En el sur de Colombia existe un pueblo que estuvo a punto de sucumbir por la acción del comején que, en un ataque clandestino y silencioso, como se hace en una guerra irregular, estuvo a punto de cargar con todo. El pueblo sufría un doble asedio, puesto que, además del comején, desde hacía algún tiempo comandos armados de diferentes grupos guerrilleros pugnaban por el control militar de la zona. El director del noticiero del mediodía, para el que yo trabajaba, me autorizó para desplazarme a la zona afectada para indagar sobre la plaga invisible.
No recuerdo si fue su alcalde o alguno de sus colaboradores quien me fue enseñando los estragos. Los pilares de las casas sonaban huecos al golpearlos con los dedos, y existía el peligro de que al arrimarse a uno de ellos toda la estructura cayera envuelta en un polvillo bíblico, húmedo y asfixiante capaz de espantar a cualquiera. Nos encaramamos a los techos de las escuelas y los colegios, dimos un paseo por las gradas de la gallera municipal, inspeccionamos las bancas de la iglesia y, lo que es peor, comprobamos que la efigie de la virgen, la patrona del pueblo, que era de madera, también corría la suerte de ser devastada por la calamidad.
El comején es una termita que se alimenta de madera, y los pueblos cálidos del sur de Colombia están construidos fundamentalmente de madera. Y no solo las casas y construcciones oficiales, sino el armario, la mesa, la silla, los balcones, incluso, en algunos hogares, los utensilios de cocina. De ahí que el ataque del comején fuera considerado como una agresión en toda regla al corazón de la sociedad, tal cual una idea corroe sistemas de pensamiento o estructuras sociales que se niegan a remodelar sus hábitos, costumbres, leyes o deseos de los nuevos tiempos y sucumben irremediablemente a las fuerzas interiores y silenciosas que de un momento a otro proclaman su triunfo sobre todo lo que existe.
Por esos tiempos, uno de los grupos armados que copaban la zona era comandado por un tal Joaquín, a quien conocí días después y con quien tuvimos una relación de amistad, incluso de colaboración. Los subversivos lograron expulsar de muchas cabeceras municipales a las fuerzas militares y de policía. Con ataques directos a las autoridades y la toma de pueblos, se hicieron con el control geográfico y político. En realidad, ya cogobernaban en muchas alcaldías, pues eran ellos, en últimas, los que terminaban imponiendo las reglas.
Las autoridades del pueblo atacado por el comején buscaron la manera de atraer la atención del Gobierno nacional para solicitar ayuda y lograr expulsar a la termita del interior de sus inmuebles. Y nuestro noticiero era clave, con una amplia cobertura y una gran sintonía, llegaba a todas partes.
No, no hubo una intervención nacional de emergencia, como la solicitaban sus habitantes. En su orfandad ante tal ataque “comejezco”, algunos utilizaron un revuelto de zumo de naranja y alcanfor, otros el conocido ácido bórico y mucha gente, mal aconsejada, se decidió a embadurnar sus muebles y estructuras con diésel y aceite quemado para luchar contra el enemigo invisible. Uno de esos desesperados habitantes me miró como si me acusara de algo: “el comején y los guerrillos nos tienen jodidos”, dijo.
El comején como metáfora de destrucción de una sociedad es algo que se utiliza mucho en la literatura. Del mismo modo, las guerrillas de toda la América Latina son vistas como una plaga que, camuflada en su propio seno, se da a la tarea de destruir “el orden democrático” y los valores cristianos, que son, según estas miradas, los pilares y la razón de ser de nuestros países. La táctica destructiva de estas termitas en climas tropicales y húmedos tienen en común con los grupos rebeldes su silencio y su clandestinidad en su actuar, pero también el alboroto y el disturbio, la destrucción y el caos cuando cae una casa o hay toma de un pueblo. En general, todo movimiento clandestino tiene como estrategia final la destrucción de una estructura determinada para implantar una nueva. No se puede construir sobre una estructura carcomida desde su interior.
Esa era la teoría del comandante Joaquín, no respecto al comején, sino a la estructura social que combatía. Para el capitalismo reinante, la desgracia de más de 60 años de guerra civil del país era producto de una plaga de comejenes, consecuencia de una actividad ociosa e irresponsable que lanzaba a unos bandidos a utilizar ideologías extrañas para revertir el orden establecido. Es decir, para destruir la organización del Estado en la que, supuestamente, todo el mundo era feliz.
El comandante Joaquín y la gente que lo acompañaba, bien o mal, sabía que las castas financieras y políticas los consideraba una plaga y que, bajo el pretexto de combatir plantíos ilícitos, los fumigaba con napalm, sustancia considerada por las Naciones Unidas como arma química de destrucción masiva. Pero los rebeldes siempre pensaron que eran fumigaciones al exterior de sus organizaciones, no al interior de un movimiento social, político y armado que se alimentaba, como las termitas, de viejas maderas, pero éstos, con la convicción de que hacían parte de un reducido grupo de comejenes denominados “hormigas blancas” cuya intención no era otra que la de renovar el ecosistema político consumiendo madera muerta y generando de esta manera una biomasa ideológica que permitiera el derrumbamiento del sistema neocolonial y la implantación de una justicia con paz política y social.
Luego de aquellos encuentros, tanto en la ciudad como en el campo, el comandante Joaquín desapareció de mi vista. Con el tiempo, nos enteramos que había caído en las garras del sistema. Herido y sin otra opción, fue a una celda de máxima seguridad. Once años duró su encierro, con el comején de la libertad carcomiéndole las entrañas.
Años después, cuando mi familia y yo ya vivíamos en España, un amigo me envió una nota desde Colombia: en Barcelona, decía el mensaje, vive un amigo común. Y anotaba un número de teléfono. Cuando llamé, me encontré con la sorpresa que era el ex comandante Joaquín.
Nos pusimos una cita en Madrid y reanudamos nuestra amistad. Era columnista de la revista Semana, de Colombia, un curtido conferencista en instituciones europeas y un escritor de largo aliento. Pero hace un año, en la revista Semana despidieron a uno de sus columnistas insigne: Daniel Coronel. Yezid Arteta Dávila, renunció a su columna, lo mismo que otros analistas.
Tres minutos después de que apareció en las redes sociales su renuncia, le escribí anunciándole mi apoyo a su decisión y luego hablamos de la posibilidad de fundar un portal virtual. Yo le envié un nombre y él me respondió con otro que había consensuado con un grupo: EL COMEJÉN. Sí, lo que están pensando es cierto, Yezid Arteta era el comandante a quien me he referido en esta nota. Sé que no estaba al tanto de la tragedia del comején que sufrió aquel pueblo, pero cuando me habló de las “ideas que corroen”, el lema de este portal, de inmediato me trasladó a esos tiempos de guerra en que la clandestinidad y el silencio activo eran nuestra razón de ser.
Hoy, junto a Erika Antequera, Diego Marín, Gustavo Franco, Natalia Munevar y otro grupo de autores y autoras que no aparecen en el portal como mi compañera Nubia Elena y millares de lectores, hemos construido una comunidad de comejenes que corroen los pilares de esa vieja ideología parasitaria que nos paraliza.