Cinco años antes de mi nacimiento,
un niño
abría, por primera vez, sus ojos.
Cinco años después
un joven,
aún imberbe,
tomaba entre sus manos
el control de mi universo.
Podría afirmar,
-en la necesidad anacrónica del relato-
que la dirección en mi trasegar
-a veces tan líquido-
fue potestad de sus caprichos.
Podría agregar
-en un intento argumentativo-
que un valor mudo puso las cerezas
en el centro del laberinto
y que
-Para corroborar los indicios del engaño-
fui empujado, como tantos otros,
a vivir en un desdén prolongado
que crecía pantalla tras pantalla.
Ha pasado el tiempo
y, aunque me siento cada vez más vulnerable,
sigo aventurándome
para juntar el amarillo con el rojo
en un inédito amanecer.
Aún queda adarme
en el lado izquierdo
de los cuatro muros infranqueables
donde mis miedos descansan.
Aún podría explicar
la necesidad narrativa de la incongruencia
Pero
¿Sería narrable en primera persona
el distanciamiento del Yo
cuando caduca el ego?
¿Sería un ego profundo carente de interés social,
el devenir soñado?
Ahora ya sé que hay un sistema binario
que limita mi existencia
Y que hay una puerta invisible
en los dos extremos del tablero de mi vida.
Ahora ya sé que,
aunque los fantasmas
me atropellen en el intermedio
o en un espacio en el que no me veo
o en la carrera hacia el otro lado,
mi muerte será visible
desde todos los ángulos.