La rememoración, la contemplación
-en la conciencia- de las injusticias pasadas, o
la investigación histórica no son suficientes.
Para que la redención pueda producirse,
es necesaria la reparación del sufrimiento,
de la desolación de las generaciones vencidas,
y el cumplimiento de los objetivos por
los cuales lucharon y no lograron alcanzar
Walter Benjamín
Cuando decidí narrar la historia sobre mi paso por el movimiento estudiantil de la Universidad de Nariño, recurriendo al género autobiográfico, comprendí que no resultaría fácil. En primera medida, porque debo mostrar en campo abierto una parte de mi vida personal en un contexto donde los enemigos de la reconciliación persisten en oponerse al Acuerdo de Paz de La Habana. Y, en segundo lugar, porque avizoro el peligro de volverme anacrónico, pues al intentar contar mi historia, casi por obligación, tengo la necesidad de volver a ciertos lugares comunes presentes en la tradición histórica de los movimientos sociales de Colombia y América Latina. Pero, aun así, me dispuse a correr el riego. Resolví asumir este compromiso cuando recordé a mis compañeros y compañeras, a mis amigos y camaradas, que entregaron su vida luchando como el último de los mohicanos por hacer realidad nuestro proyecto político de la Nueva Colombia.
La rueda de la historia ha echado a andar. Viene arribando el tiempo de sosegar algunas cargas. Mientras tanto, a la usanza de Miguel Hernández, “sentado sobre los muertos beso zapatos vacíos y empuño rabiosamente la mano del corazón. Que mi voz suba a los montes y baje a la tierra y truene, eso pide mi garganta desde ahora y desde siempre.” Me apresuro, entonces, a entretejer mi relato personal con la historia de lo que fue nuestra organización estudiantil. A verter sobre el papel esta especie de conjuro contra el olvido. A organizar entre el torrente de sentimientos, frustraciones, alegrías y anhelos, las fichas de un rompecabezas que muchas veces resulta doloroso armar.
Nunca me incorporé a la guerrilla, pero dentro de mi imaginario admitía que los estudiantes debíamos hacer nuestras las cualidades personales del guerrillero urbano descritas por el revolucionario brasileño Carlos Marighela
Nací en Pasto en los años 80. Por influencia de mis padres presencié las dinámicas de la lucha sindical. En la pequeña biblioteca familiar conocí algunas obras marxistas y varias autobiografías militantes como La montaña es algo más que una inmensa estepa verde, donde Omar Cabezas evoca la histórica lucha del Frente Sandinista para la Liberación Nacional. Entre los libros que teníamos en casa, y otros que llegaban en calidad de préstamo, me impactaron profundamente dos: Las guerras de la paz, de la periodista colombiana Olga Behar y Entre la letra y la sangre, una entrevista realizada por Carlos Catania al escritor argentino Ernesto Sábato. El primero me impactó por las intrépidas y dramáticas historias de vida de guerreros y guerreras clandestinas que asumieron la lucha armada como el medio más idóneo para la liberación de los oprimidos. Conocí como el M-19 planeó el robo de la espada de Bolívar y la recuperación de las armas del Cantón Norte. Me formé una idea sobre los vejámenes de la tortura practicada por los militares a las guerrilleras capturadas. Me adentré en la historia de organizaciones insurgentes como las FARC-EP, el ELN, el EPL, el Quintín Lame y varias otras. Comprendí los argumentos de Manuel Marulanda, Jacobo Arenas, Jaime Bateman, Manuel Pérez Martínez, Raúl Reyes y Alfonso Cano para haber empuñado las armas. En resumen, aprendí a reconocer la justeza de la lucha insurgente en un país con una oligarquía terrateniente que históricamente le ha cerrado las puertas a toda forma de participación política que transgreda sus intereses.
Entre la letra y la sangre me conmocionó por su alto contenido humanista. La angustia existencial de Ernesto Sábato frente a un mundo que avanza hacia una catástrofe nuclear y al ecocidio planetario erizó mi piel y me permitió admitir los límites de la ciencia y la racionalidad instrumental para solucionar los problemas humanos. Sábato me hizo comprender que no es necesario dominar el marxismo para convertirse en comunista porque es suficiente salir a la calle y percatarse que miles de niños mueren de hambre en un planeta atiborrado de comida. A través de su coherencia, pues había abandonado su destacada carrera como físico atómico en el Instituto Tecnológico de Massachusetts para dedicarse al arte y la literatura, Sábato me enseño que los seres humanos únicamente cabemos en la utopía y que “sólo quienes sean capaces de encarnar la utopía serán aptos para el combate decisivo, el de recuperar cuanto de humanidad hayamos perdido.”
