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En carne y hueso: condición para una revolución educativa (Primera parte)

El acto educativo debe reinventarse para que no se deje diluir en un hacer y hacer frenético, en un multiplicar de imágenes y vídeos, en una exageración de talleres y tareas.

Escolares

Escolares. Imagen de ShonEjai en Pixabay

“Mochila al hombro

cuaderno nuevo

pájaro de papel,

se busca escuela

que deje huella

y abrigue bien.

Se busca escuela

que aliente el vuelo

cántaro donde beber,

voces distintas

y bienvenidas

anímense”.

Mirta Goldberg

¡A la escuela!, gritan con alborozo los niños. ¡Oh, pero qué tristeza!, ya no habrá salida de casa, un camino que se hacía con alegría para llegar a otro lugar. El de los compañeros, los amigos, los profesores y el disfrute del anhelado recreo para jugar, imaginar y compartir. Ahora todos se levantan, mueven sus lentos pasos y entran a la clase: dan un clic y se enciende el monitor de su computadora.

No faltan los gritos de euforia de quienes ensalzan una de las bondades de esta pandemia: el habernos adelantado 20 o 30 años para instalarnos de una buena vez en la educación virtual, otros más atrevidos pregonan que hemos llegado a una educación donde no se necesitan los maestros. Un buen software, una bibliografía básica, unos módulos obligatorios y la evaluación final. ¿El premio? un cartón que te acredita como apto para ser parte de los requerimientos del mercado laboral. ¿Para qué más?

El mundo está en crisis. Unas nuevas realidades nos obligan a llenar la escuela de preguntas. El aislamiento ha avivado los lazos familiares, pero también las problemáticas han ido cercando su entorno.

Quiero postular lo contrario, quiero dejarme tocar por la nostalgia de la educación presencial, quiero sugerir para el análisis toda la sintomatología que ha traído este confinamiento y que toca irremediablemente a la educación, una situación de hecho que nos debe obligar a repensar el acto educativo en su misión primordial: la construcción del ser.

Estamos volviendo a la actividad escolar. Algunas instituciones retoman el curso, otras inician un nuevo año lectivo. Unas y otras intentan enfrentar la situación de la mejor manera. Pero en algunas pareciera que se echara en saco roto las lecciones aprendidas. Hay un afán, de nuevo, por ceñirse a los programas, cumplir con los horarios y, sobre todo, mantener a los estudiantes ocupados.

¿Cómo habrá sido la sensación de los estudiantes que ingresaron a un nuevo año y tenían la expectativa de conocer a sus nuevos maestros? Como plantea el pedagogo argentino Carlos Skliar, no podemos retomar las clases aparentando normalidad y continuar como si nada estuviera pasando, dándole prioridad a los programas y contenidos de cada una de las áreas. ¡No es posible!

El mundo está en crisis. Unas nuevas realidades nos obligan a llenar la escuela de preguntas. El aislamiento ha avivado los lazos familiares, pero también las problemáticas han ido cercando su entorno. Muchos padres han perdido sus empleos, otros han debido cerrar sus empresas, situaciones distintas han llevado a casos de violencia intrafamiliar, algunas familias no han podido matricular a sus hijos y la mayoría de los pequeños, que irían a los jardines infantiles, han sido retirados de la vida escolar mientras pasa el flagelo de la pandemia. Muchas familias han perdido seres queridos. A esto agréguese los estados de descompensación emocional que muchos chicos comienzan a evidenciar por un encierro que les impide interactuar con sus pares.

Si algo ha producido esta pandemia ha sido la fractura de todos los rituales que hemos cuidado con celo para que nuestros niños y jóvenes interioricen las bondades del viaje por la vida.

¿Puede la escuela marchar indiferente frente a todo esto que ocurre en los hogares? No satanizo la educación virtual, por el contrario, siempre he planteado que en las autopistas de la información digital tenemos a un clic el legado universal que antes debíamos esculcar en las bibliotecas de nuestras casas y en las públicas. Lo que reclamo es el lugar que debe pelear la escuela y que deben recuperar los maestros para no dejar perder el sentido de lo humano que se cuece en el contacto cercano con los otros, en la posibilidad del encuentro intergeneracional y en las conversaciones que hace posible la escuela.

