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La Colombia exhausta

Jóvenes en la calle resistiendo en su dignidad y consiguiendo lo que varias generaciones atrás no pudimos conseguir: acorralar a una dirigencia clasista, racista, homófoba, xenófoba, aporofóbica y putrefacta que se empeña en su caciquismo corrupto y asesino mientras el país se le desmorona en las manos.

Paro en Colombia

La buseta del paro. Imagen de Ire Thinks para EL COMEJÉN

Cuando en el 2017 vimos a Fernando Londoño y Alejandro Ordóñez, dos gladiadores pura sangre del Centro Democrático rular por todos los medios de comunicación declarando la necesidad de hacer trizas el acuerdo de paz, sabíamos que estaban haciendo una promesa, pero jamás imaginamos lo macabro de aquella oblación. Ese juramento era una orden de Álvaro Uribe Vélez para que, una vez los firmantes estamparan su rúbrica, se continuara con la siniestra obra de mantener amedrentado a todo un país. Pero ese país, al que los genocidas históricamente han subestimado, parece estar despertando y lo hace cansado, extenuado de que, como bien señala William Ospina, un día le den palo y al otro le den bala.

El naufragio de Colombia no se inaugura con la era Uribe Vélez, ni con el primer guerrillero que se echó al monte. No, su tragedia es histórica y la inestabilidad de este barco se gestó en el momento mismo de la “independencia”, cuando comenzamos a odiarnos y a matarnos unos a otros de las maneras más indescriptibles posibles, con lo cual, este país lleva doscientos años achicando agua y sus brazos ya no dan más. El transatlántico del siniestro Álvaro Uribe, que creyéndose Hércules ofreció la tabla de salvación para acabar con el monstruo de las siete cabezas de las “far” y el comunismo internacional, fue un espejismo más que, tristemente, ni fue seguro y mucho menos fue democrático, y sólo sirvió para “refundar la patria” y seguir expropiando la tierra a quienes la trabajaban, legalizando ese paramilitarismo que no ha hecho otra cosa que sembrar un reguero de muertos, desaparecidos y desplazados a lo largo y ancho del país.

El panorama desolador y catastrófico que vimos el 7 de agosto de 2018 durante la posesión del malogrado Iván Duque Márquez -mientras juraba el cargo al que había llegado gracias al poder narcoparamilitar- en medio de una tormenta de características diluviales, fue el presagio de que, a un mal cadete, triste aspirante a marinero, jamás se le puede dar el mando de un buque tan mañoso y complicado como lo es Colombia, que aun siendo el país más rico de América Latina, es el más desigual (el 10% de los ricos, gana 60 veces más que el 10% de la población más pobre) y uno de los más violentos del mundo.   

Hoy esa Colombia está exhausta y en medio de tanta muerte, coca, corrupción y pobreza, por ella corren ríos y ríos de sangre sin la misericordia de ningún gobierno. Su juventud, que de todo lo que ha perdido, ya perdió hasta el miedo, clama en las calles para que no la sigan asesinando, para que no cercenen sus sueños como cercenaron los de sus padres, los de sus abuelos, los de sus bisabuelos y todas sus generaciones pasadas. El hambre y el abandono que confluyen en un gobierno farandulero, déspota e ilegítimo, han despertado a esa juventud que suplica para que no le roben la sonrisa. 

Esta generación que hoy se toma las calles del país y que está aguantando bala, desmanes, violaciones, desapariciones, intimidaciones, amenazas, represión, abusos, estigmatización y odio por parte de un Estado que la única puerta a la que le ha dado acceso es a la de la cultura “traqueta”, a la de la ley del más fuerte, a la del estigma del rebusque, ya no aguanta más y prefiere que la maten las balas en la calle a que la siga matando la desidia, mientras hace parte de ese  42% de pobres que no le importa a nadie y que sólo puede comer una, o dos veces al día. Por eso están en la calle resistiendo en su dignidad y consiguiendo lo que varias generaciones atrás no pudimos conseguir: acorralar a una dirigencia clasista, racista, homófoba, xenófoba, aporofóbica y putrefacta que se empeña en su caciquismo corrupto y asesino mientras el país se le desmorona en las manos.

