A finales de los ochenta encontré al escritor Alfredo Molano Bravo en una aldea montañosa del departamento del Cauca, Colombia. Alfredo iba acompañado de dos colegas sociólogos con los que se dirigía hacia el cañón del río Micay, donde el Gobierno colombiano proyectaba una central hidroeléctrica denominada “Arrieros del Micay”. La obra fue desechada por el impacto ambiental que acarreaba. Molano me obsequió una libretica de hojas cuadriculadas cubierta con forro plástico. Son las que usan los topógrafos, dijo. Examiné con curiosidad el obsequio. Son resistentes a la humedad y el lodo, agregó. Desde entonces los cuadernillos de topografía se convirtieron en mis libretas de notas. Resistían bien los avatares de la guerrilla, amén de que eran ligeras y ocupaban poco espacio en la mochila. En prisión seguí con la tradición.
En dos cuadernos de topografía que aún conservo están las notas que hice sobre los libros que leí desde el 8 de octubre de 2001, día en que fui trasladado de La Picota de Bogotá hasta el Pabellón de Atención Especial (PAE) de la Penitenciaría de Alta Seguridad de Valledupar. El PAE es una especie de prisión dentro de la prisión. Así, “prisión dentro de la prisión”, llamó Truman Capote al sitio en que estuvieron recluidos los dos asesinos que protagonizaron A sangre fría, su novela reportaje, hasta que fueron llevados a la horca.
Aprendí a escribir en miniatura ayudándome con un estilógrafo de punta fina. En letras diminutas iba registrando en los cuadernillos de topografía los títulos leídos. El sepulcro de los vivos de Dostoyevsky encabezó el listado. El último libro que leí en prisión fue El hombre que fue jueves de G.K. Chesterton. El 2 de julio de 2006 recobré mi libertad. Tal como mandan los usos carcelarios repartí mis libros y pertenencias entre los camaradas que quedaban tras las rejas. Solo llevé conmigo dos cuadernillos de topografía en los que se apiñaban cientos de notas literarias y la muda de ropa que traía puesta. Yezid, escuché el vozarrón de Robinson, no te olvides de enviarnos libros. Volví la mirada hacia el fondo del pasillo y levanté el pulgar derecho. Jorge Augusto Bernal Romero, nombre de pila de Robinson, recobró la libertad en el marco del Acuerdo de Paz con las FARC, luego de permanecer 23 años en prisión. Yo lo llamaba Goriot, como el personaje de Balzac, para despistar a la guardia penitenciaria.
El calabozo hizo que Robinson se volviera un empedernido lector. En una entrevista concedida a Univisión Noticias, dijo haber leído cientos de libros entre ellos El Corán y La Biblia. Mientras tanto los títulos de la Lista Marsé permanecían en Barcelona a la espera de que alguien los llevara hasta el otro lado del Atlántico. El envío por mensajería resultaba costoso, sin contar los trámites de aduana en Bogotá. Teníamos los libros, pero no encontrábamos la manera de ponerlos en manos de los reclusos de La Tramacúa. Títulos como Los siete locos de Roberto Arlt, El desierto de los tártaros de Dino Buzzati o la colección de poemas de Federico García Lorca permanecían a la espera. Con Lolita Bosch decidimos ir hasta el Consulado de Colombia en Barcelona. Creímos, ingenuamente, que el gesto de generosidad que habíamos emprendido sería bien recibido por la representación diplomática.
Juana Inés Díaz Tafur era entonces la Cónsul de Colombia en Barcelona. Nos recibió en su despacho luego de varias rogativas. Entre bostezo y bostezo escuchó nuestro relato, luego tomó la palabra. Habló de todo, menos de los libros. En algún momento hizo gala de sus relaciones con personajes de Barcelona. Historias que no venían a cuento. Con Lolita nos miramos. Vámonos de aquí, decían nuestras miradas. Nos habíamos topado con un clásico de la diplomacia colombiana: cónsules y embajadores convertidos por los gobiernos de turno en moneda para saldar las deudas con los operadores políticos.
Era una pena que el gesto de Juan Marsé, Lolita, editores y el mío propio no fuera correspondido por las autoridades colombianas. Sentía vergüenza con el maestro Marsé quien había puesto todo su entusiasmo en la dotación de una biblioteca para los presos de La Tramacúa. El escritor catalán hizo parte de la Divine Gauche, ese brillante grupo de intelectuales de izquierda que se juntaron en Barcelona entre la década de los sesenta y setenta, y ejerció una gran influencia en la literatura, el cine, la música y todas las bellas artes. La Divine Gauche se relacionó con los escritores latinoamericanos del boom que recalaron en Barcelona de la mano de Carmen Balcells, la agente literaria llamada cariñosamente por sus pupilos como “La Mama Grande”. A escritores como García Márquez y Vargas Llosa se les veía en algunas ocasiones en el bar La Espineta, localizado en la playa de Calafell, cuyo propietario era el editor Carles Barral. Xavi Ayén, el periodista del diario La Vanguardia, en su voluminoso libro Aquellos años del boom hace una descripción completa y pormenorizada de este movimiento que tatuó a la literatura del siglo veinte.
Pasaron los meses hasta que le llegó la suerte a la Lista Marsé. Por ciertas carambolas de la vida Pedro Felipe Ortíz, autor de un librito de poemas titulado La isla redentora, entró a ocupar un cargo en el consulado de Colombia en Barcelona. Había coincidido con Pedro en algunos eventos culturales hasta que fue surgiendo una amistad atravesada por la literatura. Le eché el cuento de la Lista Marsé. Voy a conseguirte una entrevista con el Cónsul, prometió. A los pocos días llamó a mi teléfono para decirme: el Cónsul te espera.
La señora Díaz Tafur se fue del consulado sin pena ni gloria. Carlos Manuel Pulido Collazos era el nuevo Cónsul. Fui a la entrevista con escasa ilusión. Pulido Collazos, natural del departamento del Cauca, era un tipo campechano, con esos modales que caracterizan a la gente que ha vivido o tiene relación con el mundo rural. Yo conocía en detalle al departamento del Cauca porque fue allí donde me hice guerrillero. Conocía bien la idiosincrasia de sus gentes, la laboriosidad de los colonos de Huisitó, el mundo de las organizaciones indígenas del norte y centro del departamento, el sincretismo de las comunidades negras de San Juan de Mechengue y las riberas del río Patía. Empero también conocía a la burguesía local, heredera de la aristocracia que acompañó a Bolívar en la Guerra de Independencia sin renunciar al régimen de esclavitud que imponían a látigo en sus haciendas. Hubo empatía con el Cónsul a pesar de nuestras diferencias ideológicas. Repasamos la situación del Cauca. Al final bromeamos. Tráigame los libros que yo los hago llegar como sea, concluyó el Cónsul con ese tono de voz enfadado que emplean los capataces de hacienda cuando se dirigen a sus peones.
En honor a la verdad el señor Carlos Manuel Pulido Collazos cumplió su promesa. En una actitud, ajena a los convencionalismos, aprovechó que su esposa e hijos estaban de visita en Barcelona para que facturaran las cajas de libros junto con las maletas con las que retornaban a Colombia. El siguiente paso, más sencillo, fue el de llevar las cajas hasta la Dirección General de Prisiones.
El 12 de junio de 2013 recibí un mail de Josefina Bermúdez Garzón, secretaria del Mayor General Gustavo Adolfo Ricaurte Tapia, Director General de Prisiones, dando la buena nueva: los libros de la Lista Marsé iban camino a La Tramacúa.