De adolescente me entusiasmaron los manuales de Economía Política de Nicolás Buenaventura, un destacado intelectual del Partido Comunista Colombiano, un verdadero maestro y un pedagogo genial que sin pelos en la lengua criticaba a Orlando Fals Borda señalándolo de humanista burgués y de intelectual no orgánico. Pero más allá de sus injustos juicios de valor sobre el teórico de la Investigación Acción Participativa, de la mano de Nicolás Buenaventura me apasioné por las ciencias sociales y por esta razón, en 1997, ingresé a la Universidad de Nariño a estudiar economía abrigando el firme deseo de vincularme a una organización estudiantil porque consideraba que frente a la injusticia social era necesario tomar partido.
Desde el movimiento estudiantil contemplé la lucha armada con cierto romanticismo. Al igual que muchos jóvenes universitarios colombianos, fui invitado a integrar el Movimiento Bolivariano (MB) y el Partido Comunista Clandestino Colombiano (PC3), brazos políticos de las FARC-EP. Sin embargo, veía en ese grupo insurgente una organización esencialmente agraria, con poca proyección urbana. Pensaba que en Colombia se requería de una guerrilla con fuertes vínculos en las ciudades, con un discurso renovado, simpático, capaz de conquistar el corazón de millones de personas. Como el ingreso al MB y al PC3 implicaba un compromiso político y formativo, las FARC-EP recurría a diferentes mecanismos de propaganda para que los estudiantes conociéramos sus documentos ideológicos y programáticos más importantes: El programa agrario de los guerrilleros de Marquetalia; La estrategia política del libertador en las guerras de independencia; Las Farc-Ep 30 años de lucha por la paz, la democracia y la soberanía; Plataforma para un gobierno de reconstrucción y reconciliación nacional; Movimiento Bolivariano por la Nueva Colombia.
En el movimiento estudiantil se conocía que, además de la formación política, las FARC-EP y el ELN ofrecían escuelas de entrenamiento militar. Nunca me incorporé a la guerrilla, pero dentro de mi imaginario admitía que los estudiantes debíamos hacer nuestras las cualidades personales del guerrillero urbano descritas por el revolucionario brasileño Carlos Marighela: “pelear contra la dictadura utilizando métodos no convencionales. Ser revolucionarios políticos y unos patriotas ardientes, luchadores por la liberación, amigos de la gente y la libertad […] Salir de caminata, acampar, entrenar físicamente y levantar información sobre posibles blancos militares y financieros.”
Por el anterior contexto pienso que en el movimiento estudiantil teníamos claro el porqué de nuestra lucha y por ello establecimos límites con la idea de la insurgencia de colocar las armas al servicio de la política. En ninguna circunstancia portamos armas; aunque para las protestas estudiantiles fabricábamos papas explosivas, bombas incendiarias, bloqueábamos el tráfico y nos enfrentábamos con la policía. Pero no solo existíamos al calor tropel, también concurríamos a reuniones comunitarias, nos involucrábamos en buscar soluciones a las necesidades de la gente y organizábamos «comandos de paro» en coordinación con los profesores de SIMANA y las Centrales Obreras.
Meses antes de su asesinato, ella estaba leyendo con gran interés la obra teórica de Rosa Luxemburgo, la revolucionaria polaca fundadora de la Liga Espartaquista
Hacía finales de los años noventa, los «comandos de paro» fueron efectivos porque en ellos diversas organizaciones populares lográbamos agrupar una serie de problemáticas sociales: altos costos de los servicios públicos, desfinanciación de la educación, privatización de empresas e instituciones públicas, reivindicaciones sociales de los vendedores ambulantes, las luchas por la tierra de los sectores indígenas y campesinos. Una vez identificadas y discutidas tales reivindicaciones elaborábamos un pliego de peticiones, pactábamos los acuerdos políticos, disponíamos la logística y nos lanzábamos a la lucha mediante grandes movilizaciones que paralizaban el centro de Pasto. Todo esto bajo la forma organizativa de un amplio movimiento cívico apoyado por un importante sector de la población. El respaldo de la comunidad nos permitía convocar a paros cívicos departamentales durante los cuales ocupábamos por semanas o meses la plaza de Nariño, instalando carpas o cambuches donde las organizaciones populares, sindicales y estudiantiles nos reuníamos a definir acciones a la vez que nos turnábamos para pasar la noche. En el día desarrollábamos movilizaciones permanentes por el centro de la ciudad con el objetivo de congestionar las vías, paralizar el tráfico, cerrar locales comerciales, bloquear oficinas públicas y entidades financieras. Con la movilización crecía el respaldo. Cada día llegaban más organizaciones a integrarse al paro para reclamar sus derechos ante las autoridades locales, el gobierno nacional o el empresario de turno.
