El reciente golpe de Estado en Guinea perpetrado por el jefe de las recientemente creadas Fuerzas Especiales de ese país, quien a la vez sirvió varios años en la Legión Extranjera de las Fuerzas Armadas de Francia, no pudo llevarse a cabo sin la complacencia de la antigua metrópoli. En gran parte del continente africano, pero, sobre todo, en el centro y el occidente no se mueve un alfiler si no es con el visto bueno de los galos. Es una zona sobre la cual Pekín ha tratado de disputarle el juego de ajedrez a Paris sin mucho éxito, pues la antigua metrópoli colonial controla un entramado político, económico y militar que le permite eternizar su dominio. Este caso no fue la excepción. China, que acostumbra a no referirse a los asuntos internos de otros Estados, frente al apresamiento del presidente Alpha Condé fue el primero en emitir condena pública. El país de la igualdad, la libertad y la fraternidad también lo hizo, más por guardar las apariencias que por realmente lamentar lo sucedido.
Libertad, Igualdad, Fraternidad, el lema acuñado por el pueblo en armas con el cual se luchó contra los privilegios feudales durante la revolución francesa, contra la restauración monárquica en 1848 y contra la naciente burguesía durante la gloriosa comuna de 1871. Igualdad, Libertad y Fraternidad, sirvió para animar a los partisanos que lucharon contra la Alemania Nazi durante la Segunda Guerra Mundial y a los estudiantes que pretendieron tomarse el cielo por asalto en el mayo del 68. Ese lema, símbolo del progresismo francés, también sirvió para reprimir a los esclavos haitianos cuando quisieron hacer real la “igualdad” pregonada por sus amos. Esa frase sirvió para combatir a los “sobrinos” de Ho Chi Minh cuando quisieron hacer valer su libertad frente al yugo colonial, y sirvió para masacrar a los argelinos que ya no quisieron fraternizar siendo ciudadanos de segunda de un país que los había adherido contra su voluntad. Igualdad, Libertad y Fraternidad ha sido el credo que justifica la dominación colonial francesa en el mundo, esa que tras las batallas de Dien Bien Phu en 1954 y Argel dos años después hizo creer a muchos que había llegado su fin, luego de que su poderío militar sucumbiese de forma vergonzosa frente a famélicas columnas insurgentes.
El colonialismo francés no terminó, solo se transformó, se adaptó para que una Francia más débil y en evidente estado de decadencia pudiese seguir lucrándose de las jugosas rentas extraídas en países pobres. Siguió su presencia colonial clásica en América con posesiones en el norte con San Pedro y Miquelón frente a las costas canadienses, en el Caribe con Martinica y San Martin y en el sur con la Guyana desde la cual extrae oro, maderas, metales raros y sobre todo, aprovecha su posición geográfica estratégica para que la Unión Europea tenga algún papel en la dominación del espacio exterior, tan valioso para las telecomunicaciones en el mundo contemporáneo como lo era hacerse a puertos en rutas comerciales en el pasado. También en Oceanía continuó teniendo a Tahití, Wallis, Futuna y varias islas menores de la Polinesia. En África, continuó con Mayote y Reunión y en la Antártida tiene varias islas al sur del cabo de la Buena Esperanza, con posición geoestratégica camuflada de “interés científico”.
Hoy, más allá de esos vestigios de colonialismo clásico ya anticuados para el orden mundial surgido en la Guerra Fría, lo que verdaderamente aporta a las arcas francesas es las instituciones neocoloniales creadas para continuar la subyugación de la parte occidental de África. Aparte de la dominación cultural ejercida sobre dicho continente, los “progresistas” franceses se dieron mañas para crear instituciones que perpetúan el expolio y la pobreza de una de las regiones más ricas en recurso naturales del planeta y a la vez, donde su población padece una de las mayores tasas de miseria. Para mantener ese control y obtener esas ganancias, la metrópoli se encargó de diseñar instituciones como el Franco de África Occidental, el Franco de África Central, la Comunidad Económica y Monetaria de África Central, la Comunidad Económica y Monetaria del África Occidental con sus respectivos bancos centrales y a partir de ahí, toda una serie de organizaciones supranacionales en las cuales Francia sin ser país africano tiene presencia y voz. Tiene no solo voto, sino el máximo poder decisorio.
En el marco de esas instituciones, Francia controla la tasa de cambio de esos países, los cuales no tienen ninguna autonomía para manejar sus finanzas o decidir sobre su moneda. La vieja metrópoli decide por ellos. Pero más allá de ese tutelaje, el verdadero negocio que hacen los galos está en que por cada euro que exporten, medio debe ser depositado en una cuenta del Tesoro Público Francés. Con ese dinero Francia financia desde sus guerras hasta su desarrollo tecnológico. Además, al ser esas monedas africanas únicamente intercambiables con los euros poseídos por Francia, a la tasa que Francia decide, prácticamente todo el comercio lo hacen con sus antiguos amos coloniales. De tal manera que gran parte de esos dineros jamás son recibidos por los africanos. Su deudor es el mismo que les guarda su dinero.
Frente a tal abuso incluso Italia se ha pronunciado, acusando a Francia de enriquecerse a costas de los más pobres. El argumento francés es que esto da estabilidad a los países de la zona y facilita la inversión. Una falacia, ya que ni ellos mismos lo hacen. Su inversión en los 14 países de la zona es inferior al 4% de la inversión que hacen en toda África, a pesar de constituir casi un 30% de países del continente.
Los acercamientos de Alpha Condé con China determinaron su suerte. En la región, quien intente extraviarse del camino construido por París termina depuesto mediante golpes militares y, dado el caso, acusado ante la Corte Penal Internacional como ocurrió con Laurent Gbagbo de Costa de Marfil derrocado por la metrópoli en 2011, o hasta empalado, como ocurrió ese mismo año con Gadafi quien avanzaba en la creación de una moneda africana propia, aunque Libia no hiciera parte de los países controlados por Francia.