Un hombre abre los brazos en una esquina de Madrid y grita: ¡Estoy aquí, existo! Pero la gente pasa sin prestar atención al hombre que reclama su visualización y su derecho a existir para los demás. Su derecho a soñar. Su derecho a ser alguien. La invisibilidad finalmente lo sepulta bajo una masa informe que pasa y no vuelve nunca más. El futuro de este hombre ha pasado ya, y aún no se ha enterado de que la era digital está invadiendo los terrenos de Dios y que su existencia como individuo depende ahora de cómo gestione sus sueños y sus pesadillas, a través del espacio virtual y no gritando en una esquina cualquiera.
Juanita Álvarez mira la escena en silencio. Saca su teléfono móvil, abre la cámara y trata de captar la invisibilidad del hombre. Espera a que vuelva a levantar los brazos y a soltar el grito y el rostro entre los ecos que huyen en silencio a lo largo de la calle. Mira la foto y en realidad ha captado la invisibilidad del hombre: una figura humana perdida en la multitud. Casi en automático, mira hacia un lugar perdido, alarga los labios y se hace un selfie. El hombre ha desaparecido, la multitud también, pero ahora es Juanita la protagonista en calidad de testigo de la desesperanza de un ser humano, y tal vez de una época.
Juanita sabe de comunicación virtual. Ella no quiere retratar el paisaje de la soledad moderna. Ella quiere comunicarles a sus amigos, a través de las redes sociales, que está en las calles de Madrid atenta a los rumores de la cotidianidad ciudadana y la salud psíquica de las multitudes. Que ella es la protagonista de la calle, de la geografía urbana. Ella sabe que no quiere, por ahora, enseñar sus bellos ojos. Ella quiere notificar una actitud ante la vida, ante las multitudes, para que aquellos que no están ahí, viéndola, puedan apreciarlo.
Ella es. Ella sabe que en su bolso carga al mundo. Y se ríe sola: Wikipedia ha dejado en un incómodo lugar a las bibliotecas más emblemáticas del mundo. Las plataformas digitales más importantes dejan fuera de juego a los taxistas de aquí y de allá, y también se cargan la industria hotelera, la industria del libro, de la música y de correos y amenazan con liquidar para siempre los grandes bancos, la poderosa Wall Street, incluidas las grandes divisas como el dólar o el euro. El “bitcoin” se alza por encima de los grandes hacendados, los industriales, los gobiernos y los banqueros que, de cuando en cuando, en periodos más o menos puntuales, siembran la desconfianza en ahorradores y productores de bienes y servicios que ven peligrar su poder ante la inoperancia de los gestores de las finanzas del mundo. Y ella está dejando fuera de lugar a los fotógrafos.
Es la era digital estúpidos, dice en voz alta. Una era que ha llegado pisando fuerte y, aparentemente, arrasando con todo vestigio de individualidad y particularidad del ser humano. A ese hombre lo que le hace falta es un teléfono móvil. ¿O un psicólogo? ¿Un psiquiatra? O mejor, un selfie, que puede hacerle sentir en comunidad sin necesidad de comunidad, y sin necesidad de estar allá oyendo críticas que tarde o temprano lo terminarán metiendo en la autocrítica. El selfie es como un oidor, se limita a mostrar lo que eres y sientes en el instante, sin aires artísticos, históricos o culturales. Eso es. Y para ello, este hombre ensombrecido por la herrumbre de años de soledad, necesita un teléfono móvil.
A través de él podrá ver lo que ocurre al otro lado de la tierra en tiempo real, medir la presión arterial, vigilar la casa a distancia y eliminar de tajo las distancias. Con toda su carga tecnológica, el teléfono móvil no solo lo podrá utilizar para cargar el mundo en el bolsillo, sino también para demostrarle a ese mundo indiferente, con un buen selfie, que es un ser y que en realidad existe, que no es solo un recuerdo o un sueño de sí mismo, o de quién sabe quién. Este hombre que abre los brazos en la esquina madrileña, quien sabe si de aquí o de allá, del sur o del norte, del este o el oeste, que aún se piensa como ser humano, como dueño de su destino y reclama su sitio en la sociedad, tendrá que revisar con prontitud su propia existencia, el lugar en que lo ha colocado el vértigo de las plataformas digitales, que nos llevan de cabeza a la post humanidad o a las catacumbas del universo infinito donde la huella de los sueños heredados de las eras pasadas descansan en paz.
