria de la humanidad. 

He querido cortarme el cabello, alterar mi cuerpo, esquivar las miradas, no sentir el deseo de los hombres hacia mí, porque me han hecho sentir sucia, culpable, mala. Desde esta Liliana, Lili, LiliLó, Lilith que he sido, soy y seré. Me reconozco, me identifico, reclamo el derecho a ser, y no solo a ser MUJER porque la biología así lo determinó, sino a ser una mujer libre, fuego, agua, creación. Quizás un poco más segura de merecer amor, una vida digna y libre de violencia por el hecho central de ser humana, no porque pueda ser tu madre, hija o hermana. 

Porque ser feminista te hace reconocer en ti a la bruja, la maga, la doncella, la abuela, porque tu dolor no es tuyo, ni mío, es de todas. Porque la sensibilidad se puede convertir en una forma de lucha, porque las lágrimas pueden ser una tormenta, porque el amor activo, solidario, decidido, le resta poder al macho abusador. 

Y aquí, en este atardecer a la orilla del mar Caribe, me miro y me doy cuenta de que soy esta que ya no se reconoce en el espejo de quienes gritan, se sulfuran y adoloridas con justa causa señalan al macho opresor. Quizá por miedo al rechazo o al odio visceral que puede emanar de mis entrañas. Tal vez, porque aún no logro identificar en mí cuál es el feminismo que me “aplica” o al que debo suscribirme para, como dice Gioconda, “sacarme un diez en conducta con el partido, el Estado, las amistades, mi familia”.

Al parecer hay buenas y malas feministas por todos lados. Desde la puerta y el sillón alguien te dirá lo que debes ser, cómo debes pensar, y qué tanto debes sentir o identificarte con una lucha. Te señalarán por no ser lo suficientemente sorora, que así no se es consecuente con la lucha. Que si llevas al “extremo” eso de ser mujer por cómo te vistes, maquillas, o adornas tu cuerpo. Que si eres madre, que si abortas. Que si eres bruta por modelo o brillante por ser astronauta. Y vamos por la vida atacándonos, condenándonos nuevamente a la hoguera por brujas, entre brujas. 

Y tal cual como la tierra, la lucha feminista, debería ser entonces transformadora, plural  y cambiante. Allí me reconozco, al lado de las desobedientes, esas que hicieron y siguen haciendo posible el despertar de nuestras conciencias.

Yo me cansé de disculparme, de sentirme equivocada, de pensar que ser sensible me convertía en un referente negativo del empoderamiento femenino. Que debía mostrarme fuerte, que no me temblara la voz, ni se me salieran las lágrimas para poder ser una lideresa, un “cuadro” político, porque debía ser ejemplo de cómo se templa el acero. Quienes me conocen saben que las lágrimas se me dan fácil, que me río en exceso, que me enamoro en demasía, que soy sensible hasta el tuétano, y al parecer eso de la geometría no se me da tanto. 

Porque el compromiso con la lucha por la defensa de los derechos humanos, específicamente con la defensa de los derechos de las mujeres, hermana mía, no se mide bajo estándares de calidad. Porque ser feminista te hace reconocer en ti a la bruja, la maga, la doncella, la abuela, porque tu dolor no es tuyo, ni mío, es de todas. Porque la sensibilidad se puede convertir en una forma de lucha, porque las lágrimas pueden ser una tormenta, porque el amor activo, solidario, decidido, le resta poder al macho abusador. 

Por eso reconozco en mí el linaje femenino, retomo mi poder para reconstruir nuestra conciencia y dejarle de ser útil al sistema que reproduce los estereotipos y los roles ejemplarizantes de lo que significa ser mujer. Y me adhiero a la construcción de un feminismo que no caiga en la dicotomía derechos o flores, sino uno que nos permita recordar y reconectarnos con las mujeres guerreras jaguar, con las mujeres águila, con las ancianas tejedoras, con las sabedoras, con las comuneras, criollas, negras, mestizas, zambas, sacerdotisas, curanderas, parteras, reconectarnos con el poder femenino que contiene, no que aniquila.

Estoy hablando aquí de otras formas de vivir el sexo, la reproducción social, el género. De no estar sometidas a cercamientos. De la necesidad de hacernos soberanas de nuestra propia energía para reclamar el control sobre nuestro camino, sobre las condiciones de nuestra reproducción. Hablo de la necesidad de tener autonomía para redefinir lo que significa ser mujer.

Este es el momento para hablar, para hablarnos, para estudiar y homenajear a esas heroínas incómodas, a esos seres que decidieron y siguen decidiendo quitarse las etiquetas binarias que la sociedad nos ha impuesto, no solo por biología, sino por comercio.

Y esto se conjuga con el plantearnos una revolución desde otra mirada. Que parta del reconocimiento de identidades diversas, históricamente marginalizadas, en donde caben las mujeres indígenas, rurales, mujeres negras, hombres bisexuales, personas trans pobres, y un infinito etcétera de posibilidades, que van más allá de personas cisheterosexuales blancas o mestizas de clase alta y media, urbanizadas. 

Y esto requiere un feminismo que abarque. Uno que vaya de la mano con la lucha por la defensa de la tierra, para la construcción de soberanía y autodeterminación también del cuerpo que es nuestro propio territorio. Y tal cual como la tierra, la lucha feminista, debería ser entonces transformadora, plural  y cambiante. Allí me reconozco, al lado de las desobedientes, esas que hicieron y siguen haciendo posible el despertar de nuestras conciencias.

Este es el momento para hablar, para hablarnos, para estudiar y homenajear a esas heroínas incómodas, a esos seres que decidieron y siguen decidiendo quitarse las etiquetas binarias que la sociedad nos ha impuesto, no solo por biología, sino por comercio. Es hora de nombrarles. Desde esas desobedientes de las independencias, María Agustina, Micaela, María Remedios, Teresa, Javiera, Juana, Micaela, hasta quienes gritaron hasta la muerte que, sin libertad sexual, no había libertad política, los León, Manueles, Rolandos, Andreas, Antonias. Seres que han subvertido los roles de género, y que luchan por la transformación social, por la construcción de una sociedad justa, equitativa e igualitaria para todas, todos, y todes.

Cuentera, teatrera, waterpolista, bailadora, profesora de la Universidad Simón Bolívar. Estudiante de la vida, hija, hermana, tía, amante, mamá de los “Fulanos Felinos”. Periodista. Magíster en Desarrollo Social y en Ciencias de la Sociedad. Especialista en estudios políticos y económicos. Candidata a doctora en Ciencias Sociales de la Universidad del Norte.

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