A finales de los 2000 y principios de la siguiente década, tras la aparición de Anonymous y otros grupos hacktivistas más o menos organizados, distintos cuerpos policiales e inteligencias de Estados (incluso la OTAN) comenzaron a tratar el hacktivismo como una amenaza global situándolo a la misma o mayor altura que el terrorismo doméstico e internacional.
Si solo son personas que usan sus conocimientos técnicos para provocar cambios sociales ¿por qué se les considera una amenaza digna de la atención del mayor conglomerado militar del planeta? Mirando más allá de sus notas de prensa podemos ver que detrás de esa declaración de amenaza se esconde el miedo de dichos poderes a algo ya conocido: tienen miedo a la organización de un cuerpo social técnico. Un cuerpo social muy complejo y difícil de organizar, pero que está ahí disperso por todo el planeta y que tiene cierta fuerza y capacidad, al mismo tiempo que no la tiene.
Quizá necesitamos construir herramientas que permitan gestionar la distribución de la riqueza directamente por las clases populares. No volver a utilizar plataformas como GLOBO o UBER u otras que se dedican a explotar las trabajadoras en condiciones de mayor precariedad, sino construir las nuestras de manera colaborativa con las trabajadoras.
No la tiene en cuanto ese cuerpo social está ocupado (entretenido, despistado) ganando mucho dinero con sus conocimientos técnicos, pero sí tiene esa fuerza en cuanto parte de ese cuerpo técnico (aunque sea un 0,01%) se activa para producir ciertos cambios. Si con ese 0,01% aparecen cuerpos técnico-sociales (tecnopolíticos) que hacen temblar a Estados nación o grandes instituciones militares internacionales ¿se imaginan que no haríamos si logramos activar al 10% o al 30%?
Con las acciones de ese pequeño 0,01% vimos como la estrategia de Wikileaks para degradar y ralentizar las conspiraciones autoritarias funcionó hasta tal punto que forzó a la OTAN a degradar la “calidad democrática” de Inglaterra, llevándola a torturar y estar a punto de extraditar a EE.UU. a un periodista, Julian Assange, que hoy es quizá el preso político más famoso del mundo.
O que los llamamientos a la desobediencia civil digital masiva que realizó Anonymous conectaron a millones de personas que se sumaron a pequeños actos de sabotaje sobre las multinacionales que cada día sabotean nuestras vidas, ayudando no solo a visibilizar daños ambientales o corrupción a gran escala, o evasiones de impuestos, blanqueo de capitales y financiación de estructuras de corrupción a nivel global, sino sobre todo resignificando y legitimando los movimientos de desobediencia civil para toda una nueva generación a la que ya le quedaban lejanos los ejemplos anteriores (y que hoy espera y se suma a nuevas oportunidades de acción en cuanto aparecen en el plano físico o digital).
Y casi tan importante como esto es ¿para que activarse? Ya hemos visto los resultados positivos cuando se activan para realizar filtraciones de información que han desvelado crímenes de guerra o la corrupción de poderes estatales que han ayudado a provocar pequeños cambios, pero ¿son esos los cambios que necesitamos o necesitamos otro tipo de cambios?
Necesitamos algo más que herramientas de denuncia o infiltración y visibilización de las cosas que están mal. En realidad, necesitamos construir las cosas que están bien. ¿A qué nos referimos con las cosas que están bien? Son aquellas nuevas formas de organizarnos, de crecer y multiplicarnos fuera del ritmo que esos Estados y organizaciones al servicio del capitalismo global intentan imponernos.
Quizá necesitamos construir herramientas que permitan gestionar la distribución de la riqueza directamente por las clases populares. No volver a utilizar plataformas como GLOBO o UBER u otras que se dedican a explotar las trabajadoras en condiciones de mayor precariedad, sino construir las nuestras de manera colaborativa con las trabajadoras. Que ellas sean las dueñas y gestoras de esas cadenas de distribución, conectadas directamente y sin intermediarios a las personas que producen, en resumen, crear las nuevas herramientas digitales que permitan el control de los medios de producción y distribución por los trabajadores.
¿Y cómo se activa ese cuerpo social tecnológico? No tenemos una respuesta clara, sólo algunas intuiciones. Lo primero es encontrarlo, pues está disperso en multitud de sitios como universidades, centros de enseñanza técnica, colegios, también en espacios de trabajo formal e informal, en asociaciones, en sindicatos, y sobre todo en la red. Lo siguiente es pensar cómo interpelarlo construyendo un relato colectivo, un imaginario común que permita no solo interferir el pensamiento único sino enfrentarlo desde la construcción colectiva de otras alternativas en todos los ámbitos y especialmente en el productivo.
Se trata también de aprovechar los espacios de ruptura que la pandemia del Covid-19 está produciendo en todos los ámbitos de la sociedad y que obliga a todos los actores a resituarse. Finalmente, desde el punto de vista de las subjetividades, la crisis social generada por la pandemia está permitiendo aflorar sensibilidades de cooperación y apoyo mutuo que deberán ser incorporadas a esos relatos. Los movimientos sociales deben reflexionar sobre estas oportunidades y apuntar a proyectos más ambiciosos que posicionen la producción y distribución local y regional por encima de las actuales formas de consumo desglobalizado que promueven actores como Amazon. La tecnología hace tiempo que está lista, sólo falta que estén listos los humanos.