Juanita se anima de compasión, si se puede decir así. Compra un teléfono móvil, le pone una tarjeta que ella usa de vez en cuando, lo programa y se acerca al hombre que no conoce la realidad virtual. Lo invita a sentarse en un banco de cemento, acerca su rostro al de él y se hace un selfie. Ella sonriendo y él atragantado por una emoción desconocida. Después otra, tratando de eliminar toda perturbación visual que desvíe la atención de aquel momento en que Juanita va a visualizar a un ser invisible.
Y le explica todo: vas a conseguir, le dice, los teléfonos de todos tus familiares, tus amigos, tus novias, tus enemigos, sobre todo a estos últimos, y mira tú, así, te tomas un selfie, o un autorretrato para que me entiendas mejor, y clic, se lo envías a todo el mundo. Entonces se acordarán de ti y el recuerdo es presencia, es nostalgia también, es actualizar los actos del ayer. El selfie, en realidad, no es autorretrato para promocionar un trabajo o los sueños, es un medio para comunicarle a la masa de que estás aquí en el mundo. Eso dice Juanita Álvarez, que ha hecho un selfie con la evidencia inequívoca de la entrega del teléfono. Es una prueba de su sensibilidad social y su compasión con los desheredados de la cuarta revolución industrial.
Un selfie para derrotar la soledad. Juanita jamás se ha planteado una teoría sobre lo que es un autorretrato o un selfie. Es un ser práctico. Kete Knisbs, en la revista Wired, citada por Alois Glogar, afirma: “No es tu culpa que seas adicta al selfie. Recibes una enorme validación por serlo. Se puede ver cómo la gente está enredada en hacer fotos para obtener la aprobación social”. Y Joan Fontcuberta, en la misma revista: “Tomarse fotos y mostrarlas en las redes sociales prevalece sobre la memoria. Tomarse fotos y mostrarlas en las redes sociales forma parte de los juegos de seducción y los rituales de comunicación de las nuevas subculturas post fotográficas. Las fotos ya no recogen recuerdos para guardar, sino mensajes para enviar e intercambiar. Se convierten en puros gestos de comunicación. Millones de personas empuñan la cámara y se enfrentan a su doble en el espejo: mirarse y reinventarse”.
¿Son aplicables estas apreciaciones a los selfie? Pues sí y no, como dicen los franceses. El autorretrato tiene una larga historia antes de ser autorretrato. El selfie no. Sea cual fuere el resultado de esta nueva forma de comunicación visual, en sí misma es una forma de existir, de no ahogarse en la soledad de las distancias, una forma de autorecuerdo donde es uno mismo el que fabrica al instante un espejo en donde autocontemplarse y proyectarse hacia los demás. Mientras no trascienda el arte de la comunicación en sí, sin la degradación a que está expuesto todo producto en el mercado, el selfie es otra manera de hacer arte, y al alcance de todo el mundo.
Un selfie contra la soledad. Una herramienta necesaria para navegar en ese océano azul que es Internet, el sexto continente y sus subcontinentes: página web, blog, tiendas, hospitales online y redes sociales. Solo que, al lanzarse al mar de las nuevas tecnologías en busca de identidad y compañía, hay que llevar las balsas necesarias para no naufragar y lograr hacerse un selfie entre las olas turbulentas de las nuevas formas de existencia sin perecer en el intento o banalizar la propia individualidad.
Quizá el destino de los hombres y mujeres que hoy nos vemos atrapados en la invisibilidad social, reclamando a gritos en las esquinas de nuestra aldea global el derecho a una existencia lo más humana posible, no sea otro que el de aprender a nadar en el nuevo océano azul que aún no hemos descubierto. Cuando comprendamos sus miles de posibilidades, podríamos dirigir el tráfico de millones de internautas perdidos en el espacio personal hacia nuestro perfil, a nuestros negocios, a nuestros fines y, si lo hacemos bien, nos haremos visibles no solo cuando nos paremos en una esquina de cualquiera de nuestras ciudades, sino en el espacio infinito del universo a través de un selfie. Juanita Álvarez lo sabe muy bien. Suele enviarme sus selfie de vez en cuando.