“Perder es ganar un poco” (Francisco Maturana)
Cosa curiosa el deporte, ¿no? Esa mágica amalgama de emociones y sudor que se cuela entre los poros y hace que hasta el más recatado de los seres humanos hierva de fiebre al ver a su equipo o deportista predilecto anotar, encestar, romper la marca, o incluso verle caminar por la calle como un ser humano común y silvestre, como tú o como yo. Desde hace siglos hemos celebrado, admirado y escrito odas a la capacidad de ciertas personas de sobrepasar los límites de su propio cuerpo, y realizar actos que se convierten en hazañas merecedoras de versos dignos de vencedores.
Es que el deporte, y no solo el de alto rendimiento, damas y caballeros, tiene esa característica extraña de, como las artes, ser mejor cuando ocurre en tiempo real, cuando los cuerpos y las formas emergen y se entrelazan en la cancha, en el agua, o la pista ante la mirada impávida del fanático que sigue segundo a segundo cada movimiento hasta que se determine el ganador.
En mi caso, hay una fascinación indescriptible. Una mezcla de sentimientos al ver, por ejemplo, en el Oracle Arena los movimientos en vivo y en directo de Stephen Curry; o cuando aquí en Barranquilla se celebraron los Juegos Centroamericanos y del Caribe, y vi saltar a Caterine Ibargüen. Mi corazón latía a mil, todo ocurría en cámara lenta y por un segundo tuve la sensación de estar en la gloria. De alguna forma, sea televisada o presencial, las competencias generan un placer más allá del mero entretenimiento, despertando pasiones y activando mundos que se construyen desde relatos fantásticos en los que las y los atletas se convierten en objetos de deseo y admiración, en héroes y heroínas.
Todo esto ocurre en medio de una fantasía exacerbada por el músculo financiero que se le ha inyectado por parte de la industria del entretenimiento y que ha jugado un papel importante en la transfiguración de recreación, pasatiempo y diversión, como eje central del deporte, a esta especie de producción cinematográfica en la que las y los principales protagonistas se contorsionan atrás de un balón, un bate, o una raqueta para generar dinero por la venta de entradas, camisetas, y cualquier otro artilugio del mercadeo para facturar.
Ya lo dijo Píndaro en Olímpica I “Sí, es verdad que hay muchas maravillas, pero a veces también el rumor de los mortales va más allá del verídico relato: engañan por entero las fábulas tejidas de variopintas mentiras”. Leyendo este fragmento del epinacio en homenaje a Herón, no puedo más que pensar en los artilugios que utilizan las grandes rotativas para convencernos que somos un país competitivo que ha dado grandes glorias deportivas. ¿Por qué requerimos con tanto afán inflar los logros obtenidos para presentarlos como si fuesen victorias de primer nivel?
El ejemplo más reciente es el pedestal en el que se ha puesto a Luís Díaz, ese joven de 24 años, oriundo de Barrancas, Guajira, que según Fedesarrollo, es el segundo departamento más pobre de Colombia; quién, como intituló Gol Caracol, “tuvo que sacrificar muchas cosas, en busca de su sueño detrás del balón”. Goleador, figura, héroe nacional, patriota, por, entre otras cosas, anotar dos goles contra Perú, y darnos la medalla de bronce en la Copa América. ¿De verdad nos conformamos con tan poco? ¿Es aquí en donde entra, nuevamente, el dicho de Maturana que sirve de antesala para este texto?
Si revisamos, esta historia se repite una y otra vez. Pambelé, oriundo de un pueblo de abyectos, Pibe Valderrama, jugaba fútbol “a pata pelá” en una chanca de arena de su barrio, Carlos Bacca, pescador de Puerto Colombia, Chochise Rodríguez, huérfano, Lucho Herrera, se la rebuscó como jardinero, Nairo Quintana, origen campesino, María Isabel Urrutia, de la periferia de Cali.
Una tras otra la construcción del sujeto que sale de la pobreza por sus propios méritos para ser exitoso, ocultando con ello el abandono estatal y la falta de política pública, de inversión en la consolidación, no de un emporio de figuras para coleccionar medallas, sino de procesos en donde, desde la niñez, se incentive la actividad física como juego o como deporte por el mero hecho de considerarlo parte fundamental del desarrollo psicomotriz del ser humano.
Basta revisar los programas, su continuidad, pero sobretodo la concatenación con los procesos de enseñanza y aprendizaje para darse cuenta de la desconexión, del afán de lucro que empaqueta un producto lo llena solo a la mitad y el resto, puro aire. El elogio a los deportes se convierte entonces en un elogio a la mediocridad, ya no al “jogo bonito”, sino al sálvese quien puede que se conforma con ver a través de sus dispositivos el “alto rendimiento” de otros lares mientras aquí, en algún lugar de este país, hay otros y otras, rebuscándosela para comprar un par de guayos, un uniforme, e incluso hasta para comer, con tal de algún día llegar a ser la próxima estrella de la selección y, como “Cebollita”, soñar con jugar un mundial.