El mendigo que lleva años pernoctando en una de las plazas del barrio también tiene miedo. Miedo a la peste. Con cartones que llevan el logotipo de una multinacional ha levantado una especie de habitación que lo aísla de los vecinos que salen a buscar una barra de pan o algo de comida en las tiendas del barrio. Solo abandona el cambuche para buscar alimento en los contenedores de basura. Lleva la boca y las narices cubiertas con una mascarilla sucia. Los habitantes de la calle que, el pintoresquismo asociaba a los países pobres, son una realidad creciente en Europa. Cuando se pierde el empleo y la casa quedan pocas opciones: arrojarse desde la azotea de un edificio, abalanzarse contra un tren en movimiento o volverse un habitante de la calle. Las reiteradas crisis del capitalismo, arreadas por la peste, dibujan un panorama desalentador para millones de personas en el mundo.
Viggo Mortensen, Aragorn en la trilogía El señor de los Anillos, es el protagonista del filme The Road (La Carretera). La película, estrenada en 2009, se podía ver entonces como una más de la extensa e inquietante lista de cine postapocalíptico. Un padre y su hijo se ven obligados a sobrevivir en un mundo inhóspito en el que merodean los sobrevivientes de una catástrofe. El alimento escasea. Los más listos y fuertes canibalizan a los más ingenuos y débiles. En época de “normalidad” el padre ha inculcado al hijo un virtuoso listón de valores. Valores que se vuelven inútiles para la supervivencia en un mundo “anormal” habitado por individuos sin escrúpulos. Al padre le quedan pocos días de vida. El pequeño quedará solo. A merced de los despiadados. El padre, forzado por las circunstancias, trata de torcer sobre la marcha la humanidad del niño. Su hijo debe conocer y hacer suya la maldad para poder luchar en un mundo hostil.
En época de guerra y escasez hubo quien llenó sus alforjas a través del estraperlo. La pandemia de Covid-19 es una oportunidad para el negocio sucio.
No se sabe si dentro de muy poco el mundo será igual, más hostil o más apacible. Muchos padres se hacen preguntas que hasta hace unos días no pasaban por sus cabezas. ¿Están mis criaturas entrenadas para luchar contra la adversidad? Parejas que tenían el plan de traer criaturas al mundo o adoptarlas están dando marcha atrás. No se sienten muy seguros en un mundo del que desconocían sus afilados colmillos. ¡Cuánta materia despilfarrada! ¡Cuánto espíritu dominado por el pánico! Del hedonismo se pasó al pesimismo. Para unos la filosofía volvió a tener sentido. Para otros nada tiene más sentido que la consecución de una libra de arroz. Lo que parecía cierto se volvió relativo. Vivir o morir, en este año de la peste, es lo mismo que jugar a las cartas. Todo depende del azar.
Lo único cierto, por ahora, es que hay millones de personas en el mundo que lo han perdido todo como consecuencia de la pandemia. La pérdida del empleo. La perdida de la casa. Un largo etcétera de perdidas. Gente que difícilmente se recuperará. Los bancos refinacian pero no condonan deudas, ni dejan de cobrar onerosas comisiones. En época de guerra y escasez hubo quien llenó sus alforjas a través del estraperlo. La pandemia de Covid-19 es una oportunidad para el negocio sucio. Colombia, país con un dilatado prontuario de corrupción, es un paraíso para este tipo de negocios. La entrega de alimentos a los más pobres es una nueva veta para los corruptos. Empiezan a conocerse y documentarse los primeros casos en que la administración pública realiza millonarios contratos con particulares en los que son evidentes los sobrecostos. Cuando la justicia vaya por ellos, si lo hace, dirán entonces que se trata de persecuciones políticas contra modélicos funcionarios. Para la muestra un botón: Andrés Felipe Arias, un chico imantado por la codicia política.