Para frenar el acumulado político de un poder popular que crecía exponencialmente, durante los primeros años del siglo XXI la Universidad de Nariño fue sacudida por la violencia paramilitar con el asesinato de líderes estudiantes y sindicales que por sus capacidades políticas y organizativas se convirtieron en blanco del terrorismo de Estado. El caso más emblemático fue el asesinato de Adriana Benítez que, además de líder del movimiento estudiantil, era reconocida como una figura relevante dentro del movimiento cívico. En el año 1998, debido a las capacidades organizativas de Adriana, diferentes grupos estudiantiles, encabezados por los Radicales Libres, logramos ponernos de acuerdo para exigir una rebaja en la tarifa del transporte urbano. Tras una movilización social de grandes proporciones que persistió cerca de una semana, al gobierno local y a los empresarios del transporte no les quedó otra salida que disminuir la tarifa del bus. Este hecho significó un importante resultado político por cuanto la comunidad pastusa se movilizó para homenajear al movimiento estudiantil como pilar fundamental de la defensa de los derechos del pueblo.
Quizá por este motivo Adriana fue pintada descalza, como si estuviera haciendo honor a los peregrinos que caminan dando unos cuantos pasos hacia adelante y después retrocediendo o saltando a un lado para volver a avanzar, desviarse o retroceder, zigzagueando todo el tiempo mientras se acercan penosamente a su meta
Adriana fue mi compañera en el programa de economía e hicimos parte de los Radicales Libres. Aunque fue asesinada hace 19 años, el 14 de octubre del 2000, continúa rondando en mi memoria. Si bien «La flor roja de la U», como cariñosamente comenzamos a llamarla después de su muerte, no dejó ningún escrito de su autoría que permita rastrear su pensamiento libertario, coincido con Mariátegui en que la fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del Mito.
Adriana no solo fue la líder estudiantil más destacada de su tiempo, también fue ejemplo de voluntad, pasión y fe entregada a la causa de los comunes. Meses antes de su asesinato, ella estaba leyendo con gran interés la obra teórica de Rosa Luxemburgo, la revolucionaria polaca fundadora de la Liga Espartaquista, una de las principales dirigentes y teóricas del socialismo que luchó contra el machismo presente en la sociedad capitalista y cuestionó las jerarquías de poder que impregnaban y deshonraban al socialismo europeo de inicios del siglo XX. Adriana admiraba a Rosa Luxemburgo porque nunca cayó en el engaño tendido por la dirección del Partido Socialdemócrata Alemán cuando este le propuso que se ocupe exclusivamente de los problemas de la mujer, dejando la política en manos de los burócratas del partido. Por el contrario, Rosa se la jugó a fondo liderando la oposición contra la Primera Guerra Mundial, publicando diversos libros y participando como profesora en las escuelas de economía política dirigidas a los militantes comunistas.
La flor roja de la U no se interesó por la obra de Rosa Luxemburgo porque algún profesor le sugiriera su lectura o porque su teoría se impartiera en alguna materia, sino porque Adriana se caracterizó por ser una devoradora de libros y porque nunca pretendió ligarse a las modas intelectuales neoliberales adquiridas para entonces por los burócratas que fungían como docentes en el departamento de Economía de la Universidad de Nariño, una legión de acríticos que continúan repitiendo las recetas del libre mercado presentes en los libros de texto norteamericanos, trasfiriendo a los estudiantes el conformismo y la resignación frente a la injusticia económica, la pobreza y la desigualdad.
Como uno de los ejes centrales de la obra de Rosa Luxemburgo es el análisis de los rasgos económicos del imperialismo -el cual no se restringe a establecer relaciones comerciales con su entorno no capitalista, sino que socava las bases de la economía natural, arruina la autosuficiencia y se apodera de la tierra hasta devastar a los productores campesinos- Adriana se interrogaba sobre aquellas características porque Colombia empezaba a sentir con mayor intensidad los nefastos efectos del modelo neoliberal: al histórico despojo de tierra a los pequeños productores campesinos por parte del gran capital y sus grupos paramilitares, se sumaba la ruina del campo colombiano generada por la política aperturista y la importación masiva de alimentos. A lo anterior se agregaba el Plan Colombia como mecanismo contrainsurgente y de intervención militar norteamericana en el territorio. Estos hechos impulsaron a Adriana a organizar un espacio de encuentro de organizaciones sociales y académicos comprometidos para develar los objetivos del Plan Colombia y sus negativas repercusiones en el departamento de Nariño. El espacio se denominó Primer Foro departamental contra el Plan Colombia. Adriana no pudo asistir al foro como una de sus principales protagonistas y organizadoras porque días antes, cuando se dirigía a una reunión con madres comunitarias y organizaciones sociales, fue asesinada por paramilitares en la Plaza de Nariño.
