Como es costumbre en época pre electoral, en Colombia vuelven a ser protagonistas los temas que suscitan polémica y que requieren de debates sin hipocresías como el de una nueva política de drogas. La semana pasada el primer encuentro de precandidatos dejó un sabor agridulce. Por un lado, se demostró que algunos de los aspirantes a la presidencia aún prefieren el debate en el que pesan más los lugares comunes que la evidencia. Y por el otro, por fortuna, es esperanzador que la mayoría de quienes buscan llegar a la casa de Nariño en el 2022 tengan intenciones de cambiar el paradigma. Pasar de la prohibición que vivimos hoy a avanzar hacia un enfoque de desarrollo, salud pública e innovación. La coyuntura mundial se está moviendo hacía allá y es hora de que Colombia acelere en la implementación del punto cuarto del acuerdo de paz sobre drogas ilícitas, la regulación y avance hacia una innovadora política de drogas.
Aunque históricamente el tema de las drogas ilícitas sea bastante polémico y potencialmente costoso a nivel electoral para un candidato, el panorama global ha demostrado que debemos transformar ese conservadurismo radical de la población colombiana que ha sumergido al país en los mercados ilegales de violencia, muerte y corrupción. Según el informe del grupo Acciones por el Cambio sobre el análisis de la política antidrogas de Colombia, en la última década la estrategia ha sido “muy costosa, inefectiva y en detrimento de los derechos humanos”. Todo menos fructífera. A nivel de costos económicos, al menos 20 billones de pesos se invirtieron en una política de drogas altamente ineficiente.
Uno de los giros necesarios que debe haber es cambiar el enfoque punitivo que existe actualmente. Según un estudio del Colectivo de Estudios de Drogas y Derecho, en Colombia se captura a nueve personas por hora por conductas de microtráfico y consumo. Sin embargo, el mercado ilegal de drogas se ha duplicado desde 1994. La política punitiva no ha tenido un gran impacto en las ganancias de las grandes estructuras que se dedican al narcotráfico. Pues, este mismo estudio demostró que la mayoría de capturas por porte o microtráfico de drogas recae en poblaciones pobres con poco o nada de acceso a formación académica u oportunidades laborales. Así que la mayoría de estas capturas no impactan significativamente a las estructuras criminales de poder en el negocio ilícito, sino que al final las personas más afectadas son las que históricamente han estado al margen de la posibilidad de tener un desarrollo y una vida digna.
El negocio ilícito de droga en Colombia ha sido un factor dominante de violencia y muerte. Estudios demuestran que el incremento de los mercados ilegales de droga ha implicado el 25% de la tasa de homicidios en el país. Además, este negocio ha puesto en evidencia la histórica vulnerabilidad, el olvido y la falta de oportunidades de las poblaciones campesinas. El campesinado que vive de estos cultivos está en situación de pobreza o de pobreza extrema. Según el centro DeJusticia, “en los municipios con más alta presencia de coca, la pobreza alcanza 93 por ciento de la población rural, mientras que la pobreza urbana se acerca al 80 por ciento”. En estos mismos municipios el 65 por ciento de las personas viven con necesidades básicas insatisfechas, pues más del 50 por ciento de las familias que habitan en zonas de cultivo de coca tienen un ingreso promedio de 410.541.
Ahora bien, por el lado de la aspersión aérea de glifosato, un estudio realizado por la Universidad de los Andes determinó que para erradicar una hectárea definitiva hay que fumigar 33. Colombia ha utilizado la fumigación con glifosato para la erradicación de cultivos ilícitos desde los años ochenta aún cuando este mecanismo ha demostrado ser ineficiente. El negocio ha crecido cada año con mayor productividad en menos hectáreas. Por ejemplo, entre el 2005 y el 2014 se invirtieron 8,8 billones de pesos al año para la erradicación de cultivos de coca, sin embargo, el número de hectáreas cultivadas en el 2015 fue superior que en el 2005. Asimismo, Colombia ha permanecido como el productor número uno de coca en el mundo y el aumento del precio de la pasta de coca (por la subida del dólar) sumado al incremento de consumidores, principalmente de Estados Unidos, ha hecho que el negocio sea cada vez más atractivo y rentable.
A lo anterior hay que sumarle las consecuencias tóxicas (agudas y crónicas) del uso del glifosato, las enfermedades indirectas que genera y la inexistencia de programas o protocolos de seguimiento a largo plazo de las consecuencias crónicas de este herbicida en poblaciones que estén expuestas a este. Sobre el medio ambiente, la aspersión contamina los suelos, las fuentes hídricas, contribuye a la deforestación y afecta la germinación de las semillas que, según estudios, puede reducirse entre un 24 y un 85 por ciento. Además, tiene impactos negativos también para la fauna. Y, como si fuera poco, las consecuencias de desplazamiento entre los campesinos a causa de la aspersión de glifosato aumentan la imposibilidad de crear seguridad, desarrollo y vida digna en los territorios de nuestro país.
Sin duda necesitamos una nueva política de drogas lejos del prohibicionismo y las estrategias tradicionales que nos han costado muchas vidas y dinero. Las propuestas de fondo son necesarias, es un tema que requiere de cambios estructurales muy ambiciosos. No será un camino fácil ni rápido, pero es necesario dar el primer paso. Enfoques pedagógicos, regulación, protección y desarrollo. No podemos seguir cargando con el dolor y los muertos.