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De la metáfora de la “chinita” a la metonimia de las costumbres

El reciente escándalo convertido en noticia en el que se aprecia en un video a un conductor de un programa radical en Valledupar negociando con su entrevistado el precio de una “chinita” de cuca lampiña, deja ver que todavía, en muchos aspectos, seguimos siendo una sociedad feudal, donde la mujer continúa ocupando el espacio de la casa, la cama y la cocina, sujeta al hombre como la Iglesia, sin duda, lo debe estar a la voluntad divina.

Foto de Michael Dziedzic en Unsplash.

Foto de Michael Dziedzic en Unsplash.

Una antigua profesora solía decir que es más fácil ordenar a un conjunto de micos para una fotografía que poner de acuerdo a un grupo de políticos para salvar al mundo. Y el gran Roman Jakobson afirmó que la metáfora es, en realidad, el modo natural de la poesía mientras que la metonimia lo es para la novela. La realidad es siempre metonímica, afirmó John Fiske, ese otro maestro de la teoría de la comunicación, pues escogemos una parte de la unidad y, por esa contigüidad de elementos significativos que la componen, terminamos leyendo un fragmento de ésta como si fuera la unidad entera.

La vida es metonímica por naturaleza, puesto que casi nunca alcanzamos a ver el panorama completo, sino sólo una parte muy pequeña. En este sentido, las ideologías, entendidas como ese conjunto de creencias o formas dominantes de pensamientos compatibles entre los miembros de una sociedad, también lo serían. Sin embargo, para algunos teóricos, las ideologías son consideradas meras ilusiones. Para los ancestros de Homero, no obstante, los dioses que habitaban el Olimpo eran tan reales como los árboles del camino, la hierba que rozaba sus pies, el sol o el viento que acariciaba sus rostros.

Nada es más difícil de erradicar en los grupos sociales que ese conjunto de hábitos y costumbres que los definen. Y lo es porque las axiologías se constituyen en el ADN de la cultura. Carol Beckwith, una periodista y documentalista gringa, relataba en la edición 164 de National Geographic (1983) cómo en la cultura Wadaabe, una tribu nómada que recorre el occidente de África –entre Camerún, Chad y Nigeria–, el maquillaje es sólo cuestión de hombres: entre más plumas de colores, entre más pinturas cubran sus rostros y cuerpos son mucho más hermosos a los ojos de sus féminas. Allí las mujeres mandan y los hombres obedecen. Allí el matriarcado es tan real como lo es el patriarcado en el resto de las culturas occidentales.  La poligamia es también un territorio exclusivo de las señoras.

Durante las décadas de los setentas y ochentas, la mítica bonanza marimbera intensificó la compra-venta de “chinitas” en los departamentos de La Guajira, Cesar, Magdalena y los límites de Colombia con Venezuela.

En el mismo continente, 30 países, entre las que se destacan Burkina Faso, Camerún, Chad, Costa de Marfil, Djibouti, Egipto, Etiopía, Eritrea, Gambia, Ghana, Guinea, Guinea-Bissau, Kenya, Liberia, Malí, Mauritania, Níger y Nigeria, tienen como costumbre ancestral la práctica de la ablación o mutilación genital femenina, la cual deja en las mujeres, según la Organización Mundial de la Salud, trastornos físicos, psicológicos y sociales para toda la vida.

En 2017, la Organización Internacional para las Migraciones, IOM, denunció en un informe para las Naciones Unidas la creación en Libia de un mercado de esclavos de migrantes subsaharianos que eran retenidos por mercaderes armados al intentar abordar pequeñas embarcaciones para llegar a las costas italianas. Los relatos, según la IOM, resultaron tan tenebrosos que nos permiten imaginar cómo pudo haber sido ese proceso de esclavización en los siglos XVI, XVII y XVIII, con la diferencia de que en esta oportunidad los tratantes de personas no tenían que atravesar el tempestuoso océano para vender su mercancía. Las bandas criminales que dirigían el negocio estaban conformadas en su mayoría por ciudadanos libios, acompañados por ghaneses y nigerianos. Las mujeres, por supuesto, se constituían en este proceso en una mercancía valiosa, pues no sólo eran violadas reiteradamente por sus captores, sino que también eran vendidas a reconocidos proxenetas europeos y asiáticos para ejercer el negocio de la prostitución.

