“Por primera vez en la historia, a los financistas no les importa en absoluto la economía real. Ven que el Covid-19 ha colocado al capitalismo en una animación suspendida”. Yanis Varoufaquis
“El dilema es: ‘O la vida o la economía’”. Enric Casulleras Ambrós
Tantos títulos zumbaron en mis oídos, no sabía exactamente cómo nombrar este cambio de epidermis que se avizora en el mundo. Es la ciudad y sus demonios, pero es también el trago amargo para los gurúes de la receta neoliberal y es, sobre todo, un planeta que se calcina, ya no solamente en los países del llamado Tercer Mundo o en los llamados “cinturones de miseria” de las grandes ciudades, sino en las urbes sin distinción, incluyendo las del “top” de los países desarrollados y las que han alcanzado niveles de atención pública insospechados –tipo China y Rusia-, bajo otros modelos económicos. Un minúsculo virus ha puesto contra la pared una visión del mundo que se ha lucrado con la fragmentación de la vida social, con la prédica del individualismo como modelo de vida y del consumismo como summum de la felicidad.
La ciudad con sus amplias avenidas, fastuosos centros comerciales, industrias humeantes, puentes sofisticados, luces de neón, hileras de carros que se apiñan y pitan rabiosamente y rascacielos pintorescos, a modo de termiteros, es el arquetipo de las polis modernas. ¿Y el campo? No, el campo y sus habitantes no cuentan para esta visión del mundo. Sólo está allí para ser explotados de manera inclemente, es un coto de caza al que se acude para exprimir sus frutos, para entubar sus aguas, para tomar sus riquezas subterráneas y convertirlas en mercancía, contante y sonante. Pero este microvirus tiende a revertir esa imagen de “seguridad” que otrora ofreciera la ciudad. Ésta ahora aparece como un enorme recinto en el que todos se miran con desconfianza, en el que todos huyen de todos. Un castillo imponente en el que sus cloacas hacen agua y nadie está a salvo. Pero… ¿adónde ir? Los ojos temerosos miran hacia el campo.
El ideal de la vida en comunidad, tal como fue formulado por Aristóteles, encontró su recinto apropiado en la polis. En ella las comunidades se organizaban para administrar sus bienes comunes, cuidar sus finanzas, dirimir sus conflictos y, especialmente, para asegurar el “bien estar” de todos sus pobladores, un bienestar que se garantizaba por la siembra de virtudes desde la familia y de quienes hicieran las veces de preceptores. Era la ciudad el espacio de la vida pública, en el que las familias y el Estado aseguraban educación en pos de una sana convivencia.
La ciudad nace para forjar tejido social y dignificar la vida. Los desarrollos posteriores, jalonados por el auge del capitalismo, hicieron de las ciudades conglomerados que despersonalizaron su vida social. De repente los principios éticos que servían de asidero a las comunidades fueron perdiendo su relieve. El ritmo vertiginoso de las ciudades y el arribo de la hiperconectividad crearon la ficción de que la felicidad estaba, a un clic, en nuestros dispositivos electrónicos. Por allí se podía armar una familia, se podía hacer parte de una comunidad, se podía vivir el ímpetu del goce -en cualquier regodeo, adicción o perversión-, lo importante era satisfacer el ego y ¡ya! La sociedad espectáculo en su furor reemplazó la plaza pública, el parque vecinal, la caseta comunal, la minga para ayudarse entre los vecinos y la negociación –con argumentos- de los asuntos prioritarios para asegurar calidad de vida para todos los habitantes de la ciudad.