Ellos, que son el futuro de una nación sin norte y que sólo demandan educación, respeto y oportunidades para construir una sociedad decente, asisten atónitos al discurso machacón, repetitivo e insultante de un desgobierno sordo e infestado de malandros que insiste en tildarlos de terroristas, vándalos o idiotas útiles de ese ente imaginario llamado castrochavismo y que además, se regodea inundando las calles con las tropas de un escuadrón sanguinario y asesino llamado ESMAD, amedrentando a los “sin nada” con militares corruptos expertos en falsos positivos y atemorizando a los pobres taciturnos de nuestros pueblos tristes, con paramilitares reencauchados, mientras mira para otro lado cuando los otrora “pájaros” -hoy pistoleros llamados “gente de bien”-, disparan a diestra y siniestra con la seguridad de la impunidad absoluta. 

Llevamos años sabiendo que Colombia, la democracia más “estable” de Latinoamérica, es una olla a presión cuyo estruendo ya se escucha en todo el mundo, gracias a los miles y miles de colombianos en el exterior que nos hemos movilizado ocupándonos de que no quede ningún rincón en el planeta sin que conozca la crisis por la que atraviesa nuestro país. Un país en donde ser pobre, estudiante, indígena, negro, líder social, desmovilizado, sindicalista, miembro de la comunidad LGTB, periodista alternativo, militante de izquierda o, simplemente discordante del discurso oficialista, significa llevar una lápida colgada al cuello y ser objetivo militar y víctima de todo tipo de amenazas, vejámenes, acoso, vigilancia, persecución y acorralamiento por parte de una fuerza pública desbordada que pasó de instruirse en la funesta Escuela de Las Américas a las aulas de la Universidad Nueva Granada, donde militares de alto rango, en medio de grandes honores, reciben catequesis de un neonazi negacionista de la dictadura de Pinochet llamado Alexis López. 

Cincuenta muertos y quinientos desaparecidos después

Que Iván Duque haya decidido retirar el florero de Llorente representado en la abusiva y siniestra reforma tributaria (en un país donde ya no solo por la pandemia sino por la violencia sistemática que lo asiste hay tantos muertos al día y con la que pretendía gravar, entre otras cosas, hasta los servicios funerarios), además de ser un logro conseguido por la movilización en la calle, es un punto de partida para conseguir el desmonte de esa cueva de matones que es el ESMAD, la caída de otras reformas, como la de la salud -por ejemplo- que mirando lejos, puede llegar hasta a acabar con esa Ley 100 criminal (una de las grandes “glorias” de Uribe en el Congreso) que terminó con el servicio público y social del acceso a la salud y, algo tan importante y necesario, acercarse a la posibilidad real de una educación gratuita, estable y de calidad.

En medio de la incesante represión y los desmanes oficiales que se han cebado especialmente con Pereira y Cali, nuestra sucursal del cielo convertida en la sucursal de la mafia y la violencia oficial, este subpresidente tan escaso en méritos, pero tan abundante en soberbia, obedeciendo como un cordero majadero a su titiritero, quien a través de un Twitter le ordenó lanzar a los manifestantes -como quien lanza un hueso reseco a un perro rabioso-, hace unos días salió con la promesa de que su gobierno dará el acceso gratuito a la universidad a los jóvenes de los estratos 1, 2 y 3.

Ese canto de sirena afanosamente llamado “Pacto por la Juventud” debe ser cogido con pinzas, puesto en cuarentena y observado con lupa por parte del Comité del Paro, de Naciones Unidas y de yo no sé quién más, porque tiene toda la pinta de ser un órdago lanzado para frenar el avance de las movilizaciones. Pues esa Colombia a la que históricamente se le ha negado hasta la vida, necesita escuchar primero, de dónde cómo y cuándo, un gobierno que se ha dejado la piel en su empeño por quitar recursos a las instituciones de educación pública y ha mermado hasta su mínima expresión el acceso a la educación a millones de personas -ese mismo que hasta hace unos pocos días aseguró que le quedaba caja solamente para una semana- se puede permitir una promesa de semejante envergadura, sin siquiera sonrojarse y sin prever que desde la misma entraña del gobierno y ante la amenaza de una sociedad educada, formada y pensante, le van a poner todos los palos a esa rueda.

