Hace falta la tribu entera para educar a un niño (Proverbio africano)
He decidido no volver al colegio. En lugar de ser un sitio atractivo y seguro, se ha convertido en un lugar apagado y amenazante. El próximo mes cumpliré catorce años y al parecer mis padres finalmente me dieron la razón: ¡qué estudio ni qué ocho cuartos!, para ellos soy más útil haciendo cualquier oficio en la galería. Yo mismo traté de convencerme que la escuela era lo mejor. Que si estudiaba tendría un mejor futuro. Llegar a esta decisión no fue fácil. La escuela, “tu segundo hogar”, repetían los maestros, es ahora la que me saca corriendo.
En los primeros años debo reconocer que la pasé muy bien. Por lo menos podía salir de la estrechez de mi casa, caminar hacia la escuela y compartir con otros niños. A como diera lugar debía estudiar y como una esponjita no dejaba escapar nada. Los maestros, a fuerza de rimas, cuentos y canciones me llevaron de la mano y un día cualquiera ya sabía leer y escribir. Ir a la escuela me aseguraba, además de compañía y protección, un plato de comida. Recuerdo cómo en segundos los niños, como si fuéramos magos, desaparecíamos todo lo que nos servían. En ocasiones sentía que me faltaba más comida para quedar llenito, sabíamos que en la tarde y en la noche sería muy poco lo que nos darían en nuestras casas y que este era un momento único y feliz. Algunos nos quedábamos mirando el plato del vecino con la esperanza de que dijera que no quería algo, pero siempre era en vano.
Lo único malo de esos años es que a cada rato nos decían que no había clase, de esa manera quedábamos atrapados en la pobreza de nuestras casas y nos veíamos implicados en el ambiente pesado de los problemas familiares. Una reunión de maestros, una jornada pedagógica, que otro paro, que la marcha de solidaridad y que las continuas capacitaciones ofrecidas a los docentes. Todo esto nos alejaba del colegio. De cinco días recibíamos clase tres días: que la maestra tiene un permiso, que el profesor se incapacitó y no se sabe cuándo llegue el reemplazo, que hubo un trancón en la carretera, las excusas menudeaban. Tranquilos niños, nos decían, aprovechen el tiempo, copien del tablero, copien de la guía, copien y copien de un libro, copien y copien. Unos cuantos maestros se las ingeniaban proponiendo retos investigativos y planteaban actividades novedosas, pero otro tanto se sentía que solo iban a “cumplir con el horario”, miraban todo el tiempo su celular y nos llenaban de fotocopias, en cuya ejecución no encontrábamos la meta o el propósito a mediano o largo plazo.
A los trancazos terminé mi quinto de primaria. Con el diploma en la mano les dije a mis padres que ya no necesitaba más la escuela: sabía leer, escribir y las operaciones básicas de las matemáticas. Les podía ayudar en las ventas ambulantes del comercio y traer más dinero a la casa. Mis padres insistieron: debes hacer el bachillerato, luego entras a trabajar y vas haciendo tus estudios universitarios. No te puedes quedar en las calles, como nosotros, están llenas de recovecos siniestros, de personajes oscuros y de malos ejemplos. No me quedó de otra. Entré a este colegio, puse mi mejor cara y siguiendo las tramas de tantas películas “me llené de una actitud ganadora”. Sería cuestión de unos pocos años y ya podría entrar a la universidad para que mis padres vieran con orgullo mi cartón de veterinario.
Pero aquí siguió el mismo sonsonete. De diez profesores que entraban a las clases solo dos o tres se sentían comprometidos con nuestra formación, los demás se la pasaban “quemando tiempo”; con la complicidad de muchos estudiantes que aplaudían lo “chévere” de esos maestros que no proponían nada, que nos llevaban a la sala de sistemas y allí “cada loco con su tema”; que nos alargaban los recreos o de repente nos mandaban para la casa porque debían irse a una reunión del sindicato. Éramos como veletas, no sabíamos para dónde diablos íbamos.
En una de esas mañanas que éramos devueltos a la casa, tuve mi primera prueba de hombría. En el Parque del Búho, a cuatro cuadras de mi casa, tres compañeros del colegio de grados superiores nos llamaron: “¡Venga pelados, venga les compartimos algo rico!” Fue mi primer viaje. Ellos vendían la yerba dentro del colegio. Primero fue la marihuana, luego las pepas y otras sustancias. Nos podíamos volver “socios” del negocio y tener plata contante y sonante. La cosa me quedó sonando. Pero en la tercera traba mi papá se la pilló, no sé si por el olor que me envolvía o por mis ojos tristones. La tunda fue bien brava y la cantaleta duró varias semanas: “De viciosos está llena la ciudad, del vicio al jíbaro hay un paso y del jíbaro al cementerio hay otro pasito… eso, si no te quedas, para toda la vida, en la nebulosa, deambulando las calles con el costal al hombro”, y seguía: “¿Para eso te hemos mandado a la escuela? Te queremos un hombre de bien… no un puto malandro”. En medio de la presión confesé que unos compañeros del colegio eran los expendedores. Y allí empezó Troya.