En México, en las comunidades indígenas de los estados de Guerrero, Oaxaca y Chiapas, la práctica de vender niñas o casarlas con hombres mayores es una tradición tan extendida y normalizada que a las autoridades les ha resultado casi imposible revertir esta costumbre ancestral. En las localidades de Metlatónoc, Cochoapa el Grande, Malinaltepec, Tlacoachistlahuaca, Xochistlahuaca y Ayutla, las cifras han venido en aumento en los últimos años a pesar de los grandes esfuerzos que ha hecho la oficina de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas en México. Tanto que el número de las niñas negociadas cada año podría estar hoy entre las 100 y 200. Basados en el sistema de “usos y costumbres”, según una nota del diario El Universal, un padre puede vender a su descendiente por un precio que oscila entre los diez y veinte mil pesos, y un pago en especies que podría incluir alimentos o ganado.

En Puerto Cabeza, un pueblo ubicado en la costa caribeña nicaragüense, con tinte turístico y paradisiaco como lo es Cartagena de Indias en la costa norte colombiana, el alquiler de niñas y adolescentes para ejercer la prostitución es casi una tradición. Cada viernes los barcos, con banderas gringas y otras nacionalidades, anclan en la costa, cargados de turistas, y hasta allá llegan los proxenetas locales y se las ofrecen por 30 o 40 dólares. En otras ocasiones, los turistas bajan de los barcos a los hostales, donde las mantienen secuestradas todo el fin de semana.  Por lo general, son niñas cuyas edades oscilan entre los 10 y 15 años.  Las denuncias de estos hechos las han realizado ante las autoridades activistas de los Derechos Humanos como la señora Ninoska Rita Sánchez Reyes, pero estas se pierden al ser trasladas de una oficina a otra y no pasa absolutamente nada.

Colombia, por supuesto, no es la excepción. A pesar de la normatividad jurídica reflejada en la Ley 679 de 2001, que busca prevenir y contrarrestar la explotación, la pornografía y el turismo sexual con menores de edad; a pesar de la Ley 985 de 2005, en la que se adoptan medidas contra la trata de personas; a pesar de la Ley 1098 de 2006 que permitió la expedición del Código de la Infancia y la Adolescencia que criminaliza la explotación sexual y laboral de los niños y adolescentes; a pesar del esfuerzo de las autoridades, los casos en Colombia, y en particular en las regiones con poblaciones indígenas, siguen su marcha, amparados, en muchos casos, en las tradiciones ancestrales.

El conflicto armado, por supuesto, ha sido en los últimos 60 años un terreno abonado para esta práctica. Durante las décadas de los setentas y ochentas, la mítica bonanza marimbera intensificó la compra-venta de “chinitas” en los departamentos de La Guajira, Cesar, Magdalena y los límites de Colombia con Venezuela. Era muy normal por entonces la llegada a las rancherías de los desérticos pueblos guajiros lujosas camionetas que aparcaban a la entrada de las casas humildes y deteriorados ranchos y ver descender de estas al cacique marimbero para tranzar el pago de una adolescente. En este mismo sentido, la bonanza petrolera venezolana permitió que señoras de bien, residentes en Maracaibo y otras ciudades de la patria de Bolívar, atravesaran las fronteras en sus enormes y lujosos automóviles para llevarse a un par de jóvenes indígenas que les atendieran la mesa, les asearan la casa, les plancharan la ropa y, de paso, satisficieran en las noches las necesidades sexuales de los esposos e hijos.

Hoy, si es cierto que la legislación colombiana ha avanzado en algo para evitar este tipo de situaciones, también es cierto que siguen presentándose en algunos sectores de la geografía nacional. El reciente escándalo convertido en noticia en el que se aprecia en un video a un conductor de un programa radical en Valledupar negociando con su entrevistado el precio de una “chinita” de cuca lampiña, deja ver que todavía, en muchos aspectos, seguimos siendo una sociedad feudal, donde la mujer continúa ocupando el espacio de la casa, la cama y la cocina, sujeta al hombre como la Iglesia, sin duda, lo debe estar a la voluntad divina.

Ha sido profesor en la Universidad de Cartagena y en la Tecnológica de Bolívar. Ha escrito artículos de opinión para la revista Semana, El Espectador , Víacuarenta y Publimetro

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