Con la pandemia la ciudad reventó sus males. Los migrantes que habían salido del país vecino en busca de mejores oportunidades se vieron acosados por el desespero de no tener donde refugiarse, armaron sus “cambuches” y comenzaron a deambular con sus rostros escuálidos, pidiendo trabajo o solicitando la caridad pública. Los pobladores de las ciudades los percibían como una amenaza, no sólo a sus fuentes de empleo, sino a su seguridad. En poco tiempo se vieron involucrados en casos de robos, atracos y ataques a mano armada. Los habitantes de los extramuros de las ciudades, de las comunas golpeadas por la pobreza, de las zonas de ladera, empezaron a vagar en el rebusque, en muchos casos en calidad de indigentes y de repente, los índices de inseguridad que bajaban por el confinamiento se elevaron con modalidades que demostraban el desespero de quienes se han visto más golpeados, al sentirse abandonados de la mano del Estado.
En determinados momentos el pánico colectivo se tomaba las calles. ¡Ya vienen, ya vienen!, fue el rumor que se echó a rodar y los vecinos de varios barrios y habitantes de unidades residenciales se armaron, no solo con armas de fuego, con bates y palos para defenderse de la turba. Turba que nunca llegó. El miedo y el espectro de una olla a presión, pronta a estallar en los barrios bajos o de la periferia, hacía estragos en la tranquilidad prometida. Trancar puertas, asegurar enrejados, estar a la defensiva en las casas, en los vehículos y cuando se sale a lugares públicos, es lo que aconsejan las mismas autoridades policiales. De castillo fabuloso a enorme cárcel, esa es la paradoja de la gran ciudad.
En palabras del analista hondureño y doctor en Ciencias Sociales Álvaro Cálix: “Fue necesario un acontecimiento inusitado para apagar a la bestia económica del siglo XXI. Esto se denomina cambio por catástrofe, y siempre tenderá a provocar consecuencias más dramáticas que un cambio por diseño”.
La gran incertidumbre es si todo lo que la pandemia ha sacado a flote: un planeta agotado y recalentado por su depredación desproporcionada, un modelo económico que ha visto caer las bolsas de valores y que sigue creando burbujas –ahora paraísos virtuales- para evitar el colapso, unas prácticas de consumo insalubres, una ciudad que se ahoga en sus propias miasmas y una cosmovisión centrada en el individuo, en su encumbramiento, su goce y su espejo ególatra. Si todo esto, que evidencia una crisis en la forma como hemos consentido la perversión del sentido de comunidad, de que la ciudad debe ser educadora y no amenaza para quienes la habitan. Si todo esto, al volver la “normalidad”, servirá para recomponer el curso de este tren en que viajamos. Lo advierte el escritor Cálix: “Debemos evitar que el objetivo sea sortear la emergencia sanitaria para luego reincidir en una economía inviable. El virus contagia a la gente, la economía mundo ya estaba contaminada”.
No es gratuito que entre las predicciones de los efectos que dejará esta pandemia esté una presión migratoria hacia el campo. Vivir en caseríos, en pequeñas veredas, en pueblos pequeños se convertirá en una opción para quienes deseen vida sana y cambio real en sus hábitos de vida. No es una diáspora o un sálvese quien pueda, por el contrario, reinventar y recomponer la vida en las ciudades o trasladarse a las zonas rurales debe ir de la mano con recuperar el sentido de vivir en comunidad, los beneficios de juntarse y repensar unas maneras sanas de relacionarnos, no solo entre nosotros, sino con el medio natural.
El mundo requiere un timonazo, de eso no hay duda. El espíritu de comunidad planetaria exige responsabilidad mutua entre el campo y la ciudad y que los pobladores de los territorios –urbanos y rurales- recuperen “las constantes humanas”, defendidas por el filósofo y urbanista estadounidense Lewis Mumford, de las primeras polis, en contraposición de las constantes depredadoras y disgregadoras que ha impuesto el modelo mercantilista. A su mundo light, desechable, efímero y competitivo oponerle el sentido solidario que dio origen a la vida en comunidad, en palabras de Daniela Cápona González, no olvidar nunca que la ciudad:
“Es memoria y plasticidad, al mismo tiempo que posibilidad abierta a los encuentros. Es el espacio por excelencia de la política en cuanto permite la elaboración de vínculos entre desconocidos y es, en este sentido, historia e identidad”.