Como suele ocurrir en las fechas cercanas al cambio de año, pocos titulares de importancia suelen ocupar las primeras planas en los medios de comunicación. No fue esta vez el caso de la frontera rusa. En las últimas semanas de diciembre, la tensión se concentró sobre la frontera occidental y sur del país, en especial, la crisis migratoria en Bielorrusia y la tensión en torno al Donbas, en la frontera con Ucrania. El 2022 inició con los disturbios en Kazajistán y el despliegue de tropas de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC) lideradas por el Kremlin en la republica de Asia Central.
Las protestas en Kazajistán surgieron por demandas absolutamente legítimas de su población: el aumento exagerado de los precios del gas en un país donde este hidrocarburo es más abundante que el agua. Y aunque este fue el detonante, hay razones más profundas que llevaron a que cientos de miles de ciudadanos se tomaran las calles en cuestión de horas, extendiéndose las protestas desde Janaozén hasta Almaty y Astana (hoy llamada Nursultán), poniendo en jaque al gobierno.
Parte de esas razones profundas están por un lado en la frustración económica de millones de habitantes que jamás han podido ver el “paraíso” que les pintaron los que hace 30 años eran los líderes locales del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) y que para el momento, traicionando a la clase que decían representar, lideraron la separación de la URSS y la restauración plena del capitalismo. La promesa en ese entonces era que en pocos años serían una potencia mundial aprovechando los abundantes recursos minero-energéticos del subsuelo, el tejido industrial construido previamente a partir de la planificación económica y las riquezas agrícolas logradas desde la “campaña de las tierras vírgenes” impulsada en los sesenta por Nikita Kruschev, la cual convirtió al país en la segunda potencia agrícola de la Unión Soviética, solo por detrás de Ucrania.
Para entonces, el discurso chauvinista y procapitalista de las castas burocráticas del mal llamado Partido Comunista le achacaba todos los males a la lentitud de la perestroika y al modelo de economía socialista. Prometían que con privatizaciones y libre mercado se viviría en un paraíso. Hoy, treinta años después, esas castas siguen en el poder, como defensoras del orden capitalista que establecieron a finales de los ochenta y en los noventa, enriquecidas con lo usurpado al pueblo, mientras gran parte de la población vive mucho peor que en la época de la URSS. Gran parte de la población hoy gana muchos más en tenge kazajo (moneda local) que lo que ganaban en rublos en los años ochenta, pero eso no necesariamente ha significado una mejora en las condiciones de vida. Ahora todo tiene un costo y no todos pueden permitirse pagarlos. Hoy Kazajistán es un país subdesarrollado luego de haber sido parte de una potencia desarrollada.
Por otra parte, también los ciudadanos demandan cambios políticos. La casta burocrática de la sección kazaja del PCUS fue la encargada de destruir desde adentro lo poco que quedaba en los ochenta de socialismo. Lideraron la restauración plena del capitalismo, culminando tal proceso en los noventa. Liderados por Nursultán Nazarbáyev, privatizaron empresas, desmontaron la legalidad socialista, acabaron la panificación estatal y convirtieron a lo que se suponía que era la vanguardia del proletariado, en la oligarquía que ha manipulado el poder económico y político del país en las últimas tres décadas.
Nursultán se eternizó en el poder. Solo en 2019 se retiró “formalmente”, pero puso a su títere Kasim-Yomart Tokaev para que su partido Nur Otan continuara con las riendas del poder. Su megalomanía lo llevó incluso a bautizar a la capital del país con su nombre: Astana ahora se llama Nursultán. Su partido Nur Otan se define como “conservador en lo social y liberal en lo económico”, nada distinto a Rusia Unida de Putin, pero muy distinto de lo que ha sucedido en Bielorrusia, donde a pesar de todo, se han mantenido muchas de las conquistas sociales que se lograron bajo la URSS.
Por ello, tratar de deslegitimar a los manifestantes kazajos es absurdo. Aún así, lo que no se puede negar es la instrumentalización que de dichas protestas quiso hacer Occidente. Tan pronto como empezaron las manifestaciones, la instrumentalización de ellas no se hizo esperar. Una desestabilización de Kazajistán es clave para desequilibrar a Rusia y de paso, afectar el multimillonario proyecto de China de la Nueva Ruta de la Seda, para el cual este país es epicentro, ya que será atravesado por las redes de comunicación que pretenden conectar al Gigante Asiático con Rusia y con Europa.
Por eso, desde el comienzo se trató de manipular la ira popular para hacer de ella una nueva “Revolución de Colores” capaz de poner a Kazajistán del lado occidental, como ocurrió con Georgia en 2004. En ello Europa y Norteamérica son expertos. Desde los Ochenta lograron usar a la población de Europa Oriental para alcanzar sus propósitos. En las últimas décadas, lo hicieron en Libia y luego en Siria y Ucrania.
Los servicios secretos rusos ya conocen muy bien ese modus operandi y de inmediato, alertaron a Putin, quien lideró el despliegue de tropas a nombre de la OTSC. Rusia no podía arriesgarse a que el movimiento popular terminase siendo servil a los intereses de “líderes” pro occidentales como pasó en 2014 en Ucrania. Kazajistán es demasiado valioso para sus intereses. Allí está el Cosmódromo Baikonur, el mayor centro espacial del mundo y el equivalente ruso de lo que es Cabo Cañaveral para Estados Unidos o el Puerto Espacial de Kourou en América del Sur para la Unión Europea. Un Kazajistán aliado de Occidente sería una estocada de muerte para Rusia. Además de eso, este país sería una amenaza no solo para Rusia, sino también para China. Un Kazajistán aliado de Occidente serviría como cabeza de playa para que los Uigures fuesen usados como punta de lanza contra Pekín.
Paralelo al despliegue militar, desde Occidente una vez más el poder mediático volvió a hacer hincapié en la supuesta amenaza rusa en Ucrania. El propósito de tales “denuncias” no es más que sabotear la construcción del gasoducto Nord Stream 2. Estados Unidos no se resigna a que Europa Occidental le vaya a comprar el gas a precios más baratos a los rusos, quienes lo envían desde Asia Central y Siberia a través de tuberías. A cambio, el país norteamericano propone venderles ese hidrocarburo bajo la modalidad de gas licuado, congelándolo hasta volverlo bloques de hielo que pueden ser transportados en buques y luego convertirlos a estado gaseoso. Para tal propósito, se busca llevar la escalada diplomática y la tensión militar a su máximo nivel.
Una vez más, la OTAN despliega misiles en la frontera rusa, en tanto que Estados Unidos amenaza con desconectar a Rusia del Sistema de Pagos Internacionales (SWIFT). Los rusos no descartan el despliegue de misiles balísticos en Venezuela y Cuba. Pareciese un déjà vu de lo que fue Octubre de 1962 (La Crisis de los Misiles), pero esta vez NO existe ninguna alternativa al capitalismo: rusos y estadounidenses luchan por el pastel del poder mundial, no por la liberación de ninguna clase oprimida.