La finca de Heidi Yohanna Rojas queda en la vereda La Cabaña, a casi una hora en Jeep de Mariquita, en el Tolima. Una hora si no llueve. Heidi decidió hacer su propia fábrica de guacamole después de cansarse de intentar vender los aguacates que producía con su madre en la finca. El Aguacatal, la llamó. Cuando volvió hace unos años a su región —después de ser desplazada “para evitar problemas”, como le señalaron entonces los paramilitares que se apoderaron de la zona— vio que bajar los aguacates a Mariquita no salía a cuento. Pagar el transporte, y recibir entre 300 y 500 pesos por kilo porque los aguacates no estaban tan perfectos como en Carulla, le hizo tomar la decisión de juntar a sus vecinas y hacer una asociación de mujeres. Hoy intenta que El Aguacatal pueda ser un medio de vida.
“El campo es muy bonito por su tranquilidad. Pero, así como se vive de tranquilo, así es de tranquila la economía”, ironiza Heidi. Desde su casa a la escuela de la vereda, en donde instauró un centro de formación para adultos, también hay que buscar un transporte adecuado a la trocha. Algunos vecinos dicen que la carretera consta como asfaltada en los planos municipales, pero que los recursos destinados a arreglarla fueron desviados por políticos y administradores corruptos.
En el otro extremo del Tolima, en la vereda La Colonia, a 12 kilómetros de Villarrica, Norby Pulido cuenta que la lucha de sus padres, líderes comunitarios, hoy sigue siendo la misma: “que nos tengan en cuenta para muchas cosas, que no nos tengan tan abandonados en el tema de oportunidades agropecuarias, estamos hablando del campo. Nosotros siempre hemos estado como abandonados y la idea es salir, sacar esto a flote y decir ‘miren: existimos y queremos un cambio’.
En su labor de líder comunal, el trabajo de Norby se centra en la construcción de proyectos que mejoren las condiciones de los campesinos. Es otro de los puntos en los que es difícil encontrar una respuesta institucional: “nosotros solamente formamos proyectos para que el campo tenga más desarrollo, aunque no hemos sido escuchados todavía, pero seguimos luchando para que los campesinos tengamos más oportunidades, para que tengamos una mejor vida. Porque la vida aquí sigue siendo difícil. Tenemos necesidades en educación, en salud, en agricultura… todas las necesidades que ustedes se puedan imaginar”.
Su descripción es fácilmente contrastable. Para la investigadora Sonia Prada, en Villarrica no ha cambiado nada en las últimas décadas: “La carretera de acceso sigue siendo una trocha que cada invierno se convierte en la pesadilla de los viajeros y de los campesinos que intentan sacar sus productos. El hospital fue reubicado y ahora funciona en las instalaciones del Comité de Cafeteros, en arriendo. El principal colegio del municipio ha sido afectado por una falla geológica que amenaza a la población. Los más de 5800 habitantes de Villarrica siguen sin servicio de agua potable”.
Colombia está llena de mujeres como Heidi y como Norby. Víctimas del olvido, de la pobreza, de las promesas, de la corrupción, de la violencia, de todas las violencias. Sus vivencias son el retrato explícito de más del 50 % de una población absolutamente desprotegida. Los rasgos de la desigualdad en el mundo, que en Colombia son aún más preocupantes, indican que la mitad de los habitantes del planeta posee el 0 % del capital disponible. En la otra mitad, el 40 % de la gente se reparte el 14 % de la riqueza, y el 10 % más rico concentra el resto: el 86 % del capital. Como se ha demostrado en los últimos años, en los que la concentración de la riqueza ha aumentado de forma considerable, el 1 % de la población tiene el 46 % del capital existente.
Dicen algunos que este modelo se llama libertad.
Desde los años setenta y ochenta, pero sobre todo a partir de la última década del siglo XX, bajo el influjo de la liberalización económica y la desregulación de capitales —lo que convirtió a Colombia en una suerte de paraíso fiscal—, los medios de comunicación se concentraron y se terminaron de juntar con el poder económico. Dejaron de hablar de la gente para hablar de los intereses del 1 %. La bolsa, la economía, el fútbol, Estados Unidos, Uribe y la farándula criolla —que empezó a ocupar toda la franja informativa— marcaron el final mediático del siglo y construyeron una hegemonía cultural. Así, de repente, desapareció la gente. La hicieron invisible.
La hegemonía cultural ha mantenido su dominio en gran parte porque el 40 % de la población se mantiene dividida entre la pasividad absoluta y un intenso deseo de conservar ese 14 % que tiene del capital. Los medios, propiedad del 1 %, incentivan las barreras, el desprecio, la exclusión y los adjetivos que despojan de condición humana al 50 %: indio, pobre, gamín, negro, comunista, mamerto, guache. Los medios han creado el marco mental y cultural perfecto de control social sobre cualquier alternativa. Con ellos, ese 40 % ha terminado por defender los intereses del 10 %.
Pero en nuestra propia especie de entropía tropical, social y cultural inundada de realismo mágico, y como no había pasado en décadas, la situación de Heidi y de Norby se volvió viral. Los medios de comunicación, que intentan mantener el relato (caduco y trasnochado, repetido) porque está en juego la hegemonía —mal hicieron apostando a Duque, deben pensar ahora—, ven con sorpresa que los ciudadanos en las calles ahora los señalan de manera directa. Aún intentan sobrevivir, como dinosaurios, a su muerte anunciada.
Es el 50 % que se ha hecho visible. ¿Acaso no lo habían visto?
En Macondo han aparecido periodistas en las calles. Han tomado sus cámaras, sus recursos y se han dedicado a transmitir por canales diferentes su trabajo de reporteros. En esa ciudad imaginada y en resistencia, los medios alternativos hacen algo insólito: cuentan las historias de la gente.
Lo alternativo destaca por la marca original de la artesanía: las historias de Heidi y Norby se convierten en propias. Porque la mayoría de la gente ha dejado de ser invisible. Porque la identificación con los problemas del otro es cada vez más difícil de esconder, de controlar. Han encontrado muchos canales de comunicación.
En Macondo lo alternativo es hacer periodismo del clásico. En sus calles, los periodistas se acercan a la gente, oyen y preguntan. Denuncian lo que sus cámaras captan. Sus editoriales llaman a la paz social. No fomentan la crispación, ni tampoco la violencia. En su simpleza informativa David gana la batalla contra Goliat. La información vence a la opulencia y al espectáculo.
Los medios alternativos que en las últimas semanas de convulsión social en Colombia han sorprendido a todos los públicos no son nuevos ni son innovadores. En realidad, solo hacen periodismo.
Precisamente por eso en los últimos días se han hecho masivos. Porque hablan del 50 % de una población que ahora necesita que cuenten sus historias y las historias de sus vecinos.
Para dejar de ser invisibles.