No es nueva. Es una práctica que se remonta a la Edad Media y que, en España, le dio vida al Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. Por supuesto, de santo no tenía nada, pues fue solo una cofradía de cardenales, arzobispos, obispos y curas que durante seis siglos persiguieron a científicos brillantes como Galileo Galilei y llevaron a la hoguera a heroínas religiosas como Juana de Arco. Bajo la supuesta lucha contra la herejía, cometieron las más horrendas torturas y crímenes de los cuales la humanidad haya tenido noticias. Su objetivo era combatir (utilizando todos los métodos de lucha posibles) a aquellos que se alejasen de los principios de la fe católica. Esa misma barbarie, pero con métodos sofisticados, ha sido puesta en marcha por Estados dictatoriales, gobiernos totalitarios, partidos políticos, grupos terroristas y, sin duda, sectas religiosas.
La persecución ejercida por el senador Joseph McCarthy en la década de 1950 contra todos aquellos sospechosos de ser “comunistas”, se convirtió en un referente clásico de lo que hoy se ha denominado “cacería de brujas”. Con la premisa de salvaguardar los “auténticos valores” estadounidenses, el político republicano fue la mente maestra detrás de las investigaciones y detenciones de cientos de personas a lo largo y ancho del país, entre los que se encontraban reconocidos actores como Charlie Chaplin, Katharine Hepburn, Humphrey Bogart y Melvyn Douglas. Otro gran ejemplo de lo anterior está representado en ese fresco expansionista del gran Imperio Romano: la estructura criminal del poder llevaba a cabo asesinatos selectivos de aquellos funcionarios de los que se sospechaba fraguaban clandestinamente acciones difamatorias contra el emperador y su familia: alguien entraba a sus aposentos y, mientras dormían, los degollaban o los apuñaban en la oscuridad de la noche, de regreso a casa.
“Para tener enemigos no se necesita hacer una guerra: solo decir lo que se piensa”, afirmó hace más de sesenta años el revendo Martin Luther King. Hoy, en Colombia, no es necesario ser hereje, ni ateo o blasfemo, sino tener solo un espacio de opinión en un medio nacional, develar las tramoyas del poder, ser defensor de los derechos humanos o, simplemente, pertenecer a la izquierda política. Según la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP), América Latina sigue siendo la zona del mundo en donde más se ha incrementado el acuso judicial a periodistas. Este organismo sin ánimo de lucro, que tiene como objetivo la defensa de la libertad de prensa y el derecho a la información, ha documentado en los tres últimos años más de 157 casos de acoso judicial, recursos que van estructurados en forma de tutelas que buscan impedir la publicación de libros, en denuncias por injurias ante juzgados y Fiscalía que tienen como propósito la retractación de una información sobre un hecho punible que afecta a una figura pública, o en demandas millonarias con las que se busca amedrentar a los periodistas que investigan los excesos del poder y la corrupción enquistada en la toma de decisiones y en lo más profundo del Estado.
No es fortuito entonces que, en el último año, 193 periodistas hayan recibido amenazas de muerte en Colombia, cuatro hayan sido asesinados por llevar a cabo investigaciones sobre corrupción en sus respectivas ciudades o departamentos y más de 618 hayan denunciado ante la Fiscalía General de Nación el peligro en que están sus vidas y las de sus familias por el trabajo que realizan.
En 2016, poco después de publicar cuatro artículos sobre Álvaro Uribe Vélez en la otrora respetable Revista Semana, recibí en mi correo varias amenazas de muerte que, sin duda, me pusieron la piel de gallina. En una, me convirtieron en un “negro hijueputa”; en otra, era un “resentido social que no tenía ni idea con quién me estaba metiendo”. Pero la más aterradora de todas fue aquella en la que se me anunció que me “harían picadillo”. Las noches que siguieron, por supuesto, no pude dormir a pesar de haber denunciado el hecho ante la Fiscalía y haber tomado todas las medidas de seguridad que estaban a mi alcance. Hoy, esa sensación de peligro que acecha ha regresado: en menos de un mes me ha tocado comparecer a dos audiencias de conciliación: una ante un juzgado de Barranquilla en la que Abelardo de la Espriella insiste en catalogar una simple reflexión académica en un acto de injuria, y otra en la que el expresidente Uribe Vélez, a través del mismo abogado, busca mi retractación de lo consignado en el artículo por el cual la Revista Semana me canceló el espacio.