Lucía se adelantó a llegar al mundo. Pese a que los médicos le habían advertido a su madre que debía nacer por cesárea, ella decidió hacerlo antes de tiempo y abrir sus ojos a la vida de forma natural. No hubo espacio para preparar nada y los médicos dicen que, por la premura del momento, el oxígeno que entró a su cerebro no logró ser el suficiente.
Todo parecía normal y natural en la pequeña hasta que pocos días después de nacer comenzó a convulsionar de día y de noche. Erróneamente fue diagnosticada con meningitis y en la unidad de cuidados intensivos de uno de los tantos hospitales a los que su madre la llevó en su afán por encontrar explicaciones, a sus escasos cuatro meses de vida Lucía fue sometida a análisis extenuantes y tuvo que ser reanimada dos veces.
En otro hospital de su Medellín natal la situación se puso aún más crítica y le indujeron al coma dándole muy escasas esperanzas de vida, al punto de que su neurólogo (con muy pocas luces de empatía) le dijo a Patricia -su madre- que, si era creyente, le pidiera a dios para que se llevara a la niña. Y Patricia, que sí que lo es ¡y bastante! pidió a dios con todas las fuerzas para que su hija viviera, en las condiciones que fueran, pero que viviera. Tras varios días de oraciones, de infinita tristeza, de lágrimas incesantes y de hablarle incansablemente al oído de su hija pidiéndole que volviera a la realidad, con la promesa de que ahí estaría ella para cuidarla y protegerla siempre, la niña comenzó a despertar de su coma profundo.
Después de pasar por la valoración de muchos médicos, con tratamientos largos y muy costosos, la pequeña comenzó a recuperarse, pero con demasiadas secuelas. Caminó pasados sus tres años, su comunicación con el mundo era bastante ausente y su lenguaje prácticamente nulo. Como si fuera poco, rechazaba a su madre cuando se le acercaba para acariciarla y ella que, para aquel momento ya era una madre soltera (el papá de Lucía las abandonó cuando la niña tenía dos años), con su vida aparcada en pro de su hija, se sentía culpable por tener que salir a trabajar, pensando que esta era una razón por la cual la pequeña no le manifestaba amor.
Patricia aprendió el oficio de la manicura y trabajando su arte en domicilios consiguió compaginar esta labor con el cuidado de su hija y el trasiego por cuanto centro clínico le recomendaban. Juntas recorrieron prácticamente todos los hospitales públicos de su ciudad, infinidad de consultas privadas y centros especializados, hasta que, finalmente, Lucía es diagnosticada con trastorno cognitivo grave y trastorno del espectro autista (TEA). No fue un dictamen alentador, pero su insistencia consiguió una valoración clara de la situación de la niña. A partir de aquel momento, comenzó otro padecimiento para Patricia, empeñando todo su esfuerzo en conseguir que logre un nivel de autonomía aceptable para que, cuando ella falte, Lucía pueda valerse por sí misma. Hoy, diecisiete años después y con la adolescente que camina hacia su adultez, luego de probar infinidad de terapias, sigue sin lograrlo, pues Lucía necesita supervisión hasta para limpiarse los dientes.
Y por si no fuera suficiente…
Patricia nació en un hogar humilde, de esos con muchos miembros y pocas oportunidades, en los que sobrevivir pese a las necesidades es un acto heroico. Medellín es una ciudad en la que, dependiendo en qué zona de ella nazcas, te puedes enfrentar a distintos tipos de violencias y todas ellas apabullantes. Una de las siete cabezas de ese monstruo que ataca de mil maneras y acorrala a los más débiles, tocó el hogar de Patricia y de su hija, sin dejarles más opción que el éxodo. De la noche a la mañana y agarradas de la mano cerraron los ojos y buscaron una salida fuera de su ciudad, fuera de su patria, lejos de su familia, solas y sin mirar atrás, dejando allí a Onix, el gato que conecta a Lucía con el mundo.
El exilio fue la salida que les trajo a Madrid hace siete meses. Con dos pequeñas maletas y un morral aterrizaron en Barajas y allí comenzó el peregrinar del destierro para estas dos mujeres. Un compatriota las engañó a su llegada y gracias a esos seres solidarios que pululan por el mundo, Patricia logró solicitar el estatus de asilo, con todo lo que ello implica: deambular de albergue en albergue y con la inseguridad del mañana.
Siente que con todo lo que le ha tocado vivir en estos meses de experiencia con Lucía en Madrid, ha espabilado aún más. El concepto de “madre simple” que tenía de sí misma, ha cambiado obligatoriamente y reconoce que antes no se valoraba lo suficiente. El exilio le está sirviendo para reconocerse como madre coraje aparcando por completo su vida personal y social, todo por ese impulso protector de salvaguardar a su hija, ofrecerle un futuro más alentador y prepararla para cuando ella ya no esté.
En Madrid ha tocado todas las puertas posibles hasta encontrar que un colegio especializado admita a Lucía. Es consciente de que la niña necesita tratamiento más personalizado que le ayude en su lento desarrollo, pero agradece a las personas que han intervenido para que, de momento, su hija tenga un lugar en el que pueda socializar en medio de su mundo de nubes difusas. Se aferra a la biblia y a su fe para convencerse de que no estaba loca cuando decidió traer a su hija a un país extraño, sin conocer a nadie y a pasar un sinnúmero de necesidades y cree que, si dios las puso en España, es porque este es el sitio en el que algo bueno les espera.
Madre e hija viven de la ayuda que las ONG les proporcionan y luego de dormir en albergues compartiendo habitación con varias personas, las han trasladado temporalmente a un piso tutelado en el que conviven con una familia ucraniana que no habla español. Allí, por fin, pueden tener una habitación para ellas solas y gozar de algo más de la intimidad que necesitan, especialmente Lucía, para quien no le son fáciles los cambios. Reconoce que pese a ese rular la niña ha ido mejorando y, las pocas palabras que pronuncia, ya las habla de manera algo más clara. Le han dicho que en eso puede estar influyendo la alimentación lo que la hace aferrarse a dios con la esperanza de que pronto pueda tener la documentación que le permita ser independiente y trabajar para alimentar a su hija como es debido.
La madre no puede separarse de su niña ni un segundo, pues aun siendo adolescente, necesita de ayuda hasta para vestirse, pero su creencia inquebrantable le hace pensar que, si pudo salir adelante con su hija en Colombia, donde hasta su familia rechazaba a la niña, también lo hará en España, el país que la está acogiendo y en el que siente que puede comenzar de nuevo, pero esta vez, sin el miedo y la inseguridad que le rondaba caminar por las calles de su ciudad natal.
Solo se tienen la una a la otra, no hay nadie ni nada más que los lazos que están tejiendo con su esfuerzo y que las ayudan a sostenerse en esa cuerda floja que significa caminar por el exilio. Aunque Lucía no puede comprender prácticamente ninguna de las cosas por las que están pasando, su madre, todos los días y sin falta la abraza y le dice al oído que todo está bien y que todo lo que les pasa es bueno. Lucía todos los días y sin falta, llama a Ónix, su gato, tal vez con una esperanza oculta de que para él las cosas también puedan estar mejor y que la Divina Providencia, esa en la que su madre tanto cree, le permita abrazarlo de nuevo.