Son muchos los interrogantes que han surgido después de la captura de un comando de exmilitares colombianos en Haití, señalados de asesinar al presidente Jovenel Moïse en la madrugada del 7 de julio mientras este dormía en su residencia privada de Pétion-Ville, Puerto Príncipe, en compañía de su esposa. Las razones por la que se llevó a cabo el crimen del primer mandatario son todavía motivos de investigación, pero las consecuencias políticas de un acto como este, condenable desde cualquier punto de vista que le mire, pone a Colombia en el mapa de los países exportadores de mercenarios. Esto no es nuevo, como lo han querido hacer ver algunos medios nacionales, constituidos en la “primera línea” de defensa de las acciones del Estado.
Según una nota de la BBC Mundo, publicada en 2011, el asunto se remonta a varias décadas, y señala los destinos preferidos de estos comandos cuyos honorarios mensuales superaban los cinco mil dólares: Irak, Afganistán y, por último, Emiratos Árabes Unidos, donde, de acuerdo con la información suministrada por el influyente diario estadounidense The New York Times, exmilitares colombianos le prestaban seguridad a la familia real y algunos poderosos empresarios y comerciantes. Ante las denuncias del diario neoyorquino, la respuesta del comando del Ejército fue un escueto comunicado en donde aseguraban se empezaría una investigación sobre el hecho, pero, al parecer, todo quedó solo en pronunciamiento.
La razón de estas denuncias, que pasaron inadvertidas para la prensa nacional colombiana, radicaba en que ese entrenamiento y preparación de los mercenarios se daba con la aprobación de oficiales del Ejército Nacional, en campamentos del Ejército y con personal y armas pertenecientes a las Fuerzas Militares. De acuerdo con BBC Mundo, ante el interrogante de si la Cancillería Nacional estaba enterada de este asunto, la respuesta del Ministerio de Relaciones Exteriores fue la negación rotunda de esa información y cerrarle las puertas en las narices al corresponsal en Bogotá del influyente medio de comunicación inglés. Para completar, ni la Fiscalía General de la Nación ni la Procuraduría parecían tener información de un asunto que, a la luz de la norma internacionales y “la convención de Naciones Unidas contra el reclutamiento, la utilización, la financiación y el entrenamiento de mercenarios”, está tipificado como un delito grave. Los motivos, explica el diario, radicaban en que Colombia no hace parte de esa convención de la cual solo siete países latinoamericanos están en la obligación de penalizar la formación y el entrenamiento de mercenarios internacionales.
Solo hasta 2006, la preparación de exmilitares colombianos para participar en misiones de riesgo en el exterior empezó a conocerse con el estallido del escándalo de la firma privada estadounidense Blackwater, que reclutó a más de 40 exmilitares nacionales, entre oficiales, suboficiales y soldados profesionales, para hacer parte de una misión en Irak. Uno de los requisitos para integrar estos comandos era, ante todo, ser un militar retirado. Es decir, tener experiencia en el manejo de armas de fuego, incluyendo granadas de fragmentación y explosivos. La edad no debía superar los 45 años y los contactos solo eran posible a través de llamadas telefónicas. En una columna del 20 de mayo de 2011 para Semana, titulado “Sumercé…nario”, Daniel Coronell abordó este tema y aseguró que mucho de los mercenarios reclutados para cumplir misiones en el exterior carecían de una formación en el manejo de armamento y eran, por lo general, campesinos que prestaron su servicio militar, pero que ante la imposibilidad de tener un trabajo digno decidieron integrar estos grupo, preparados, generalmente, por oficiales retirados de las Fuerzas Militares con contactos en firmas privadas como Blackwater o Thor, que, según BBC Mundo, hoy cuentan con páginas web, redes sociales y un despliegue informativo en medios de comunicación internaciones.
Ante el escándalo suscitado por el asesinato del presidente Jovenel Moïse a manos de mercenarios colombianos, quedó en evidencia que el asunto de exmilitares, reclutados para llevar a cabo estas labores criminales no es nuevo, como lo han hecho ver algunas voces y medios de comunicación afines al gobierno. Se trata de una larga historia, con más de dos décadas, que ha sido minimizada por la prensa nacional y negada por los altos mandos de las FF. MM. Tanto así que, ante las denuncias hechas por The New York Times y confirmadas por el periodista Daniel Coronell en la columna citada arriba, la comandancia del Ejército, en un breve y escueto comunicado a la opinión pública nacional, le restó importancia al afirmar que «no es política institucional auspiciar empresas, facilitar instalaciones o participar en entrenamientos de contratistas que presten servicios de seguridad en otras naciones».
Por supuesto, quedan muchas dudas y un mar de preguntas sobre la profundidad de las relaciones entre miembros activos de las Fuerzas Armadas con las firmas internacionales que reclutan exmilitares para prestar este tipo de servicios. Pero de lo que no puede dudarse es la integridad ética y moral del general Diego Villegas, que, frente a un grupo de oficiales de la Segunda División, se atrevió a gritarles que “el Ejército de hablar inglés, de los protocolos, de los Derechos Humanos se acabó. Acá lo que toca es dar bajas. Y si nos toca aliarnos con los ‘Pelusos’, nos vamos a aliar. Ya hablamos con ellos para darle al ELN. Si toca sicariar, sicariamos; y si el problema es de plata, pues plata hay para eso”.
La pregunta que surge entonces es la siguiente: si son capaces de aliarse con el Diablo para alcanzar resultados, ¿hasta dónde serían capaces de llegar para embolsillarse siete mil dólares mensuales?