Hace unos días tuve una brevísima pero reveladora conversación con mi hijo por WhatsApp:
– Voy en metro.
– Bien, hijo. No tardes mucho.
– Sí tardaré.
Me quedé algo sorprendida con su lacónica respuesta y sentí la necesidad de mostrar cierta autoridad, ya que habíamos acordado no estirar las tardes entre semana, no decía cuánto tiempo iba a tardar, y ya eran más de las seis. Con afán de madre pregunté a qué hora pensaba volver. Su respuesta de preadolescente fue dejarme en visto.
Su mensaje me dejó fuera de lugar, aunque no había razón alguna para la angustia ni para el reclamo autoritario. Yo sabía que estaba seguro en el colegio, un lugar que conoce desde los cuatro años. Que va al metro acompañado de sus amigos. Sabía que estaría en casa antes de las 8:30, como hemos acordado otras veces. Sin embargo, me pregunté si estaba dando demasiada libertad al no imponer un horario más firme; y al mismo tiempo pensé en la flexibilidad como mantra para los próximos diez años.
Reconocí casi como un premio autoconcedido el haberme controlado y no exigir disciplina con algún regaño del manual de madre; ya que su respuesta, aunque demasiado concreta para lo que yo esperaba, no desobedecía ninguna orden aunque tampoco admitía discusión. Con solo dos palabras decía sí, puedo hacerlo solo. Llegaré a la hora, no me va a pasar nada, puedes confiar. Algo simple pero novedoso para mí, que esperaba una entrada a la pubertad más dramática, rebelde y tormentosa. Como la mía.
Le conté a mi madre las últimas de su nieto y ella disfrutó recordándome a mí el escándalo que monté hace treinta años porque no me dejó ir a un concierto de Guns N’ Roses. Tú eras peor. No te quejes, dijo con una voz dulce y satisfecha. Estoy segura de que su intención era hacerme sentir mejor, restarle importancia a un asunto intrascendente, pero en su tono sentí un pequeño regusto de venganza mientras me entregaba el testigo de la maternidad como en una carrera de relevos.
El mensaje de mi hijo no es más que una lucecita que me indica que ha llegado mi turno. Aunque lo haya visto crecer desde que era un frijol me toma desprevenida despedirme así del niño que ayer me pedía que le leyera un cuento en la cama antes de dormir, como quien cierra un trámite en ventanilla. Tengo la sensación de que deseaba algo más solemne. Quizá porque temo a su libertad. Imagino escenarios y situaciones peligrosas, inverosímiles, y terroríficas que puedan coartarla. Sé que mis temores son trozos de memoria que flotan en el oscuro mar del miedo. Que mi instinto protector busca evitar una experiencia abrupta, violenta, impúdica. Me asusta la idea de que se parezca a mí cuando tenía su edad.
Yo no sé muy bien qué hacer con la simpleza, la facilidad y la comodidad que componen su vida. Temo a la naturalidad de su desobediencia deliberada, y me río de mi temor como de un mal chiste. Como algo que da risa pero que no tiene ninguna gracia. A los 13 años yo tenía afán por saltarme la vida de una zancada; quería ser grande, soñaba con una vida adulta en una Bogotá hostil y peligrosa. La codiciada libertad estaba siempre acechada por el inevitable miedo de mi madre. Mi impulso protector traumatizado busca cobijarlo, a veces demasiado. No me doy cuenta de cuánto puedo llegar a sofocarlo cuando los monstruos que duermen bajo mi cama se mezclan con los que duermen bajo la suya.
Mi hijo apenas empieza a retarme. Desobedece sin miedo. Aún no miente. Me enorgullece su incipiente búsqueda de independencia y me sorprende cómo mantiene la calma frente a su propia turbulencia emocional. Creo que no se parece tanto a mí como piensa mi madre. O será que solo quiero despojarlo de mi sombra.