El proceso de paz con las FARC produjo una juventud que le perdió el miedo al viejo país y sus violencias. Son las generaciones que marcharon por la paz, las de la consulta anticorrupción, las que tumbaron al ministro de Defensa y las del histórico paro nacional. Por eso la guerra es contra ellos.
La sociedad colombiana cambió con el proceso de paz. El cambio no fue tan grande como lo prometían los acuerdos firmados, pero fue suficiente para hacer tambalear, sin armas, al viejo sistema político corrupto, mafioso y violento, heredado del siglo XX. Esa vetusta cultura política que una creciente mayoría quiere dejar atrás y que es ejemplarmente defendida por el uribismo, representado políticamente por el partido Centro Democrático.
Esos jóvenes le perdieron el respeto a la vieja política y lograron abrir una brecha democrática en un país excluyente
Con el proceso de paz se fue consolidando un cuerpo de ciudadanos suficientemente representativo y mayoritario, que abrazó la idea de un país más democrático, más equitativo y sin guerra. El componente más dinámico de esto, que algunos llaman nuevas ciudadanías, son los jóvenes. Fueron ellos los primeros en salir a las calles a salvar el proceso de paz (varias veces), los que por primera vez llevaron a un candidato alternativo a segunda vuelta presidencial, los de la consulta anticorrupción en agosto del 2018, los de las marchas contra el fiscal Néstor Humberto Martínez en enero del 2019, los que dieron el último empujón al ministro de Defensa en noviembre del mismo año (a causa del bombardeo de niños en Caquetá), y los del histórico paro nacional que puso contra las cuerdas al presidente Iván Duque y su entramado de Gobierno. Lo logrado por estas nuevas generaciones y sus movilizaciones multitudinarias es, de lejos, el mejor resultado social y político del proceso de paz con las FARC. Por eso la guerra se dirige principalmente en su contra.
Estas nuevas generaciones se perfilan como un factor de cambio y por eso la guerra se dirige en su contra. Deben ser inoculados con el miedo que paralizó a sus padres
Esos jóvenes le perdieron el respeto a la vieja política y lograron abrir una brecha democrática en un país excluyente. En Colombia se empezó a hablar de izquierda y derecha con una naturalidad poco común. La política fue llenada con nuevas formas y contenidos como los temas de medio ambiente, la crisis climática y la causa animalista, el uso de redes sociales y la proliferación de propuestas informativas alternativas y un consenso cerrado sobre la exigencia de la implementación de los acuerdos de paz. Podría decirse que en los últimos años la juventud colombiana ha hecho una maestría en ciencia política.
Estas nuevas generaciones se perfilan como un factor de cambio y por eso la guerra se dirige en su contra. Deben ser inoculados con el miedo que paralizó a sus padres, y por eso se les castiga con un nivel de violencia que parecía ya superado en Colombia, y que se asemeja a la violencia de los carteles mexicanos en sus disputas territoriales. Colombia fue el país con más asesinatos de ambientalistas en el mundo en el 2019 de acuerdo a un reciente reporte de Global Witness. La ONU ya ha contabilizado 33 masacres en lo que va del 2020, periodo en el que también han sido asesinados 183 líderes y lideresas, más de uno por día.
En un país decente, cualquier presidente, de izquierda o derecha, hubiera llamado a la unidad y a la movilización nacional contra la violencia.
Los asesinatos y masacres que han sacudido al país en las últimas dos semanas, y que tienen como blanco principal a niños y jóvenes, son el resultado directo del sabotaje sistemático de Duque y el uribismo en contra del proceso de paz. Son el brutal ejemplo de la nueva fase de guerra, resultante de la no implementación de los acuerdos y del regreso a una política de seguridad guerrerista, con rebrotes de “falsos positivos”, que compra tanquetas para combatir la pandemia y espía al que le de la gana. Es la política de seguridad contra la ciudadanía que mató a Dilan Cruz el 25 de noviembre de 2019. El uribismo logró conservar una guerra, una diferente, pero que igual le sirve en su propósito de mantener el estado atroz de desigualdad y violencia que ha imperado en Colombia en las últimas décadas.
Mientras termino de escribir estas líneas leo que ha ocurrido una nueva masacre, en Ricaurte, otra vez en Nariño, otra vez jóvenes, otra vez indígenas. En un país decente, cualquier presidente, de izquierda o derecha, hubiera llamado a la unidad y a la movilización nacional contra la violencia, hubiera guiado a la ciudadanía en su luto y transformado la rabia en una fuerza capaz de detener la matanza. Pero en Colombia no gobierna cualquiera, gobierna Duque, quien resuelve el asunto con 200 millones de recompensa y un mensaje de Twitter. Eso solo sirve para normalizar la violencia. Le corresponde entonces a la ciudadanía escoger si se deja arrastrar de nuevo por la tormentosa corriente de la guerra, o si se moviliza y se encausa hacia la paz y la democracia. La solidaridad concreta de los niños y jóvenes de las ciudades con los niños y jóvenes del campo es urgente.