Como el pintor, descubrió más de 120 matices de verde en un limón, pero además, encontró más de cien matices en un solo matiz. Y destrozó el blanco para observar todos los colores del blanco, que no es un color, para buscar todos los colores y su influencia en la cotidianidad de los humanos. Y describió los sonidos de la lluvia con ese realismo puro de quien ha experimentado una lluvia, con truenos y centellas, dentro de su alma. Y pintó un arcoíris y describió en sus libros los antes y los después de la realidad concreta que la habitaba desde antes de que las noches y los días se pusieran de acuerdo para turnarse sin fin en la vida de los mundos.
Conoció el rostro de la luz y la oscuridad con una asombra claridad que ningún autor contemporáneo había logrado. Y supo por experiencia propia cuál es el verdadero color del silencio, el ruido que hacen las cosas cuando callan y la oscuridad que produce una palabra mal colocada en un verso.
Describió las andaduras de las pasiones humanas y supo cuál es la razón y la sinrazón de las emociones y deseos. Y amó la belleza de las rosas, el caer de la lluvia en celo, las hojas del otoño, los labios de los grandes amores y el infinito fondo y trasfondo de la realidad concreta. Una escritora no de este mundo.
Pero Helen Keller tenía una ventaja sobre todos los escritores de esos tiempos y los de ahora: era sorda y ciega. No hubo para ella los obstáculos y el límite que nos impone la realidad concreta y las emociones que la condicionan.