“Lo único que faltaba de la escuela… de hervidero de conocimientos a hervidero de viciosos… qué tal”, sentenció mi mamá. Al día siguiente mi papá estaba en el colegio. Se filtró entre los compañeros que alguien había dado nombres. La voz de alarma puso tenso el ambiente. A uno de mis compañeros le dieron una golpiza al salir de clases y a otro lo apuñalaron, se salvó de milagro. Un maestro tomó el asunto en serio. Logró que se programara una escuela de padres para enfrentar la problemática y devolverles, como él decía, la pelota, comprometerlos con el cuidado y la orientación de sus hijos. Aunque era profesor de lenguaje propuso que investigáramos sobre el tema de las drogas en el país y la relación con otras causas sociales que vivíamos de cerca: el desempleo, los grupos armados, las oficinas de cobro, el sicariato y el microtráfico. A sus colegas docentes no les pareció gran cosa su propuesta y siguieron con sus temáticas sacadas de los cabellos.
El profe Gonzaga, cómo olvidarlo, que hacía las clases deliciosas llevándonos libros y más libros. “El vicio, muchachos, es una cortina de humo a los sueños y las ilusiones”, nos repetía. “En vez del pucho, del cuchillo o la pistola, empuñen los libros, ábranlos y piérdanse en ellos… de seguro saldrán transformados. Sean como Sherezada, sean alfombras mágicas, lámparas deslumbrantes y hagan realidad sus sueños… no como por arte de magia, sino por la disciplina, el tesón y el esfuerzo cotidiano. Solo estudiando escaparán de los corrillos del parque y harán sus propios proyectos de vida”.
A las pocas semanas el maestro solicitó traslado, estaba siendo amenazado y lo espantó encontrar dos llantas de su carro estalladas en el patio del colegio. “Se da cuenta, papá, lo bueno no dura. De los pocos maestros que se la jugaba por nosotros y le tocó buscar traslado”.
La muerte de Nelly, compañera de noveno, rebosó la copa. Afrontaba una situación familiar bastante difícil. Un tío abusaba de ella, pero como era quien pagaba los gastos de la casa, la mamá evadía el tema y, en su lugar, la hacía sentir culpable. En el colegio los profesores no se percataron de los cambios que presentaba. Llegaba trasnochada y se dormía en las clases, estaba irascible. En una de las recochas del salón le escondieron el maletín y a la que encontró más cerca le estampó un puñetazo. Fue suficiente para ganarse la suspensión y, a la mañana siguiente, fue encontrada sin vida: se había colgado a una de las vigas de su casa.
“Mamá, ayúdame”, dije a mi madre. “Más adelante, le aseguré, retomo los estudios”. Ella convenció a mi papá. Me dieron un plante de cien mil pesos, me compré una caja de tomate chonto y esa tarde les puse en sus bolsillos lo que me había ganado. Tanto esperar uno en la escuela para volverse útil, tantas materias que no sirven para nada y mientras tanto el rancho ardiendo. No es fácil este mundo de la calle, pero en pocos días he aprendido más, mucho más, que en el encierro de la escuela.
Contemplo esta larga calle. Poco a poco he ido descifrando sus vericuetos. Me encanta la algarabía de los compradores que se apiñan y regatean, las mujeres somnolientas que venden el café, las empanadas, la arepa de choclo; los hombres panzones que amanecen ebrios y entonan canciones lúgubres acompañando sus cantantes en las grabadoras; los carretilleros con sus bultos, las morochas hermosas con sus poncheras -cargadas de aguacates o de chontaduros- sobre sus cabezas, los coteros que se apuran a descargar las mercancías. La vida en el furor del rebusque. Por instantes me siento como en uno de los cuentos de Sherezada, solo que los fantasmas de la violencia y de la muerte son de carne y hueso… niños y jóvenes, como yo, en la nube de creernos grandes por tener unos cuantos pesos en el bolsillo o, peor aún, sintiéndonos flotar por los puchos envenenados de la infamia. La escuela, mientras tanto, se aleja como una isla en el mar de los escombros.