Seguimos

Mientras tanto, y cuando los grandes medios de comunicación pertenecientes a los conglomerados económicos que montan y sostienen la pantomima oficial, se dedican a sesgar la información, a poner filtros a la verdad, a mentir o, a perfeccionar esa mierda llamada posverdad aplastando toda ética personal y profesional, con tal de exaltar a una figura tan decadente como esa a la que llaman “presidente eterno”, ignorando así que millones gritan por el mundo que es un genocida, los que estamos fuera y no tenemos miedo, nos hemos dado a la tarea de empeñar hasta nuestro último aliento en el compromiso de ser la contraparte. Nuestra obligación es que se escuche en todos los rincones del planeta que Colombia no necesita y no debe perpetuar una guerra civil para que el mundo nos mire, porque ya está bien de atropellos, miseria y muerte y que, gracias a los jóvenes que están dando su vida y siguen resistiendo, nos encontramos en el momento histórico de reconducir nuestro destino, pero para ello los garantes de la democracia en el mundo deben ayudarnos. 

Cuando Álvaro Uribe asegura que la indignación manifestada en el exterior es una diplomacia paralela auspiciada por pequeñas ONG al servicio de los comunistas, lejos de insultar nuestra capacidad de discernimiento, lo que hace es darnos fuerza para llevar más lejos las denuncias de sus crímenes y buscar que el mundo entero sepa que al mando de Colombia está un genocida a la espera de ser juzgado por crímenes de lesa humanidad y que detrás de él hay un presidente ilegítimo, pusilánime, mediocre y alejado totalmente de la realidad -al mejor estilo de los años 70- a punto de instaurar una nueva dictadura en el Cono Sur. 

Por ello, seguiremos insistiendo para que la comunidad internacional no tarde en reaccionar como lo hizo con Venezuela y tome las medidas necesarias para frenar el avance del autoritarismo asesino de una derechona corrupta representada por el Centro Democrático, que más que un partido tiene los tintes de una secta ultraconservadora capaz de inmolarse a sí misma y hacer explotar a todo un país con tal de salvar a su líder natural y espiritual, representado en un expresidiario relacionado estrechamente con los asesinos más sanguinarios que ha parido nuestra “Patria Boba”.

Hoy más que nunca necesitamos que nuestra estirpe condenada a cien años de soledad tenga de verdad otra oportunidad sobre la tierra. Para que nos merezcamos en serio el puesto en ese ranking absurdo que nos ubica como el país más feliz del mundo y, para que llegue el día en que nuestros colombianos ilustres sean de verdad ilustres y no los representantes de esa parte de la sociedad narcoparamilitar que tanto daño nos ha hecho, dentro y fuera del país, debemos aprender de la firmeza en la resistencia que están demostrando quienes recorren nuestras calles, haciendo conocer sus reivindicaciones y, desde nuestra parcela particular, interiorizar la necesidad imperiosa del respeto a nuestras diferencias, entender que desde nuestra diversidad todos cabemos en el territorio, que nadie sobra, que todos merecemos respeto y que nuestra realidad no puede seguir siendo la guerra, esa que hasta hoy nos ha definido como colombianos. Pero claro, eso sólo lo lograremos si aprendemos, por fin, que el voto, como la dignidad, no tiene precio. 

Periodista, comunicadora social y grafóloga bogotana. Trabajó en varios medios y oficinas del Estado colombiano. En Oviedo, España, fue la cara visible de la Revista "Gente de Asturias", publicación del desaparecido Periódico "La Voz de Asturias". Desde España ha sido corresponsal y colaboradora para diversos medios colombianos. Actualmente escribe para Planeta Futuro del Diario "El País" y, desde el espacio personal de su blog www.ypensandolobien.com, nos cuenta su particular manera de entender el mundo. 

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