La violencia ha permeado en la sociedad colombiana. El ruido de los fusiles ha invadido al país y construido unas lógicas perversas y preocupantes en las que el odio y el resentimiento se han impuesto y convertido en combustible para perpetuar viciosamente el ataque a la vida y a la dignidad de las personas. Hoy, en este período de posconflicto –posacuerdo sería más correcto–, es más necesario que nunca romper estas lógicas y establecer paradigmas que permitan pensar cómo y hacia dónde se puede avanzar.
De los muchos ámbitos desde los que se puede fundamentar estos paradigmas nos centraremos en uno: el artístico. Lo haremos de la mano de algunas ideas y de diversos proyectos que, desde diferentes perspectivas, subvierten y transforman los marcos de referencia llevándolos hacia el ideal de vida y dignidad.
Pensar en el arte es, en primer lugar y ante todo, pensar en una forma de expresión. Este componente expresivo es altamente revolucionario en un contexto de violencia donde los actores armados buscan, precisamente, limitar la capacidad expresiva de las personas. Dar pie a la expresión es abrirse a la pluralidad, crear significados y desafiar los pensamientos monolíticos, rompiendo así los esquemas establecidos del miedo, el silencio y la represión.
En este texto veremos muy brevemente tres ejemplos de referencia que tuve la suerte de conocer: la obra teatral Victus, el muralismo sancarlitano y los tejidos realizados por las mujeres de Mampuján.
Es también importante, en relación al componente expresivo, destacar que lo artístico no solamente expresa, lo cual es ya en sí mismo un potencial transformador, sino que además lo hace en términos opuestos a la violencia. Mientras que esta última es destructiva, el arte se fundamenta en el acto de creación. En lo artístico se puede encontrar un lenguaje donde está todo lo humano que la violencia ha desnaturalizado.
Y si hablamos del arte como expresión no podemos obviar otro elemento: la expresión sale de dentro pero se da siempre hacia a fuera, es decir, pone en relación lo interior con lo exterior. La expresión se da siempre hacia algún lugar donde alguien ve, escucha o siente. Expresarse artísticamente es por lo tanto también conectar y crear redes entre emisores y receptores. Cumple también, por lo tanto, una función de vínculo social en base a experiencias compartidas.
En San Carlos, Antioquia, uno de los potenciales artísticos más destacables para combatir las lógicas de la violencia fue y sigue siendo el muralismo.
Otra función del arte es la del ejercicio de la memoria. Crear es siempre, de algún modo, re-presentar, es decir, volver a hacer presente. Esto es fundamental para cualquier sociedad que haya vivido o viva en lógicas de violencia, sobre todo si entendemos que el objetivo no es olvidar sino superar. El arte permite rememorar desde narrativas alternativas, no revictimizantes, y evocar desde nuevos espacios y sensibilidades transformadoras que favorecen que el acto de creación sea, a la vez, un acto de sanación.
Pero no solo quien crea hace un proceso de sanación, sino que este se expande y puede llegar, como decíamos arriba, en forma de experiencias compartidas. La relación artística tiene una capacidad catártica en la que el receptor puede hacer un proceso de identificación emocional, ponerse en la piel de otra persona y desde ahí, si se da el caso, evocar la memoria de lo vivido. Dicho de otro modo, el arte genera relatos que interpelan y que permiten hacer procesos de sanación en común, fundamentados en la memoria y la superación.
El último aspecto que se revisará antes de entrar a ver algunos ejemplos es el de la capacidad del arte de favorecer procesos de reconciliación. Las lógicas de la violencia, y todavía más en conflictos armados prolongados, generan desconfianzas y odios que se enquistan y dificultan la posibilidad de construir relaciones sanas que fundamenten un tejido social sólido.
El arte también actúa en este sentido porque, de algún modo, hace una tarea de mediación y favorece un diálogo que se da desde lenguajes especialmente sensibles, no rígidos, a través de los cuales se pueden ir difuminando paulatinamente los antagonismos y pueden irse transformando hacia convivencias estables o incluso cooperativas. El arte no solamente permite expresar lo humano sino también un poder para encontrar la esencia de lo humano en el otro.
En Colombia son muchísimos los proyectos que han visto estas y muchas otras capacidades de lo artístico para transformar las lógicas de la violencia. En este texto veremos muy brevemente tres ejemplos de referencia que tuve la suerte de conocer: la obra teatral Victus, el muralismo sancarlitano y los tejidos realizados por las mujeres de Mampuján.
La obra teatral Victus surgió en Bogotá como proyecto artístico pero también como laboratorio de encuentro y reconciliación.
La obra teatral Victus surgió en Bogotá como proyecto artístico pero también como laboratorio de encuentro y reconciliación. Los actores que participan son ex guerrilleros, ex paramilitares, ex miembros de la fuerza pública y víctimas civiles que, en su momento, decidieron dejar atrás los prejuicios, reconocerse y compartir vivencias y escenario. Un proceso duro pero fructífero donde el trabajo de compatibilizar sensibilidades ha sido, sin duda, igual o más complicado que el propiamente interpretativo.
En San Carlos, Antioquia, uno de los potenciales artísticos más destacables para combatir las lógicas de la violencia fue y sigue siendo el muralismo. Las paredes del núcleo urbano y las veredas se llenan de historias y memoria a través de pinturas de grandes dimensiones realizadas por el colectivo artístico San Carlos, memoria de sueños y esperanzas. El objetivo es la resignificación de escenarios de violencia con temáticas y escenas que hablan sobre lo que han sido los sancarlitanos y lo que pueden llegar a ser cuando deciden apostar por la paz.
Por último destacamos el trabajo de las mujeres tejedoras de Mampuján, Bolívar, que empezó en las calles, compartiendo historias de violencia y sintiendo la necesidad de expresarlas en tapices colectivos. Contar las experiencias de la violencia, compartirlas y hacer arte con ellas ha permitido a muchas de estas mujeres cerrar procesos de duelo, empoderarse y generar lazos de confianza que se habían perdido.
Construir la paz es un proceso largo y complejo que va mucho más allá de firmar unos acuerdos. Para que este proceso sea exitoso se requiere de muchísima energía y, además, de desarrollar la imaginación y la creatividad poniéndola al servicio de la vida y la dignidad. El arte seguramente no pueda abarcar todo esto por sí solo, pero sin lugar a duda es un eje fundamental sobre el que articular las bases de una sociedad diferente en la que la violencia, de una vez por todas y de forma definitiva, deje de tener cabida.