Una escuela como lugar de felicidad. Una felicidad que se alcanza al sortear dificultades en el aprender a convivir, en la posibilidad de llegar a acuerdos para resolver conflictos y en el intercambio de opiniones sobre lo que sucede en el mundo. Una escuela en la que los estudiantes puedan formular metas de vida personales, hablar de sus sueños y sus deseos. Una escuela que vivencia los valores, como construcciones culturales que sirven de sostén a la vida en sociedad. Una escuela que, en estos tiempos difíciles, eleva la autoestima de los niños y jóvenes y les hace entender que su mejor aporte, a sus grupos familiares, es acrecentar su nivel de compromiso y responsabilidad con sus propias vidas. Una escuela que alimenta la esperanza y que le apuesta a convertir esta experiencia adversa en un semillero de aprendizajes para construir un mundo mejor. Todo esto con el convencimiento de que la vida es mucho más que un acto académico.

Mientras volvemos a la “normalidad” los maestros deben restablecer lo más sublime del acto educativo: la conversación, el contacto con los otros, la lectura de los gestos, el fragor de la palabra viva, el compartir emocional y, especialmente, el encuentro para hablar de lo que vemos, de lo que sentimos, de lo que pasa en el mundo, de lo que nos alegra y de lo que nos conmueve. Esto para sacar a flote la esencia del ser humano.

El acto educativo debe reinventarse para que no se deje diluir en un hacer y hacer frenético, en un multiplicar de imágenes y vídeos, en una exageración de talleres y tareas y en sentirse empujados por cumplir con unas cuantificaciones que den cuenta de lo aprendido. El maestro está llamado a llenar de vida estos encuentros virtuales, a hacer gala de su vocación humana que trasciende en el lenguaje y debe hacer de cada clase un encuentro que recupere lo mejor de lo humano.

La pandemia ha convertido en realidad la metáfora de “La jaula de hierro” que atisbara Max Weber, como uno de los frutos del capitalismo naciente. Estamos entre barrotes, miramos al otro con extrema desconfianza, su cercanía -por miedo al contagio- es un peligro. No vemos en realidad la cara de nadie, la mascarilla parece haber congelado los rostros y cada uno huye presa de pánico hacia su rincón.

La escuela no puede ser cómplice de esta fractura del tejido social. El acto educativo debe centrarse en recordar y cultivar nuestra humanidad compartida. ¿Qué pasa en nuestras vidas, qué pasa en nuestras casas, qué ocurre con nuestros vecinos, qué acontece en el mundo? Son preguntas que deben dar lugar al diálogo en nuestras clases. No para llenarnos de amargura sino para fortalecernos en los valores y principios éticos que han fraguado y sostenido el sentido de vivir en comunidad.

Cobra inusitada actualidad la pregunta que se hiciera Heidegger, el filósofo alemán, a mediados del siglo pasado, cuando reclamaba poetizar nuestro paso por la tierra como única manera de hacer trascendente la existencia: ¿Ha de ser poesía y poético el habitar del hombre?

Debemos cultivar la oralidad, el arte, el trabajo artesanal, los hábitos de vida saludable, los rituales que nos recuerdan la importancia de cuidar nuestra casa común, el retorno de las viejas narraciones, las experiencias de escritura que nacen de problemáticas reales, la música, la danza y, en fin, todo aquello que exalte el goce estético que se siente cuando se participa de la urdimbre prodigiosa de la vida.

Si algo ha producido esta pandemia ha sido la fractura de todos los rituales que hemos cuidado con celo para que nuestros niños y jóvenes interioricen las bondades del viaje por la vida. Un viaje que a cada uno le va posibilitando darse un lugar en la sociedad. Un viaje que la familia y la escuela acompañan. Un viaje incierto lleno de aventuras y dificultades, pero en el cual se alcanzan peldaños que indican la transformación, sólo lograda en el encuentro con los otros y en los procesos educativos. Una interrogación permanente con el mundo que empuja a redescubrir el legado de la tradición, del mundo de los libros, de una herencia cultural tejida al vaivén de una historia, curtida de encuentros, desencuentros y de mestizajes invaluables.

Nació en Armenia, Quindío. Licenciado en Ciencias Sociales y Especializado en Derechos Humanos en la Universidad de Santo Tomás. 30 años como profesor y rector rural. Fue elegido como mejor rector de Colombia en 2016 por la Fundación Compartir. Su propuesta innovadora en el colegio rural María Auxiliadora de La Cumbre, Valle del Cauca es un referente en Colombia y el mundo.

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