Varios años después, durante una audiencia de imputación de cargos, cuando el juez le preguntó a un sicario de las AUC por los móviles que lo llevaron a cometer el asesinato de Tito Livio Hernández, sindicalista de la Universidad de Nariño, el imputado respondió que una de las instrucciones de los mandos paramilitares consistió en “detener al enemigo marxista presente en las universidades colombianas”. Al igual que Tito y Adriana, hoy muchos líderes sociales forman parte de un extenso inventario de personas que la oligarquía colombiana continúa exterminado. Rosa Luxemburgo tampoco escapó a la oligarquía de su tiempo, el 15 de enero de 1919, días después del levantamiento espartaquista, cayó asesinada por un grupo paramilitar de la época.
En el 2007 el artista nariñense Henry Rosero pintó un mural en la sede del Sindicato del Magisterio de Nariño titulado América Latina milenaria, fecunda, heroica, audaz esperanza continental de humanismo y libertad. En la parte superior de la obra aparecen cuatro figuras centrales que corresponden a los rostros de Emiliano Zapata, Simón Bolívar, El Che Guevara y Camilo Torres. En la parte central una indígena levanta un niño en sus brazos, es la representación de América milenaria rodeada de las banderas de catorce países latinoamericanos. Dos cóndores surcan el cielo. Debajo se observa una multitudinaria movilización de indígenas, negros, campesinos, obreros y estudiantes, liderada por Benkos Biohó, José Antonio Galán, Manuel Quintín Lame, Salvador Allende, Fidel Castro y Augusto Cesar Sandino. Junto a ellos aparece el líder social nariñense Heraldo Romero agitando una bandera y los líderes estudiantiles de la Universidad de Nariño, Jairo Moncayo y Adriana Benítez que camina empuñando una bayoneta.
Esta obra de arte permite traer a la memoria el recuerdo de Adriana Benítez y evocar, a la vez, al amauta José Carlos Mariátegui cuando afirmaba que “en el mundo contemporáneo coexisten dos almas, las de la revolución y la decadencia. Sólo la presencia de la primera le confiere a un poema o un cuadro el valor de arte nuevo.” Sentencia que parece indicar que ese mural preludia y prepara un orden nuevo, la transición del ocaso al alba. Quizá por este motivo Adriana fue pintada descalza, como si estuviera haciendo honor a los peregrinos que caminan dando unos cuantos pasos hacia adelante y después retrocediendo o saltando a un lado para volver a avanzar, desviarse o retroceder, zigzagueando todo el tiempo mientras se acercan penosamente a su meta. Sin embargo, Adriana camina decidida, es posible sentirla feliz, verla como una mesías redentora. No está sola, detrás de ella caminan Bolívar, Zapata, El Che, Camilo Torres, un pueblo entero y las posibilidades de una Nueva Colombia.
Varios años después, durante una audiencia de imputación de cargos, cuando el juez le preguntó a un sicario de las AUC por los móviles que lo llevaron a cometer el asesinato de Tito Livio Hernández, sindicalista de la Universidad de Nariño, el imputado respondió que una de las instrucciones de los mandos paramilitares consistió en “detener al enemigo marxista presente en las universidades colombianas”
El mural traza un nexo entre el pasado -la histórica gesta por la emancipación latinoamericana- y las luchas actuales por una sociedad mejor; seguramente sea este un ejemplo del acuerdo tácito -establecido entre las generaciones pasadas y la nuestra- al que aludía Walter Benjamín en sus Tesis sobre la Historia:
[…] la imagen de la felicidad es inseparable de la imagen de la liberación. Ocurre lo mismo con la imagen del pasado que la historia hace suya. El pasado trae consigo un secreto que lo remite a la redención ¿No nos sobrevuela algo del aire respirado por los difuntos? ¿Un eco de las voces de quienes nos precedieron en la tierra no reaparece en ocasiones en la voz de nuestros amigos? […] Existe un acuerdo tácito entre las generaciones pasadas y la nuestra. Nos han aguardado en la tierra. Se nos concedió como a cada generación precedente, una débil fuerza mesiánica sobre la cual el pasado hace valer una pretensión.
Luego del asesinato de Adriana Benítez quienes poco la conocían afirmaban que ella se buscó la muerte. Mucha agua ha corrido desde entonces. Así es la humanidad, sentenciaba el historiador Isaac Deutscher: “cuando al cabo de cierto progreso sucumbe a una desbandada, permite que aquellos que la instan a continuar su avance sean injuriados, difamados y atropellados hasta morir. Sólo cuando ha reanudado su marcha hacia adelante rinde un triste homenaje a las víctimas, atesora su memoria y recoge devotamente sus reliquias; entonces les agradece cada gota de la sangre que entregaron, pues sabe que con esa sangre nutrieron la semilla del futuro.”
San José de Albán, Nariño, agosto de 2020